Ella se pone en pie.
– ¡Lárgate ya! Me voy por la mañana. ¡Ya estoy harta de este infierno!
– ¡Ah, sí, te vas por la mañana! Pero no a donde crees. Sólo hay un problema. Tus instructores me han informado que aún te resistes a matar con el cuchillo. Dicen que disparas muy bien, mejor que los muchachos, incluso. Pero afirman que aún eres lenta con el estilete.
Ella no abre la boca, se limita a mirarle tendido allí sobre la alfombra, iluminado por la claridad de la lumbre.
– Tengo una sugerencia. Siempre que tengas que utilizar el estilete, piensa en el hombre que te hizo daño cuando eras una niña.
La boca de la muchacha se abre horrorizada. En toda su vida, aquello sólo se lo ha contado a una persona. María. Pero María debe de habérselo contado a Emilio y Emilio, el muy hijo de mala madre, se lo contó a Vogel.
– No sé a qué te refieres -dice la muchacha, pero no hay convicción en sus palabras.
– Claro que lo sabes. Es lo que te convirtió en lo que eres, una zorra sin corazón.
Reacciona instintivamente. Avanza un paso y le propina un furioso puntapié bajo la barbilla. La cabeza de Vogel sale despedida hacia atrás y se estrella violentamente contra el suelo. El hombre se queda inmóvil, tal vez inconsciente. El estilete de la muchacha está en el suelo, cerca de la chimenea, la han adiestrado a mantenerlo cerca de sí en todo momento. Lo recoge, acciona el muelle y la reluciente hoja salta y ocupa su lugar. La luz de la lumbre la tiñe de rojo. La muchacha se acerca a Vogel. Desea liquidarlo, hundir el estilete en una de las zonas de muerte que le han enseñado: el corazón, los riñones, a través del oído o de los ojos. Pero Vogel se ha incorporado, se apoya en un codo, empuña una pistola y le apunta a la cabeza.
– Muy bien -dice. La sangre mana de su boca-. Me parece que ya estás preparada. Aparta el cuchillo y siéntate. Hemos de hablar. Y, por favor, ponte algo de ropa. Tienes un aspecto ridículo ahí de pie tal como estás.
Ella se pone una bata y remueve las brasas mientras Vogel se viste y atiende la herida de la boca.
– Eres un cabrón de mierda. Si trabajase para ti, Vogel, sería una imbécil.
– Ni se te ocurra echarte atrás ahora. Suministraría a la Gestapo pruebas muy convincentes de la traición de tu padre contra el Führer. No te haría ninguna gracia ver las cosas que hacen a las personas como esas. Y si se te ocurre alguna vez la malhadada idea de hacerme una jugarreta cuando estés en Inglaterra, te entregaré a los británicos en bandeja de plata. Si crees que aquel fulano te hizo daño cuando eras niña, imagínate lo que puede ser que te violen repetidamente una caterva de apestosos celadores británicos. Tú serás su reclusa favorita, créeme. Dudo mucho que quisieran molestarse en ahorcarte.
Permanece muy quieta en la penumbra. Piensa en cómo podría arreglárselas para aplastarle el cráneo con el atizador, pero Vogel continúa empuñando la pistola. Se da cuenta de que ha estado manipulándola. Ella pensaba que lo había engañado, creía que era ella quien dominaba la situación, pero en realidad siempre fue Vogel quien llevó el control. Vogel trató de inculcarle la aptitud para matar. Ella comprende que, verdaderamente, Vogel hizo un buen trabajo.
Él habla de nuevo.
– A propósito, esta noche te he matado, mientras dejabas que te follase. Anna Katerina von Steiner, de veintisiete años de edad, falleció en un desgraciado accidente de carretera, en las cercanías de Berlín, hace cosa de una hora. Una verdadera pena. Un talento que se pierde lastimosamente.
Vestido ya, Vogel se aplica a la boca un paño húmedo. El paño está manchado de sangre.
– Mañana por la mañana sales para Holanda, tal como hemos planeado. Permaneces allí seis meses, para establecer tu identidad de manera sólida; después te trasladas a Inglaterra. Aquí tienes tu documentación para Holanda, el dinero y el billete de tren. Tengo personal en Amsterdam que se pondrá en contacto contigo y te dará las instrucciones a partir de ahí.
Vogel se inclina hacia adelante y se mantiene muy cerca de ella.
– Anna desperdició su vida. Pero Catherine Blake puede hacer cosas importantes.
La muchacha oye cerrarse la puerta tras Vogel, oye el crujido que producen sus botas al aplastar la nieve que cubre el suelo fuera del chalet. Luego el silencio se enseñorea de la estancia, un silencio que sólo interrumpe el chisporrotear del fuego y el silbar del cortante viento que agita a los abetos al otro lado de la ventana. Se queda completamente inmóvil durante unos instantes y luego nota que una ráfaga de convulsiones estremece su cuerpo. Ya no es capaz de seguir en pie. Cae de rodillas ante la lumbre y estalla en lágrimas incontrolables.
Berlín
Kurt Vogel estaba dormido en el catre de campaña que tenía en su despacho cuando captó un sordo chirrido que le impulsó a incorporarse sobresaltado.
– ¿Quién va?
– Sólo soy yo, señor.
– ¡Por el amor de Dios, Werner! Me has dado un susto de muerte al arrastrar tu maldita pata de palo de esa forma. Pensé que Frankenstein venía a asesinarme.
– Lo siento, señor. Supuse que querría ver esto cuanto antes. -Ulbricht le tendía un comunicado impreso en papel de copia-. Acaba de llegar de Hamburgo… Un mensaje de Catherine Blake, desde Londres.
– Más que leerlo, Vogel lo devoró con los ojos, desbocado el corazón.
– Ha entrado en contacto con Jordan. Quiere que Neumann empiece a efectuar tomas regulares lo antes posible. Dios mío, Werner, ¡lo ha conseguido de verdad!
– No cabe duda de que es un agente extraordinario. Y una mujer extraordinaria.
– Sí -articuló Vogel, distante-. A la primera oportunidad ponte en comunicación con Hampton Sands y dile a Neumann que inicie las tomas de acuerdo con el programa previsto.
– Sí, señor.
– Y deja recado en el despacho del almirante Canaris. Lo primero que quiero hacer mañana por la mañana es informarle del desarrollo de los acontecimientos.
– Sí, señor.
Salió Ulbricht, dejando a Vogel solo en la oscuridad. Vogel se preguntó cómo se las habría arreglado Catherine. Confiaba en que algún día la muchacha pudiera salir e informarle. «Deja de engañarte, viejo.» Sólo deseaba que saliera para verla una vez más, para explicarle por qué la trató de aquella forma abominable la última noche. Fue por el propio bien de Catherine. Ella no podía comprenderlo entonces, pero quizá, con el paso del tiempo, ahora sí que pudiera entenderlo. Trató de imaginársela en la actualidad. «¿Está asustada? ¿Se encuentra en peligro?» Claro que se encontraba en peligro. Intentaba robar secretos aliados en el corazón de Londres. Un movimiento en falso y caería en brazos del MI-5. Pero si existía una mujer que pudiera arrancar esos secretos, esa mujer era ella, Vogel tenía el corazón destrozado y la mandíbula rota para demostrarlo.
Cuando la llamada del Brigadeführer Walter Schellenberg acabó su ruta al llegar a la mesa de Heinrich Himmler, éste intentaba abrirse paso a través de un montón de documentos en su despacho de la Prinz Albertstrasse.
– Buenas noches, herr Brigadeführer . ¿O debo decir buenos días?
– Son las dos de la madrugada. No creí que estuviese aún en la oficina.
– No hay descanso para el agotado. ¿En qué puedo servirle?
– Se trata del asunto Vogel. Conseguí convencer a un oficial de la sala de comunicaciones de la Abwehr de que colaborar con nosotros redundaba en su propio interés.
– Muy bien, general.
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