Harry y el comisario contemplaron a Vicary mientras se alejaba cojeando colina abajo, hasta que desapareció engullido por la viscosa negrura. El comisario se volvió hacia Harry.
– Cielo santo, ¿cuál es su jodido problema?
Harry permaneció en Hyde Park hasta que se llevaron el cadáver. Lo que se produjo pasada la medianoche. Se trasladó luego en el coche de uno de los agentes de policía. Hubiera podido pedir un automóvil del departamento, pero no quería que el departamento supiese a donde iba. Se apeó del coche a escasa distancia del piso de Grace Clarendon y recorrió a pie el resto del camino. La mujer le había vuelto a dar la llave y Harry entró en el piso sin llamar. Grace siempre dormía como un chiquillo: boca abajo, extendidos los brazos y las piernas. Un pie muy blanco asomaba por debajo de la ropa de la cama. Harry se desvistió a oscuras e intentó meterse en la cama sin despertarla. Los muelles del colchón chirriaron bajo su peso. Grace se agitó, se dio media vuelta y le besó.
– Pensé que ibas a dejarme otra vez, Harry.
– No, lo que pasa es que ha sido una noche muy larga y muy sórdida.
Ella se incorporó apoyada en un codo.
– ¿Qué ha pasado?
Harry se lo contó. No había secretos entre ellos.
– Es posible que la matara el agente que estamos buscando. -Parece que has visto un fantasma.
– Fue horrible. Le descerrajaron un tiro en la cara. Es difícil olvidar una cosa como esa, Grace.
– ¿Puedo yo hacértelo olvidar?
Harry llegó deseando dormir. Estaba agotado y dar vueltas alrededorde un cadáver siempre le hacía sentirse sucio. Pero Grace empezó a besarle, muy despacio, al principio, y muy suavemente. Después le rogó que la ayudara a quitarse el floreado camisón de franela y a partir de ahí se desencadenó la locura. Grace le hacía el amor como una posesa, clavándole las uñas y arañándole el cuerpo, apretando como si tratase de extraer veneno de una herida. Y cuando la penetró, Grace se puso a llorar y a implorarle que no volviese a dejarla nunca más. Y luego, cuando ella dormía tendida junto a él, a Harry le asaltó el pensamiento más horrible de su vida. se sorprendió a sí mismo alimentando la esperanza de que el esposo de Grace no volviese de la guerra.
Londres
En la tarde del día siguiente se congregaron alrededor de un modelo a gran escala de Puerto Mulberry en una habitación secreta del 47 de Grosvenor Square: los oficiales estadounidenses y británicos destinados al proyecto, el jefe personal del estado mayor de Churchill, el general sir Hastings Ismay y un par de generales del estado mayor de Eisenhower, que permanecieron sentados tan rígidos y quietos que se les podía haber tomado por estatuas.
La reunión empezó con bastante cordialidad, pero al cabo de unos minutos los ánimos se exaltaron. Hubo acusaciones y contraacusaciones, imputaciones de distorsión y morosidad e incluso algunos insultos personales con arrepentimiento inmediato. «¡Los cálculos de construcción británicos fueron demasiado optimistas!…» «¡Ustedes, los norteamericanos son también demasiado impacientes, bueno, demasiado condenamente estadounidenses!» Todos convinieron en que aquello era culpa de la presión y volvieron a empezar desde el principio.
El resultado de la invasión dependía de tener o no tener los puertos artificiales emplazados en su sitio y en condiciones operativas inmediatamente después de la llegada de las primeras tropas. Pero faltaba poco más de tres meses para el Día D y el proyecto Mulberry se estaba quedando desesperanzadamente rezagado respecto al programa establecido. «Son los malditos Fénix», silabeó uno de los oficiales ingleses asignado a uno de los más conseguidos componentes del Mulberry.
Pero era cierto: las gigantescas estructuras de hormigón, espina dorsal del proyecto, se hallaban peligrosamente retrasadas. Eran tantos los problemas que el asunto hubiera resultado divertido de no ser tan altas las apuestas en juego. Se padecía una crítica insuficiencia de cemento y de hierro para las armazones y barras de refuerzo.
Se disponía de excesivamente escasos lugares para llevar a
cabo la obra y de ningún espacio en los puertos del sur de Inglaterra para anclar las unidades terminadas. Tampoco se contaba con el número necesario de obreros cualificados, y los disponibles para el trabajo estaban debilitados y mal nutridos por culpa de la falta de alimentos.
Era un desastre. Sin los cajones actuando como rompeolas, todo el proyecto Mulberry era irrealizable. Necesitaban a alguien que fuese a primera hora de la mañana a los emplazamientos donde se construían las estructuras para que emitiese un juicio realista y determinara si los Fénix podrían estar concluidos a tiempo, alguien que hubiera supervisado ya proyectos importantes y estuviera capacitado para diseñar modificaciones sobre el terreno una vez la obra estuviera en proceso de construcción.
Eligieron al antiguo ingeniero jefe de la Compañía de Puentes del Nordeste, el capitán de fragata Peter Jordan.
35
Londres
La muerte por disparo de arma de fuego cometida en Hyde Park cubrió las primeras ediciones de la prensa vespertina londinense. Todos los periódicos incluían citas de la capciosa declaración de la policía. Los investigadores presentaban el asesinato como un intento de robo que degeneró en homicidio; la policía buscaba a dos hombres que suponían oriundos de Europa oriental -muy probablemente polacos- a los que se había visto cerca del lugar del crimen poco antes de que se produjera. Harry incluso se había sacado de la manga una un tanto ambigua descripción de los sospechosos. Los periódicos lamentaban el escandaloso incremento de la violencia criminal que se experimentaba en el West End y que había llegado con la guerra. Los reportajes se complementaban con entrevistas a hombres y mujeres que en los últimos meses sufrieron agresiones físicas y robos por parte de bandas de refugiados transitorios, soldados borrachos y desertores.
Vicary sintió un ramalazo de culpabilidad al hojear los periódicos en su despacho a primera hora de la tarde. Creía que la palabra escrita era algo sagrado y mentir a la prensa y al público le creaba remordimientos. Su sensación de culpa no tardó en aliviarse. Era imposible decir la verdad: que Rose Morely podía muy bien haber sido asesinada por un espía alemán.
A media tarde, Harry Dalton y su equipo de colaboradores de la Policía Metropolitana había encajado ya las piezas de las últimas horas de la vida de Rose Morely. Harry estaba en el despacho de Vicary, con sus largas piernas descansando encima de la mesa, de forma que Vicary se veía obligado a contemplar el espectáculo de las gastadas suelas de los zapatos de Harry.
– Hemos entrevistado a la doncella de la casa del comandante Higgins -explicó Harry-. Dice que Rose salió a hacer la compra. La mayoría de las tardes regresaba antes de que los niños volvieran del colegio. El recibo que encontramos en la bolsa correspondía a una tienda de la calle Oxford, próxima a Tottenham Court Road.
Interrogamos al tendero. Se acordaba de la mujer. En realidad, se acordaba de todos los artículos que Rose había comprado. Dijo que ésta le contó que había tropezado con otra conocida, una criada como ella. Tomaron el té juntas en un bar de la acera de enfrente. Hablamos con la camarera del bar. Lo confirmó.
Vicary escuchaba atentamente, mientras se estudiaba las manos.
– La camarera dice que Rose cruzó Oxford Street y se puso en la cola de un autobús que iba hacia el oeste. Puse un hombre en todos los autobuses que pude. Hace cosa de media hora dimos con el cobrador del autobús en que viajó Rose. La recordaba muy bien. Dijo que Rose mantuvo una breve conversación con una mujer muy alta y muy atractiva que saltó del autobús precipitadamente. Dijo que cuando el autobús llegó a Marble Arch, la misma mujer muy alta y muy atractiva estaba esperando allí. Dijo que nos hubiera llamado por propia iniciativa, pero que los papeles explicaban que la policía contaba ya con sus sospechosos y que ninguno de ellos era una mujer muy alta y muy atractiva.
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