Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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Pasó al cuarto de baño y se desnudó frente al espejo. Era alta y estaba en plena forma; años de practicar la equitación y la caza habían hecho de ella una muchacha más fuerte que la mayoría de las mujeres y que muchos hombres. Era ancha de hombros y tenía unos brazos tersos y firmes como los de una estatua. Sus pechos, redondos y plenos, tenían la forma perfecta, y su estómago era liso y duro. Como les ocurrió a casi todos, estaba más delgada que antes de la guerra. Soltó la pinza que mantenía sujeto el pelo en un discreto moño monjil y dejó que la melena le cayese sobre el cuello, se desparramase sobre los hombros y le enmarcará el rostro. Tenía los ojos azul hielo -el color de los lagos de Prusia, había dicho su padre- y los pómulos eran anchos y prominentes, más germánicos que ingleses. La nariz era larga y elegante, la boca generosa, con un par de labios sensuales.

Pensó: «En general, todavía eres una mujer atractiva, Catherine Blake».

Al meterse en la bañera se sintió de súbito muy sola. Vogel la había puesto en guardia ya respecto a la soledad. Pero ella nunca imaginó que pudiera llegar a ser tan intensa. A veces, era realmente peor que el miedo. Pensó que tal vez sería mejor estar completamente sola, incomunicada en una isla desierta o en la cima de una montaña, que rodeada de personas a las que no podía tocar.

Desde aquel muchacho de Holanda, no se había permitido disfrutar de un amante. Echaba de menos a los hombres y echaba de menos el sexo, pero podía pasarse sin ambos. El deseo, como todas las emociones, era algo que podía conectar y desconectar como un interruptor de la luz. Además, tener un hombre era muy complicado con la tarea que ella realizaba. Los hombres tendían a ser obsesivos respecto a ella. Lo que menos le hacía falta era un novio perdidamente enamorado de su persona y que bucease en su vida pasada.

Catherine dio por terminado el baño y salió del agua. Se cepilló rápidamente la húmeda cabellera y se puso la bata. Entró en la cocina y abrió la puerta de la despensa. Los estantes estaban desoladoramente despoblados. La radiomaleta ocupaba el anaquel superior. La bajó y la trasladó al salón, cerca del ventanal, donde mejor era la recepción. Levantó la tapa y encendió el aparato.

Había otra razón por la que nunca la atraparon: Catherine se mantenía fuera de las ondas, sin transmitir. Cada semana encendía el aparato durante un lapso de diez minutos. Si Berlín tenía alguna orden que darle, se la enviarían entonces.

Durante cinco años no le llegó nada, no pudo oír más que el silbido de la atmósfera.

Sólo se puso en comunicación con Berlín una vez, la noche que siguió a aquella en la que asesinó a la mujer, en Suffolk, y asumió su nueva identidad. Beatrice Pymm. Pensó ahora en la mujer y no sintió remordimientos. Catherine era un soldado y en tiempo de guerra los soldados se ven obligados a matar. Además, aquel asesinato no fue gratuito. Era absolutamente necesario.

Un agente sólo podía introducirse en Gran Bretaña mediante dos formas: clandestinamente, descendiendo en paracaídas o desembarcando tras llegar en una pequeña embarcación; o abiertamente, como pasajero de un barco o de un avión. Cada uno de esos sistemas tenía sus pegas y fallos. Intentar colarse inadvertido en el país desde el aire o llegando a bordo de una barca era azaroso. Al agente podían localizarlo o podía resultar herido al caer; adiestrar a Catherine para que llegara a dominar el paracaidismo hubiese añadido unos meses más al ya interminable período de instrucción de la muchacha. El segundo sistema, entrar por medios legales, también entrañaba su propio peligro. El agente tendría que pasar el control de pasaportes. Quedarían registrados oficialmente la fecha y el puerto de entrada. Era indudable que cuando estalló la guerra, el MI-5 recurrió a esos archivos para rastrear y localizar espías. Si un extranjero había entrado en el país y no volvió a salir, el MI-5 fácilmente iba a dar por supuesto que se trataba de un agente alemán. Vogel ideó una solución: entrar en Gran Bretaña por barco y luego eliminar el registro de entrada por el procedimiento de borrar a la verdadera persona. Sencillo, salvo por un detalle, se precisaba un cadáver. Beatrice Pymm, al morir, se convirtió en Christa Kunt. El MI-5 nunca llegó a descubrir a Catherine porque jamás la buscaron. La entrada y salida de Christa Kunt respondía de ello. Los del MI-5 no tenían idea de que Catherine hubiera existido jamás.

Catherine se sirvió otra taza de té, se puso los auriculares y esperó.

Casi se derramó el té encima cuando, cinco minutos después, la radio cobró crepitante vida.

El operador de Hamburgo transmitió una ráfaga en clave.

Los radiotelegrafistas alemanes tienen fama de ser los más precisos del mundo. Y también los más rápidos. Catherine tuvo que esforzarse para mantenerse a la altura de las circunstancias. Cuando el operador de Hamburgo hubo terminado, le pidió que repitiera el mensaje.

El hombre lo hizo, más despacio.

Catherine acusó recibo y cortó.

Tardó unos minutos en encontrar el libro de claves y varios más en descodificar el mensaje. Al concluir se lo quedó mirando, incrédula.

Ejecuta cita alfa.

Por fin Kurt Vogel deseaba que se encontrase con otro agente.

8

Hampton Sands (Norfolk)

La lluvia caía sesgada sobre la costa de Norfolk mientras Sean Dogherty, cargado con las cinco jarras de aguada cerveza ale que se había metido entre pecho y espalda, trataba de subir a su bicicleta delante de la Hampton Arms. Lo consiguió al tercer intento y emprendió el regreso a casa. En tanto pedaleaba a ritmo sostenido, Dogherty apenas reparaba en el pueblo: un lugar realmente lúgubre, un puñado de casitas levantadas a lo largo de la única calle, la tienda de la aldea y la taberna de Hampton Arms. Desde 1938 no habían vuelto a pintar el letrero; como casi todo, la pintura estaba racionada. La iglesia de St. John se erguía en el extremo oriental de la población. Dogherty se santiguó inconscientemente al pasar por la verja del cementerio contiguo al templo y pedaleó por encima del puente de madera que cruzaba la ría. Instantes después, la aldea desapareció a sus espaldas.

Fue espesándose la oscuridad; a Dogherty le costaba Dios y ayuda mantener la verticalidad de la bicicleta en aquel camino sembrado de baches. Era un hombre menudo, en la cincuentena, de ojos verdes hundidos profundamente en la cara y descuidada barba grisácea. La nariz, torcida y fuera de su centro natural, se la habían roto más veces de las que quería molestarse en recordar, una en el curso de su breve carrera como peso semimedio en Dublín y varias más durante etílicas peleas callejeras. Llevaba impermeable y gorra de lana. El congelado aire le clavaba sus garras en la parte del rostro que quedaba al descubierto: era aire del mar del Norte, afilado como un cuchillo, embalsamado en los campos del hielo del Ártico y en los fiordos noruegos, por los que había discurrido antes de lanzarse al asalto de la costa de Norfolk.

Se abrió la cortina de lluvia y se dejó ver el panorama que ofrecía el terreno: amplios campos color esmeralda, llanuras ilimitadas de fango gris, marismas salinas cubiertas de hierbas y juncos. A la izquierda de Dogherty, una playa ancha y aparentemente infinita se alargaba siguiendo la orilla del agua. A su derecha, a media distancia, verdes colinas se fundían con la capa de nubes bajas.

Un par de gansos de Brent, inmigrados de Siberia para pasar el invierno, remontaron el vuelo en el pantano y planearon sobre las aguas, agitando suavemente las alas. Hábitat perfecto para numerosas especies de aves, la costa de Norfolk había sido en otro tiempo popular destino turístico. Pero la guerra convirtió la observación de aves en algo poco menos que imposible. La mayor parte de Norfolk era zona militar restringida y el racionamiento de combustible dejaba pocos ciudadanos con medios para recorrer aquel aislado rincón del país. Y aun en el caso de disponer de esos medios, a los visitantes les habría resultado difícil orientarse por allí. En la primavera de 1940, con la alta fiebre de invasión que padecía el país, el gobierno había eliminado todas las señales e indicaciones de carretera.

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