Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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– ¿Con este tiempo? -Jenny dejó que su fuerte acento de Norfolk matizara su tono y, con ello, recobró parte de su acostumbrado buen humor. A Mary le maravilló su capacidad de recuperación-. ¿Está zumbado, Mary?

– Siempre he sabido que eres una moza muy perspicaz. Anda, venga, quítate ya el resto de esas prendas empapadas.

Jenny se despojó de los pantalones y de la camiseta. Su tendencia a vestirse como un chico era incluso superior a la de las otras muchachas del campo. Su piel tenía la blancura de la leche y, en aquel momento, la carne de gallina. Tendría suerte si no pescaba un resfriado de cuidado. Mary la ayudó a ponerse la bata y la envolvió en ella, apretándosela contra el cuerpo.

– Bueno, ¿no está mejor así?

– Sí, gracias, Mary. -Jenny volvió a echarse a llorar-. No sé qué haría sin ti.

Mary atrajo a Jenny hacia sí.

– Nunca estarás sin mí, Jenny. Te lo prometo.

Jenny se acomodó en una vieja silla, cerca del fuego, y se cubrió con una manta mohosa. Puso los pies debajo el cuerpo y, al cabo de un momento dejó de tiritar y se sintió caliente y segura. Ante el hornillo, Mary canturreaba suavemente para sí.

Instantes después, el guiso rompió a hervir y llenó la casa de un olor maravilloso. Jenny cerró los párpados y su cansado cerebro fue saltando de una sensación agradable a otra: el cálido olor del estofado de cordero, el calor de la lumbre, la emocionante dulzura de la voz de Mary. El viento y la lluvia azotaban el cristal de la ventana, junto a su cabeza. La tormenta incrementó la felicidad que representaba encontrarse a salvo en una casa pacífica. La muchacha deseó que su vida fuera siempre como en aquel momento.

Instantes después, Mary le llevó una bandeja con un cuenco de estofado, un pedazo de pan y una humeante taza de té.

– Incorpórate, Jenny -dijo, pero no hubo respuesta. Mary dejó la bandeja, arropó a la chica con otro edredón y la dejó dormir.

Mary leía junto al fuego cuando entró Dogherty en la casita. La mujer le observó en silencio mientras él avanzaba por la estancia. El hombre señaló la silla donde Jenny dormía y preguntó:

– ¿Por qué está aquí? ¿Su padre la sacudió otra vez?

– Chisssst -siseó Mary-. Vas a despertarla.

La mujer se levantó y le condujo a la cocina. Le preparó la mesa y Dogherty se sirvió una taza de té y tomó asiento.

– Lo que Martin Colville necesita es una dosis de su propia medicina. Y yo soy precisamente el hombre que va a administrársela.

– Por favor, Sean… Tiene la mitad de tus años y el doble de tu talla.

– ¿Y eso qué se supone que significa?

– Significa que puedes resultar lastimado. Lo último que necesitamos ahora es atraer la atención de la policía por una pelea estúpida. Vamos, cena de una vez y estáte calladito. No despiertes a la chica.

Dogherty obedeció y se dispuso a comer. Tomó una cucharada del guiso y esbozó una mueca.

– ¡Cielos! Esta comida está helada.

– Si hubieses llegado a casa a una hora decente, no lo estaría. ¿Dónde estuviste?

Sin levantar la cabeza del plato, Dogherty disparó a Mary una mirada gélida a través de las pestañas entrecerradas.

– Estaba en el granero -dijo fríamente.

– ¿Con la radio, esperando instrucciones de Berlín? -susurró Mary, sarcástica.

– Luego, mujer -rezongó Sean.

– ¿No comprendes que estás perdiendo el tiempo ahí? Y poniendo en peligro tu cuello y el mío.

– ¡He dicho que luego, mujer!

– ¡Viejo cabrito estúpido!

– ¡Basta ya, Mary!

– Puede que algún día los muchachos de Berlín te encarguen una misión de verdad. Entonces te desembarazarás de todo el odio que llevas dentro y podremos seguir adelante con lo que quede de nuestras vidas. -Mary se puso en pie y le miró, al tiempo que meneaba la cabeza-. Estoy cansada, Sean. Me voy a la cama. Echa un poco de leña al fuego para que Jenny conserve el calor. Y no hagas nada que pueda despertarla. Ésta ha sido una noche de perros para ella.

Mary subió la escalera, entró en el dormitorio y cerró la puerta a su espalda. Cuando hubo desaparecido, Dogherty se acercó al aparador y sacó una botella de Bushmills. El whisky era auténtico oro en aquellas fechas, pero se trataba de una noche especial y Dogherty se sirvió una generosa ración.

– Quizá los muchachos de Berlín hagan justamente eso, Mary Dogherty -dijo, mientras alzaba el vaso en silencioso brindis-. A decir verdad, es posible que ya lo hayan hecho.

9

Londres

Lo cierto era que, para conseguir un trabajo en el servicio de la información militar, durante la Primera Guerra Mundial, Alfred Vicary ya se había implicado en el juego del engaño. Tenía entonces veintiún años y estaba a punto de acabar sus estudios en Cambridge, mientras Inglaterra, convencida de que corría el peligro de irse a pique, necesitaba a cuantos buenos elementos pudiera echar mano. Vicary no quería saber nada de la infantería. Estaba impuesto lo suficiente en historia como para comprender que en ese arma no existía gloria alguna, sólo brindaba tedio, sufrimiento y, con mucha probabilidad, muerte o heridas graves.

Su mejor amigo, un inteligente estudiante de filosofía llamado Brendan Evans, dio con la solución perfecta. Brendan se había enterado de que el ejército estaba creando algo que respondía al nombre de Cuerpo de Inteligencia. Los únicos requisitos que se precisaban para ingresar en tal organismo eran hablar francés y alemán con fluidez, haber viajado ampliamente por Europa, saber conducir y reparar motocicletas y tener una vista perfecta. Brendan se había puesto en contacto con la Oficina de Guerra y concertó sendas citas para la mañana siguiente.

Vicary se sintió bastante desanimado; no cumplía los requisitos exigidos. Su alemán era fluido, aunque monótono, hablaba francés pasablemente y había recorrido Europa in extenso, incluido el interior de Alemania. Pero no tenía idea de conducir motocicletas -realmente, aquellos armatostes le ponían los nervios de punta-y su vista era atroz.

Brendan Evans era todo lo que no era Vicary: alto, rubio, bien parecido, asombrosamente apuesto, poseía un enorme afán de aventuras y tenía a su disposición todas las mujeres a las que fuese capaz de atender. Ambos, Brendan y Vicary, contaban con un rasgo común: una memoria colosal.

Vicary concibió su plan.

Aquel atardecer, durante el fresco crepúsculo de agosto, Brendan le enseñó a montar en moto sobre un tramo de carretera desierto, en los Fens. En varias ocasiones Vicary estuvo en un tris de pegarse un trastazo que acabara con la vida de ambos, pero al final de la sesión nocturna, mientras el motor rugía por los caminos, Vicary vivía ya una temeridad y unas emociones que no había experimentado nunca. A la mañana siguiente, durante el trayecto en tren de Cambridge a Londres, Brendan le instruyó sin tregua acerca de la anatomía de las motocicletas.

Cuando llegaron a Londres, Brendan entró en la Oficina de Guerra, en tanto Vicary aguardaba fuera, bajo el cálido sol. Brendan salió al cabo de una hora, con una amplia sonrisa en el semblante.

– Ya estoy dentro -anunció-. Ahora te toca a ti. Escucha con atención.

Procedió a repetirle de cabo a rabo todas y cada una de las pruebas oftalmológicas, incluidos los desesperanzadamente minúsculos caracteres de la última línea.

Vicary se quitó las gafas, se las entregó a Brendan y entró como un ciego en el oscuro e imponente edificio. Pasó la prueba con éxito: sólo cometió un error al confundir una B por una D, pero aquello fue culpa de Brendan, no de él. A Vicary le asignaron destino de inmediato, como alférez en la sección motociclista del Cuerpo de Inteligencia. Le entregaron un vale por el uniforme y equipo y le ordenaron que se cortase el pelo, que durante el verano le había crecido y se le había rizado. Al día siguiente le indicaron que se presentase en el Puesto de Euston y recogiera su motocicleta, un flamante modelo de Rudge, refulgente y embalada en un cajón de madera. Una semana después, Brendan y Vicary subían a bordo de un transporte naval de tropas y zarpaban, con sus motocicletas, rumbo a Francia.

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