– ¿Le importa hablar de la guerra? -preguntó Jenny.
– Claro que no.
– Sus heridas…, ¿fueron graves?
– Lo bastante graves como para interrumpir en seco mis días de combate y proporcionarme un billete de vuelta a casa. -¿Dónde le hirieron?
– En la cabeza. Algún día, cuando te conozca mejor, me levantaré la cabellera y te enseñaré las cicatrices.
Ella le miró, sonriente;
– A mí me parece que su cabeza está muy bien.
– ¿Y qué quieres decir con eso, Jenny Colville?
– Quiero decir que es un hombre guapo. Y listo también. Puedo asegurarlo.
El viento llevó un mechón de pelo de Jenny sobre su rostro. con un movimiento de la mano; ella volvió a ponérselo bajo el gorro de lana.
– No llego a entender qué está haciendo en un lugar como Hampton Sands.
¡Así que la historia que explicaba su cobertura había despertado recelos en el pueblo!
– Necesitaba un sitio donde descansar y reponerme. Los Dogherty me invitaron a venir aquí y pasar con ellos la convalecencia y acepté su ofrecimiento.
– ¿Por qué no consigo creerme esa historia?
– Deberías creerla, Jenny. Es la verdad.
– Mi padre opina que es usted un criminal o un miembro IRA. Afirma que Sean era miembro del IRA.
– Jean, ¿de veras puedes imaginarte a Sean Dogherty como miembro del Ejército Republicano Irlandés? Además, tu padre tiene serios problemas propios.
El semblante de Jenny se oscureció. Dejó de andar y se encaró con Neumann.
– ¿Y eso qué se supone que significa?
Neumann temió haber ido demasiado lejos. Tal vez fuese mejor dar marcha atrás, recurrir a una excusa y cambiar de tema. Pero algo le hizo desear concluir lo que había empezado. Pensó: «¿Por qué voy a cerrar la boca y retirarme de esto?». Conocía la respuesta, naturalmente. Su propio padrastro había sido un bastardo bicho, siempre a punto para cruzarle la cara rápidamente de un bofetón o para soltarle un comentario cruel que le llenaba los ojos de lágrimas. Estaba seguro de que Jenny Colville había sufrido de su padre peores castigos físicos que él. Deseó decirle a la muchacha algo que la hiciese comprender que las cosas no siempre tenían por qué ser así. Deseó decirle que no estaba sola. Deseó ayudarla.
– Significa que tu padre bebe demasiado. -Neumann alargó la mano y le rozó la mejilla-. Y significa que tu padre maltrata a una jovencita guapa e inteligente que no ha hecho al mundo nada para merecer ese tratamiento.
– ¿Eso lo ha dicho en serio?
– ¿Decir en serio qué?
– Que soy guapa e inteligente. Es la primera vez que alguien lo dice.
– Claro que lo he dicho en serio.
Jenny le cogió la mano y avanzaron un poco más.
– ¿Tiene novia? -le preguntó la chica.
– No.
– ¿Por qué no?
Verdaderamente, ¿por qué no? La guerra. Era la respuesta fácil. En realidad, nunca dispuso de tiempo para tener novia. Su vida había sido una larga serie de obsesiones: la obsesión de perder su condición de inglés y convertirse en un buen alemán; la obsesión de llegar a campeón olímpico; la obsesión de ser el miembro más condecorado del Fallschirmjäger. Su última amante había sido una joven granjera francesa que vivía cerca del puesto de escucha. Se mostró cariñosa con Neumann cuando él necesitaba cariño desesperadamente y, durante meses, le permitía colarse por la puerta trasera de la casita de campo y compartir secretamente la cama con ella. Cuando cerraba los ojos, Neumann aún veía el cuerpo de la chica, levantándose hacia el suyo a la luz vacilante de la vela encendida en el dormitorio. La muchacha había prometido besarle en la cabeza todas las noches, hasta que se le curasen las heridas. Al final, Neumann se sintió abrumado por el sentimiento de culpa propio del ocupante invasor y rompió aquellas relaciones. Ahora temía lo que pudiera sucederle a la chica cuando terminase la guerra.
– Su cara se ha entristecido durante un momento -observó Jenny.
– Estaba pensando en algo.
– Yo diría que estaba pensando en alguien. Y, por la expresión de su cara, creo que ese alguien era una mujer.
– Eres una chica muy perspicaz.
– ¿Era bonita?
– Era francesa y una auténtica preciosidad.
– ¿Le rompió el corazón?
– Puede expresarse así.
– Pero usted la dejó.
– Sí, supongo que sí.
– ¿Por qué?
– Porque la quería demasiado.
– No lo entiendo.
– Lo entenderás algún día.
– ¿Y qué quiere decir con eso?
– Quiero decir que eres demasiado joven para andar por ahí con individuos como yo. Voy a dar por concluida mi carrera. Sugiero que vuelvas a casa y te pongas ropa limpia. Parece que te has pasado toda la noche en la playa y que has dormido vestida.
Se miraron de una forma que daba a entender que ambos sabían que era verdad. Jenny dio media vuelta, dispuesta a marcharse, y luego se detuvo. Le tuteó de pronto:
– Tú nunca me harías daño, ¿verdad, James?
– Claro que no.
– ¿Lo prometes?
– Lo prometo.
Jenny avanzó un paso y le besó en la boca, fugazmente, para en seguida volverse y alejarse corriendo por la arena. Neumann meneó la cabeza, después dio media vuelta y reanudó su carrera por la playa, en dirección opuesta.
Londres
Alfred Vicary tenía la sensación de estar hundiéndose en arenas movedizas. Cuanto más forcejeaba, más descendía. Cada vez que desenterraba una pista o descubría un nuevo indicio, más rezagado parecía quedarse. Empezaba a dudar de sus posibilidades de cazar espías alguna vez.
El origen de su desesperación eran un par de mensajes alemanes descodificados que habían llegado de Bletchley Park aquella mañana. El primero era de un agente alemán en Gran Bretaña que pedía a Berlín que procediese a efectuar tomas regulares. El segundo era de Hamburgo, dirigido a un agente alemán en Gran Bretaña, al que pedía que hiciera precisamente eso mismo. Era un desastre. La operación germana -fuera cual fuese- parecía estar cumpliéndose con éxito. Si el agente solicitaba un correo, resultaba lógico dar por supuesto que había robado algo. A Vicary le asaltó el temor de que, si alguna vez llegaba a ponerse a la altura de los espías, tal vez fuera demasiado tarde.
Se encendió la luz roja de encima de la puerta de Boothby. Vicary pulsó el timbre y aguardó. Transcurrió un minuto y la luz continuaba con su color rojo. Era propio de Boothby convocar a alguien a una reunión urgente y luego hacer esperar a su víctima.
»-¿Por qué no nos dijiste todo eso antes…?»
«-Pero si te lo dije, Alfred, viejo… Se lo dije a Boothby.»
Vicary volvió a tocar el timbre. ¿Era posible realmente que Boothby conociera la existencia de la red de Vogel y se lo hubiera ocultado? Eso carecía totalmente de lógica. A Vicary no se le ocurría más que una sola explicación posible. Boothby se había opuesto de una manera vehemente a que se asignara aquel caso a Vicary, postura que dejó clara desde el principio. Pero esa oposición de Boothby, ¿incluiría el intento activo de sabotear los esfuerzos de Vicary? Absolutamente posible. Si Vicary no era capaz de presentar unos resultados iniciales prometedores de una más o menos pronta resolución del caso, Boothby podría tener base para despedirle y dárselo a otra persona, a alguien en quien confiase: a un oficial de carrera, quizá, no a uno de aquellos nuevos reclutas que Boothby detestaba.
Por fin, la luz se tornó verde. Vicary cruzó la puerta de doble hoja y se prometió no volver a marcharse sin haber aclarado antes la atmósfera.
Boothby estaba sentado detrás de su mesa.
– Vamos con el asunto, Alfred.
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