Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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Ya podía dejarlo y sería una noche provechosa. Estaba en condiciones de sacar duplicados de las llaves, volver cuando Jordan no estuviera en casa y fotografiar todo lo que había en el estudio. Eso haría, pero deseaba sacarle aún más partido a aquella noche. Quería demostrar a Vogel que lo había conseguido en toda la línea, que Catherine Blake era una agente dotada de gran talento. Calculó que llevaba fuera de la cama menos de dos minutos. Podía permitirse emplear otros dos más.

Abrió la puerta del estudio, entró y encendió la luz. Era una habitación hermosa, amueblada, como la sala de estar, con estilo masculino. Una mesa escritorio enorme, un sillón de cuero y una mesa de dibujo con un alto taburete delante. Catherine volvió a meterla mano en el bolso y retiró dos objetos, su cámara fotográfica y Mauser con silenciador. Dejó la pistola encima de la mesa escritorio. Levantó la cámara, miró por el visor y tomó dos fotos de la estancia. Acto seguido abrió al cartera de Jordan. Estaba prácticamente vacía sólo contenía un billetero, una funda de gafas y una pequeña agenda con tapas de cuero. Pensó: «Al menos, es un principio. Quizás en la agenda figurasen nombres de personajes importantes con los que Jordan se había entrevistado. Si la Abwehr supiese con quién se reunía, tal vez lograsen descubrir la naturaleza de su trabajo.

¿Cuántas veces hizo aquello en el campo de entrenamiento? Dios, había perdido la cuenta: lo menos un centenar, siempre con Vogel encima, comprobando la ejecución con el puñetero cronómetro en la mano. «¡Demasiado tiempo! ¡Demasiado ruido! ¡Demasiada luz! ¡Insuficiente! ¡Vienen por ti! ¡Te han cogido! ¿Qué haces ahora?» Dejó la agenda encima del escritorio y encendió la lámpara de mesa. Tenía un brazo plegable y una pantalla en forma de cúpula por encima de la bombilla para dirigir la luz hacia abajo, perfecta para fotografiar documentos.

«Tres minutos. ¡Ahora tienes que trabajar rápido, Catherine!»Abrió el cuaderno de notas y ajustó la lámpara para que proyecta se la luz directamente sobre la página. Si tomaba la foto en un ángulo equivocado o si la luz estaba demasiado próxima, los negativos se estropearían. Procedió de acuerdo con las instrucciones de Vogel y empezó a accionar el disparador. Nombres, fechas, breves notas garabateadas a mano. Fotografió unas cuantas páginas más y luego encontró algo importante. Una página contenía toscos es bozos de una figura semejante a una caja. En la página había números que parecían representar dimensiones. Catherine la fotografió para asegurarse de que captaba la imagen.

«Cuatro minutos.» Una cosa más esta noche: la caja fuerte. Estaba sujeta al suelo, junto al escritorio. Vogel le había dado una combinación que teóricamente la abriría. Se arrodilló e hizo girar el cilindro de la combinación. Seis dígitos. Cuando marcó el último número notó que el cilindro encajaba en su sitio. Empuñó el tirador y presionó. El pestillo se acopló en la posición de apertura. La combinación funcionó. Se abrió la puerta y Catherine echó una mirada al interior de la caja: dos carpetas rebosantes de papeles. varios cuadernos de hojas sueltas. Llevaría horas fotografiarlo todo. Enfocó la cámara hacia el interior y tomó una foto.

«Cinco minutos.» La hora de volver a ponerlo todo en su sitio original. Cerró la puerta de la caja fuerte y volvió a girar el cilindro. Colocó cuidadosamente el pedazo de arcilla dentro del bolso, de forma que no alterase las marcas de las llaves. Siguieron la cámara y la Mauser. Devolvió la agenda de Jordan a su lugar dentro de la cartera y cerró ésta. Después apagó la luz y salió del cuarto. Echó la llave a la puerta.

«Seis minutos. Demasiado tiempo.» Lo llevó todo de nuevo al vestíbulo y volvió a dejar encima de la mesa las llaves, la cartera y el bolso. ¡Misión cumplida! Necesitaba una excusa. Tenía sed. Era verdad: a causa de los nervios su boca estaba reseca. Entró en la cocina, tomó un vaso del aparador y lo llenó de agua fresca del grifo. Lo bebió inmediatamente, volvió a llenarlo y lo llevó escaleras arriba hacia la habitación.

Simultáneamente con el alivio que la anegaba, Catherine experimentó una estupenda sensación de poder y triunfo. Por fin, tras meses de adiestramiento y años de espera, había hecho algo. Se dio cuenta de pronto que le gustaba espiar: la satisfacción de planear y ejecutar meticulosamente la operación, el placer infantil de conocer un secreto, de enterarse de algo que alguien no quería que se supiera. Vogel tuvo razón desde el principio, naturalmente. Ella era perfecta en todos los aspectos.

Abrió la puerta y entró en el dormitorio.

Peter Jordan estaba sentado en la cama a la luz de la luna.

– ¿Dónde andabas? Me tenías preocupado.

– Me moría de sed.

Catherine no pudo creer que aquella voz tranquila y sosegada fuera la suya.

– Espero que se te haya ocurrido traerme a mí también un poco de agua -dijo Jordan.

«¡Oh, gracias a Dios!» Catherine volvió a respirar.

– Claro que te la he traído.

Le tendió el vaso de agua, que Jordan se apresuró a beber.

– ¿Qué hora es? -preguntó Catherine.

– Las cinco de la mañana. Tengo que estar en pie dentro de una hora para asistir a una reunión convocada para las ocho. Ella le besó.

– Así que disponemos de una hora.

– Catherine, es posible que no pueda…

– Ah, vamos, apuesto a que sí puedes.

Dejó que la bata de seda se desprendiese de encima de sus hombros, tomó el rostro de Peter y se lo llevó a los pechos.

Entrada aquella mañana, Catherine Blake marchaba a largos pasos por el Chelsea Embankment, mientras una lluvia gélida y ligera caía a través del río. En el curso de su período de preparación, Vogel le había proporcionado una serie de veinte puntos de encuentro, cada uno de ellos en un lugar distinto del centro de Londres, cada uno de ellos a una hora distinta. La había obligado a aprendérselos de memoria. Catherine había dado por supuesto que Vogel obró del mismo modo en el caso de Horst Neumann antes de enviarle a Inglaterra. Según las reglas, a Catherine le correspondía decidir si el encuentro iba o no iba a consumarse. Si observaba algo que no le gustase -una cara sospechosa, hombres en un coche aparcado-, anularía la cita y volverían a intentarlo en el siguiente punto de la lista a la hora especificada en el programa.

Catherine no vio nada fuera de lo corriente. Consultó su reloj de pulsera: había llegado con dos minutos de antelación. Continuó paseando e, inevitablemente, pensó en lo ocurrido la noche anterior. Le preocupaba la posibilidad de haber llevado las cosas con Jordan demasiado lejos, de haber ido demasiado deprisa. Confió en que a Peter no le escandalizaran las cosas que le había hecho a su cuerpo ni las cosas que Catherine le había pedido que le hiciera al suyo. Tal vez una inglesa de clase media no se habría comportado de aquella forma. «Demasiado tarde para arrepentirse ahora, Catherine».

La mañana había sido como vivir un sueño. Era como si ella hubiese entrado por arte de magia en otra persona y se hubiera integrado en su mundo. Se vistió y preparó café mientras Jordan se afeitaba y duchaba; la apacible escena doméstica le resultó extraña. Sintió como una puñalada de miedo cuando Peter dio la vuelta a la llave de la puerta y entró en su estudio. «¿Dejé algo fuera de su sitio? ¿Se dará cuenta de que anoche estuve ahí?» Compartieron un taxi. Durante el corto trayecto hasta la plaza de Grosvenor otro pensamiento asaltó a Catherine: «¿Y si no desea volver a verme?». Hasta aquel momento eso no se le había ocurrido. A menos que Peter se sintiera interesado por ella, todos sus esfuerzos habrían sido en balde. Sus temores carecían de base. Al llegar el taxi a la plaza de Grosvenor, Peter le pidió que cenase con él aquella noche en un restaurante italiano de la calle Charlotte.

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