Vogel iniciaba la nota con un elogio hacia el trabajo que Catherine había realizado hasta entonces. Pero luego decía que se necesitaban datos más pormenorizados. También quería un informe por escrito que relacionase todos los pasos dados hasta aquel momento: cómo efectuó el acercamiento, cómo consiguió tener acceso a los papeles privados de Jordan y todo cuanto Jordan le había dicho. Catherine creyó comprender lo que aquello significaba. Ella estaba pasando información secreta de alta calidad y Vogel quería asegurarse de que la fuente no estaba comprometida.
Caminó hacia el norte, Charing Cross Road arriba. Se detenía de vez en cuando para, con la excusa de mirar un escaparate, cerciorarse de si la seguían o no. Dobló al llegar a la calle Oxford y se puso en la cola de un autobús. Al llegar el vehículo, subió a él y se sentó hacia la parte de atrás.
Catherine supuso que el material que Jordan llevaba a casa no representaría un cuadro completo de su labor. Era lógico. Según el informe que le dieron los Pope, Jordan se movía diariamente entre un par de despachos: uno era la sede de la JSFA de la plaza de Grosvenor, el otro una oficina próxima más pequeña. Cada vez que trasladaba material de uno a otro, llevaba la cartera esposada a la muñeca.
Catherine precisaba ver aquel material.
¿Pero cómo?
Pensó en un segundo tropiezo, un supuesto encuentro casual en plena plaza, en Grosvenor Square. Lo engatusaría para volver a casa y pasar la tarde juntos en la cama. Era una maniobra cargada de riesgo. La coincidencia de otro encuentro casual podía despertar los recelos de Jordan. Tampoco se contaba con ninguna garantía de que se mostrase propicio a volver a casa con ella. E incluso aunque lo hiciese a ella le resultaría poco menos que imposible escabullirse de la cama en mitad de la tarde y fotografiar el contenido de la cartera. Catherine recordó algo que Vogel dijo durante el período de formación: «Cuando los oficiales de despacho se tornan descuidados, los agentes de campo mueren». Decidió armarse de paciencia y esperar. Si seguía gozando de la confianza de Jordan, tarde o temprano el secreto de la labor que desempeñaba aparecería en la cartera. Ella facilitaría a Vogel su informe por escrito, pero de momento no iba a cambiar de táctica.
Catherine miró por la ventanilla. Se dio cuenta de que no sabía dónde estaba, aún en Oxford Street, ¿pero en qué parte de la calle Oxford? Se había concentrado de modo tan intenso en Vogel y Jordan que se le había ido el santo al cielo. El autobús cruzó Oxford Circus y Catherine se tranquilizó. Fue entonces cuando reparó en la mujer que la observaba. Estaba sentada al otro lado del pasillo, de cara a Catherine, y tenía la vista clavada en ella. Catherine volvió la cabeza y fingió mirar por la ventanilla, pero la mujer continuó sin quitarle ojo. «¿Qué diablos pasa con esa maldita mujer? ¿Por qué me mira de esa forma?» Echó un vistazo al rostro de la mujer. Algo en aquella cara le resultó remotamente familiar.
El autobús se acercaba a la parada siguiente. Catherine reunió sus cosas. No se expondría lo más mínimo. Se apearía inmediatamente. El autobús redujo la marcha y se detuvo junto al bordillo. Catherine se aprestó a echar pie a tierra. Y entonces la mujer cruzó el pasillo, la tocó en el brazo y dijo:
– Anna, querida. ¿Eres realmente tú?
El sueño recurrente comenzó a raíz del asesinato de Beatrice Pymm. Cada vez empieza del mismo modo. Ella está jugando en el suelo del cuarto de vestir de su madre. Sentada frente al tocador, su madre se empolva un semblante inmaculado. Papá entra en el cuarto. Viste esmoquin con medallas prendidas en la pechera. Se inclina, besa a mamá en el cuello y le dice que tienen que darse prisa si no quieren llegar tarde. A continuación se presenta Kurt Vogel. Lleva traje oscuro, como un empresario de pompas fúnebres, y su cara es la de un lobo. Sostiene tres cosas: un precioso estilete de plata con diamantes y rubíes que forman una cruz gamada en la empuñadura, una pistola Mauser con el silenciador acoplado al cañón, y un maletín con una radio en su interior. «Rápido -le susurra a ella-. No debemos llegar tarde. El Führer se muere de ganas de conocerte.»
Atraviesa Berlín en un carruaje tirado por caballos. El lobo Vogel camina con paso elástico y ligero detrás del vehículo. La fiesta es como una nube iluminada por velas. Hermosas mujeres bailan con hombres hermosos. Hitler perora en el centro de la sala. Vogel la incita a hablar con el Führer. Ella se desliza entre la rutilante multitud y se da cuenta de que todo el mundo la está mirando. Cree que lo hacen porque es guapa, pero al cabo de un momento todas las conversaciones se han interrumpido, la orquesta ha dejado de tocar y todo el mundo la contempla a ella fijamente.
– ¡No eres una niña! ¡Eres una espía de la Abwehr!
– ¡No, no lo soy!
– ¡Claro que lo eres! ¡Por eso llevas un estilete y esa radio!
– ¡No! ¡No es verdad!
Hitler dice entonces:
– Tú eres la que mató en Suffolk a aquella pobre mujer…, Beatrice Pvmm.
– ¡No es verdad! ¡No es verdad!
– ¡Detenedla! ¡Ahorcadla!
Todos se ríen de ella. De pronto está desnuda y las carcajadas arrecian. Se vuelve hacia Vogel en busca de ayuda, pero Vogel ha huido y la ha dejado. Y en ese momento estalla en gritos y se sienta en la cama, bañada en sudor, y se dice que sólo era un sueño. Nada más que una tonta y maldita pesadilla.
Catherine Blake tomó un taxi hasta Marble Arch. El episodio del autobús la ha dejado hecha un flan. Se mortifica a sí misma por no haber sabido manejar mejor la situación. Cuando la mujer la llamó por su verdadero nombre, Catherine saltó del autobús precipitadamente, alarmada, y se alejó a toda prisa. Debió de haber permanecido en el asiento y explicado calmosamente a la mujer que estaba equivocada. Al no hacerlo así, cometió un terrible error. En el autobús, varias personas le vieron la cara. Fue su peor pesadilla.
Aprovechó el trayecto en taxi para tranquilizarse y repasar mentalmente todo el incidente. Siempre supo que existía una remota posibilidad de tropezarse con alguien que la reconociera. Había vivido dos años en Londres, tras la muerte de su madre, cuando a su padre lo destinaron a la embajada alemana en la capital británica. Asistió a un colegio de señoritas inglés, aunque no entabló amistad íntima con ninguna compañera. Después de aquella temporada volvió al país en otra ocasión; pasó unas breves vacaciones con María Romero, en 1935. Se hospedaron en casa de unos amigos de María y conoció a muchas otras personas de buena posición económica, en fiestas, restaurantes y teatros. Tuvo una fugaz aventura amorosa con un muchacho inglés cuyo nombre no podía recordar. Vogel había llegado a la conclusión de que era un riesgo aceptable. Catherine sabía que verdaderamente eran remotas las probabilidades de tropezarse con alguien que la conociese.
Sí ocurría tal cosa, la respuesta tipo que debía de dar era: «Lo siento, pero debe de haberme confundido con otra persona»: Durante seis años, aquello no sucedió. Se había vuelto negligente. Cuando ocurrió, se dejó dominar por el pánico.
Recordó por último quién era la mujer. Se llamaba Rose Morely y fue cocinera en la casa de su padre en Londres. Catherine apenas se acordaba de ella, sólo de que guisaba bastante mal y de que siempre servía la carne demasiado hecha. Catherine tuvo muy poco contacto con la mujer. Era sorprendente que Rose Morely la hubiese reconocido.
Catherine tenía dos opciones: hacer caso omiso y pretender que aquello no había sucedido o investigar y determinar la magnitud de los daños.
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