Vicary le informó sucintamente del contenido de los dos mensajes y expuso su teoría acerca de lo que significaban. Boothby le escuchó, sin dejar de agitarse, de revolverse nerviosamente en la silla.
– ¡Por el amor de Dios! -saltó-. Las noticias de este caso empeoran de un día para otro.
Vicary pensó: «Otra brillante contribución, sir Basil»
– Hemos adelantado algo al encajar las piezas concernientes al pasado de la agente femenina. Karl Becker la identificó como Anna von Steiner. Nació en el hospital de Guy, de Londres, el día de Navidad de 1920. Su padre era Peter von Steiner, diplomático y acaudalado aristócrata de Prusia Oriental. Su madre fue una inglesa llamada Daphne Harrison. La familia vivió en Londres hasta que estalló la guerra, luego se trasladaron a Alemania. Gracias a la posición social de Steiner, Dahpne Harrison se libró de que la internaran en una cárcel, como ocurrió con tantos ciudadanos británicos. La mujer murió de tuberculosis en 1918, en la hacienda propiedad de Steiner en Prusia Oriental. Después de la guerra, Steiner y su hija fueron de un puesto diplomático a otro, incluida una breve misión en Londres a principios de los años veinte. Steiner también trabajó en Roma y Washington.
– A mí me suena a espía -dijo Boothby-. Pero continúa, Alfred.
– En 1937, Anna Steiner se volatilizó. A partir de ahí, lo único que podemos hacer es especular. Recibe formación de la Abwehr, la envían a los Países Bajos para establecer su falsa identidad holandesa de Christa Kunt y luego entra en Inglaterra. A propósito, Anna Steiner falleció supuestamente en un accidente de automóvil que se produjo en las cercanías de Berlín en marzo de 1938. Es evidente que Vogel fabricó tal historia.
Boothby se puso en pie y empezó a pasear por el despacho.
– Todo eso es muy interesante, Alfred, pero hay un fallo fatal. Se basa en una información que te ha proporcionado Karl Becker. Becker diría cualquier cosa con tal de congraciarse con nosotros.
– Becker no tiene ninguna razón para mentirnos acerca de esto, sir Basil. Y su historia es coherente, coincide en todos los puntos con los datos que conocemos de manera segura.
– Lo único que digo, Alfred, es que dudo mucho de la veracidad de cualquier cosa que diga ese hombre.
– Entonces, ¿por qué pasó usted tanto tiempo con él en el mes de octubre pasado? -preguntó Vicary.
De pie ante la ventana, sir Basil contemplaba cómo se despedían de la plaza las últimas luces diurnas. Volvió la cabeza bruscamente, pero recobró raudo la compostura y se encaró despacio con Vicary.
– El motivo por el que hablé con Becker no es asunto tuyo.
– Becker es mi agente -replicó Vicary, con la indignación reptando en su voz-. Yo le detuve. Yo le convertí en agente doble a nuestro servicio. Yo le dirijo. Le proporcionó a usted información que muy bien podía haber sido útil en este caso, pero usted me la ocultó. Me gustaría saber el motivo.
Boothby estaba ya muy tranquilo.
– Becker me contó a mí la misma historia: agentes especiales, claves especiales y sistemas de encuentro especiales. Si te he de ser sincero, Alfred, entonces no le creí. No teníamos ninguna otra prueba que apoyara su relato. Ahora la tenemos.
Una explicación perfectamente lógica, al menos en la superficie.
– ¿Por qué no me habló de ello entonces?
– Fue hace mucho tiempo.
– ¿Quién es Broome?
– Lo siento, Alfred.
– Quiero saber quién es Broome.
– Y yo trato de explicarte, con toda la cortesía que me es posible, que no tienes derecho a conocer la identidad de Broome, -Boothby sacudió la cabeza-. Este no es ningún club universitario donde nos sentamos a intercambiar ideas. Este departamento se dedica al contraespionaje. Y opera sobre un concepto muy simple: necesidad de saber. Tú no tienes la misma necesidad de saber quién es Broome porque no afecta a ningún caso de los que se te han asignado. En consecuencia, no es asunto tuyo.
– ¿Ese concepto de necesidad de saber es una licencia para engañar a otros oficiales?
– Yo no emplearía la palabra engañar -dijo Boothby, como si fuera una obscenidad-. Simplemente significa que, por razones de seguridad, un oficial sólo tiene derecho a saber lo que es necesario para cumplir su misión.
– ¿Qué me dice de la palabra mentir? ¿Emplearía usted esa palabra?
La discusión parecía producir a Boothby auténtico dolor físico.
Supongo que hay ocasiones en que es preciso ser poco veraz con un oficial para salvaguardar una operación de la que se encarga otro. Seguramente eso no constituye ninguna sorpresa para ti, ¿eh, Alfred?
– Claro que no, sir Basil -Vicary titubeó, mientras trataba de decidir si era preferible continuar en aquel plan de interrogatorio o dejarlo correr-. Sólo me preguntaba por qué me mintió respecto a la lectura del expediente de Kurt Vogel.
La sangre pareció desaparecer del rostro de Boothby, y Vicary observó que sus enormes puños se cerraban y abrían dentro de los bolsillos del pantalón. Era una estrategia arriesgada, y el cuello de Grace Clarendon iba en el envite. En cuanto Vicary se retirase, Boothby llamaría a Nicholas Jago, del Registro, y exigiría explicaciones. Con toda seguridad, Jago comprendería que el origen de la filtración estaba en Grace Clarendon. No era una cuestión baladí; podrían ponerla de patitas en la calle automáticamente. Pero Vicary apostaba porque no tocarían a Grace, ya que lo único que iban a conseguir con ello era demostrar que la información de la mujer había sido correcta. Confió por Dios en estar en lo cierto.
– ¿Buscas una cabeza de turco, Alfred? ¿Algo o alguien a quien echar la culpa de tu incapacidad para resolver el caso? Deberías conocer, mucho mejor que cualquiera de nosotros, el peligro que entraña eso. La historia está repleta de ejemplos de hombres débiles que han recurrido al expediente de conseguir una cabeza de turco idónea.
Vicary pensó: «Y no contestas a mi pregunta. Se puso en pie».
– Buenas noches, sir Basil.
Boothby permaneció silencioso mientras Vicary se dirigía a la puerta.
– Hay una cosa más -dijo Boothby por último-. Supongo que no es necesario decírtelo, pero de todas formas voy a hacerlo. No disponemos de tiempo ilimitado. Si no se consiguen progresos rápidos, puede que tengamos que hacer… en fin, cambios. Lo entiendes, ¿verdad, Alfred?
Londres
En el momento en que entraban en el restaurante del Savoy la orquesta empezaba a tocar Y un ruiseñor cantaba en la plaza de Berkeley. Una interpretación que dejaba bastante que desear -disonante y algo atropellada-, pero que a pesar de todo era bonita. Jordan tomó a Catherine de la mano y, sin pronunciar palabra, se dirigieron a la pista. Peter era un bailarín excelente, suelto y seguro, y la llevaba muy cerca de sí. Había ido al Savoy directamente desde la oficina y vestía uniforme. También llevaba consigo su cartera de mano. Era obvio que no contenía nada importante, puesto que la había dejado encima de la mesa. Sin embargo, no mantenía apartados los ojos de ella durante mucho tiempo.
Al cabo de unos instantes, Catherine se dio cuenta de una cosa: todo el mundo, en la sala, los estaba mirando. Durante seis años, ella había hecho cuanto estaba en su mano para pasar inadvertida. Ahora estaba bailando con un deslumbrante oficial naval estadounidense en el más fascinador hotel de Londres. Se sentía expuesta y vulnerable y, a pesar de ello, al mismo tiempo disfrutaba de una extraña satisfacción derivada del hecho de hacer algo completamente normal, para variar.
Desde luego, su mismo aspecto tenía mucho que ver con la atención que atraía su persona. Lo había visto en los ojos de Jordan unos minutos antes, cuando el hombre entró en el bar. Aquella noche Catherine estaba imponente. Llevaba un vestido de crepé negro, abierto por la espalda y con un escote que mostraba magnánimo la forma de los pechos. El pelo caído, sujeto por detrás con un elegante broche enjoyado y un collar de perlas de doble vuelta alrededor del cuello. Se había esmerado con el maquillaje. Los cosméticos en aquellos tiempos de guerra eran de calidad deficiente, pero ella no necesitaba gran cosa: un leve toque de carmín para acentuar la forma de sus labios generosos, un poco de colorete para destacar los prominentes pómulos, una línea de lápiz de ojos alrededor de las órbitas. A ella no le producía ningún placer especial su propia apariencia. Siempre había pensado en su belleza de manera desapasionada, del mismo modo que una mujer podía valorar su vajilla de porcelana favorita o su apreciada alfombra antigua. Con todo, había transcurrido mucho tiempo desde la época en que entraba a una estancia y comprobaba que todas las cabezas se volvían a su paso. Era la clase de mujer en cuya presencia reparaban los dos sexos. Los hombres a duras penas conseguían mantener cerrada la boca, las mujeres enarcaban las cejas con envidia.
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