– ¿Te has dado cuenta de que en esta sala todo el mundo nos está mirando? -dijo Jordan.
– Sí, lo he notado. ¿Te importa?
– Claro que no. -La apartó de sí unos centímetros para mirarle a la cara-. Hacía mucho tiempo que no me sentía así, Catherine. ¡Y pensar en la enorme distancia que he tenido que recorrer, venir hasta Londres, para encontrarte!
– Me alegro de que vinieras.
– ¿Puedo hacerte una confesión?
– Naturalmente que puedes.
– Después de que me dejaras, anoche, apenas he podido dormir.
Catherine le sonrió y le atrajo hacia sí, de forma que su boca quedó rozando el oído de Jordan.
– Yo también te haré una confesión. No he dormido nada.
– ¿En qué pensabas?
– Dímelo tú primero.
– Sólo podía pensar en lo mucho que deseaba que no te hubieses ido.
– Mi pensamiento era muy similar.
– Pensaba en que podía haberte besado.
– Pensaba en que iba a besarte.
– No quiero que esta noche te vayas.
– Creo que tendrás que levantarme en peso y echarme a la fuerza si quieres que me vaya,
– No creo que tengas que preocuparte por eso.
– Pienso que me gustaría que volvieras a besarme ahora mismo, Peter.
– ¿Qué pasa con toda esa gente que no nos quita ojo? ¿Qué crees que harán si te beso?
– No estoy segura. Pero estamos en 1944 y en Londres. Puede ocurrir cualquier cosa.
– Con los saludos del caballero del bar -anunció el camarero, al tiempo que descorchaba una botella de champán, cuando regresaron a su mesa.
– ¿El caballero en cuestión tiene nombre? -preguntó Jordan.
– No me lo dio, señor.
– ¿Qué aspecto tenía?
– Como un jugador de rugby bronceado por el sol, señor.
– ¿Oficial de la Armada estadounidense?
– Sí, señor.
– Shepherd Ramsey.
– El caballero desea tomar una copa con ustedes.
– Dígale al caballero que muchas gracias por el champán, pero que olvide lo de la copa.
– Naturalmente, señor.
– ¿Quién es Shepherd Ramsey? -preguntó Catherine, al retirarse el camarero.
– Shepherd Ramsey es mi más querido y viejo amigo en este mundo. Le quiero como a un hermano.
– ¿Entonces por qué no le has dejado venir a tomar una copa.
– Porque por una vez en mi vida de adulto me gustaría hacer algo sin él. Además, no quiero compartirte.
– Eso está muy bien, porque tampoco yo quiero compartirte. -Catherine alzó su copa de champán-. Por la ausencia de Shepherd.
– Por la ausencia de Shepherd -rió Jordan.
Entrechocaron las copas.
– Y por el oscurecimiento -añadió Catherine-, sin el cual nunca hubiera chocado contigo.
– Por el oscurecimiento. -Jordán vaciló-. Sé que probablemente esto suene a tópico terrible, pero no puedo apartar los ojos de ti. Catherine sonrió y se inclinó a través de la mesa.
– No quiero que apartes los ojos de mí, Peter. ¿Por qué crees que llevo este vestido?
– Estoy un poco nervioso.
– Yo también, Peter.
– Estás tan preciosa, acostada ahí a la luz de la luna.
– Tú también estás formidable.
– No. Mi esposa…
– Lo siento. Es que nunca he visto un hombre que se pareciera a ti. Procura no pensar en tu esposa durante unos minutos.
– Resulta muy duro, pero tú haces que me sea un poco más fácil.
– Pareces una estatua, arrodillado ahí de esa manera.
– Una estatua muy vieja y que se cae a pedazos.
– Una estatua hermosísima.
– No puedo dejar de acariciarte…, de acariciarlos. Son tan bonitos. Desde el momento en que te vi por primera vez no he dejado de soñar con poder acariciártelos.
– Puedes apretar un poco más. No me duele.
– ¿Así?
– ¡Oh, Dios! Sí, Peter, precisamente así. Pero yo también quiero tocarte.
– Se pone tan en forma cuando haces eso…
– ¿Funciona?
– Ahhh, sí, funciona.
– Está tan dura. Es una maravilla. Hay una cosa más que quiero que hagas.
– ¿Qué?
– No puedo decírtelo en voz alta. Acércate.
– Catherine…
– Tú hazlo y nada más. Te prometo que no lo vas a lamentar.
– Oh, Dios mío, es increíble.
– ¿No debo dejarlo, entonces?
– Estás tan preciosa haciéndolo…
– Quiero que lo goces.
– Y yo quiero que tú lo goces.
– Puedo enseñarte cómo.
– Me parece que ya sé cómo.
– Ah, Peter, tu lengua es maravillosa. Oh, por favor, acaríciame los pechos mientras haces eso.
– Quiero estar dentro de ti.
– Date prisa, Peter.
– Ohhh, estás tan suave, tan estupenda. Oh, Dios, Catherine. Me voy a…
– ¡Espera! Todavía no, cariño. Hazme un favor. Tiéndete boca arriba. Deja que me encargue yo de todo lo demás.
Jordan obedeció. Catherine la tomó en su mano y la condujo al interior de su cuerpo. Podía haberse limitado a seguir allí tendida y dejar que Peter terminase, pero ella lo deseaba de aquella otra forma. Siempre supo que Vogel le haría hacer eso a ella. ¿Para qué iba a querer un agente femenino, si no era para seducir a oficiales aliados y robarles sus secretos? Catherine siempre pensó que el oficial sería un hombre gordo, velludo, viejo y feo, no como Peter. Si iba a ser la puta de Kurt Vogel, también podía disfrutar un poco con ello. «Oh, Dios, Catherine, no deberías hacer esto. No deberías perder el control de esta manera.» Pero no podía evitarlo. Lo estaba pasando en grande. Y estaba perdiendo el control. Echó la cabeza hacia atrás, cogió los pezones con los dedos índice y pulgar, le «dio cuerda al reloj» y al cabo de un momento notó que una oleada de calor estallaba dentro de ella y la anegaba y que a continuación de esa oleada venía otra oleada maravillosa…
Era tarde, lo menos debían de ser las cuatro, aunque Catherine no estaba segura porque la oscuridad le impedía ver el reloj de encima de la mesita de noche. No importaba. Lo único que importaba era que Peter Jordan dormía a pierna suelta junto a ella. La respiración de Peter era profunda y regular. Habían cenado copiosamente, habían bebido una barbaridad y habían hecho el amor dos veces. A menos que tuviera el sueño ligero, era muy probable que no se despertase aunque la Luftwaffe efectuara en aquel momento una de sus incursiones. Catherine se deslizó fuera de la cama, se puso la bata de seda que él le había dejado y cruzó silenciosamente la habitación. La puerta del dormitorio estaba entornada. Catherine la abrió unos centímetros, franqueó el umbral y la cerró tras de sí.
El silencio repicaba en sus oídos. Notó dentro del pecho el martilleo del corazón. Hizo un esfuerzo para tranquilizarse. Había trabajado demasiado duro -había arriesgado en demasía- para alcanzar aquel punto. Un error tonto y todo lo que había hecho se vendría abajo. Se movió rápidamente por la estrecha escalera. Crujió un peldaño. Se inmovilizó y esperó, atento el oído por si Jordan se despertaba. En la calle, un coche hizo salpicar sibilante el agua de un charco. Ladró un perro en alguna parte. Sonó a lo lejos la bocina de un camión. Catherine comprendió que eran los ruidos nocturnos normales, que sonaban siempre sin que interrumpiesen el sueño de la gente. Descendió la escalera a toda velocidad y avanzó hacia el vestíbulo. Encontró las llaves en una mesita, junto su bolso. Las cogió y puso manos a la obra.
Sus objetivos para aquella noche eran limitados. Deseaba garantizarse un acceso regular al estudio de Jordan y sus documentos personales. Para ello le era necesario disponer de una copia de las llaves de la puerta de entrada, de la del estudio y de la cartera de mano. El llavero de Jordan tenía varias. La de la puerta de la fachada resultaba evidente; era mayor que las demás. Catherine introdujo la mano en su bolso y extrajo un pedazo de arcilla blanda de color castaño. Separó la llave que iba a ser maestra y la apretó contra la arcilla, para sacar una impronta limpia. También era evidente el llavín de la cartera; el más pequeño. Repitió el proceso, sacando otra impronta limpia. La de la puerta del estudio era más difícil de determinar; podían ser varias de las que estaban en el llavero. Sólo existía un modo de averiguar cuál era. Catherine cogió su bolso y la cartera de Jordan, lo llevó todo pasillo adelante hasta la cerrada puerta del estudio y empezó a probar las distinta llaves. La cuarta encajó en la cerradura. Catherine la sacó de la cerradura y la oprimió en el bloque de arcilla.
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