Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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Más que cualquier otro residente de Norfolk, Sean Dogherty tomó oportuna y puntual nota de tales detalles. En 1940 la Abwehr le había reclutado como espía, asignándole el nombre en clave de Esmeralda.

La casita apareció a lo tejos; el humo se elevaba perezosamente, tras salir por la chimenea, para dejar luego que el viento lo hiciese jirones y lo dispersase por encima del amplio prado. Era la granja de un pequeño agricultor que trabajaba unas tierras de alquiler, pero que proporcionaban unos ingresos con los que se podía subsistir bien: un pequeño rebaño de ovejas que daban carne y lana, aves de corral, un huertecillo en el que cultivar verduras y hortalizas, que en aquellos días alcanzaban buenos precios en el mercado. Dogherty poseía incluso una vieja y destartalada camioneta y en ella transportaba artículos de las granjas vecinas al mercado de King's Lynn. Como consecuencia, tenía estipulado un cupo de combustible agrícola, cuya cantidad era superior a la que recibían los ciudadanos corrientes.

Torció por el camino de entrada a la granja, se apeó y empujó la bicicleta por el irregular camino en dirección al granero. Oyó en las alturas el zumbido de los bombarderos Lancaster que despegaban de sus bases de Norfolk. Recordó la época en que los aparatos volaban procedentes de la otra dirección: los pesados Heinkel de la Luttwaffe que cruzaban el mar del Norte rumbo a los centros fabriles de Birmingham y Manchester. Los aliados habían impuesto ahora su supremacía en los cielos y los Heinkel raramente se aventuraban a volar sobre Norfolk.

Levantó la cabeza y vio entreabiertos los visillos de la cocina; vio también, borrosamente, a través de los cristales surcados por las rayas del agua de la lluvia, la cara de Mary. «Esta noche, no, Mary -pensó, apartados deliberadamente los ojos-. Por favor, otra vez esta noche, no.»

A la Abwehr no le costó mucho esfuerzo convencer a Sean Dogherty para que traicionase a Inglaterra y se pusiera a trabajar para la Alemania nazi. En 1921, los británicos habían arrestado y ahorcado a su hermano mayor, Daniel, por capitanear una columna móvil del IRA, el Ejército Republicano Irlandés.

Dentro del granero, Dogherty abrió un armario de herramientas y sacó el maletín de la Abwehr en el que guardaba su transmisor-receptor, el cuaderno de claves, un bloc de notas y un lapicero. Encendió la radio y fumó un cigarrillo mientras esperaba. Las instrucciones que tenía eran simples: encender el aparato una vez a la semana y permanecer atento a las posibles instrucciones de Hamburgo. Habían transcurrido más de tres años desde la última vez que la Abwehr le pidió que hiciera algo. Sin embargo, Dogherty encendía diligentemente su radio a la hora indicada y aguardaba órdenes durante diez minutos.

Cuando faltaban dos minutos para que se cumpliera el tiempo establecido, Dogherty colocó de nuevo el libro de claves y el cuaderno de notas en el armario. Un minuto después, alargó la mano hacia el interruptor. Estaba a punto de desconectar la radio cuando ésta cobró vida repentinamente. Dogherty tomó el lápiz y el cuaderno de notas y escribió frenéticamente, hasta que el aparato se quedó silencioso. Rápidamente, acusó recibo y cortó la comunicación.

A Dogherty le llevó varios minutos descifrar el mensaje.

Cuando concluyó, no podía dar crédito a sus ojos.

Ejecuta procedimiento de recepción uno.

Los alemanes deseaban que alojase a un agente.

Había pasado un cuarto de hora desde que Mary Dogherty, de pie en la ventana de la cocina, vio a su marido entrar en el granero. Se preguntaba qué podía entretenerle tanto tiempo. Si no se presentaba en seguida iba a enfriársele la cena. Se secó las manos con el delantal y llevó un tazón de té humeante ante la ventana. Había arreciado la lluvia, el viento azotaba furioso la costa del mar del Norte.

La mujer pensó: «Una noche espantosa para estar fuera, Sean Dogherty».

Sostuvo el desportillado tazón de porcelana en el hueco de ambas manos y dejó que el vapor que despedía el té le calentase la cara. Sabía lo que Sean estaba haciendo en el establo: comunicarse por radio con los alemanes.

A Mary no le quedaba más remedio que reconocer que espiar para los nazis había rejuvenecido a Sean. En la primavera de 1940 llevó a cabo reconocimientos de amplios sectores de la región rural de Norfolk. Asombrada, Mary vio cómo parecía animarse y cobrar vida a causa de las misiones: recorría en bicicleta diariamente kilómetros y kilómetros, buscaba señales de actividad militar, tomaba fotografías de las defensas costeras. Pasaba la información a un contacto de la Abwehr en Londres, que a su vez la enviaba a Berlín. Sean creía que aquello era muy peligroso y disfrutaba de cada segundo de ello.

Mary lo odiaba. Temía que pudieran atrapar a Sean. Todo el mundo andaba a la búsqueda de espías; era una obsesión nacional. Un desliz, un error y arrestarían a Sean. La Ley de Traición de 1940 preceptuaba una sola sentencia para el espía: la ejecución. Mary había leído en la prensa cosas acerca de los espías -los ahorcamientos que tuvieron lugar en Wandsworth y Pentonville- y cada una de esas noticias lanzaba una corriente de hielo a lo largo de sus venas. Un día, le aterraba pensarlo, iba a leer la ejecución de Sean.

La lluvia aún acrecentaba su furia y el viento sacudía con tal violencia la parte lateral de la casita que Mary temió que la derribase. Pensó en lo que sería vivir sola en una granja vieja y en ruinas; una existencia miserable. Se estremeció, se apartó de la ventana y se acercó a la lumbre.

Quizá todo hubiera sido distinto de haber podido darle hijos a Sean. Expulsó de su cabeza la idea; ya se había amargado la vida innecesariamente demasiado tiempo. Era inútil desenterrar cuestiones acerca de las cuales no podía hacerse nada. Sean era como era y nada de lo que ella pudiera hacer iba a cambiarle.

«Sean -pensó Mary-, ¿qué diablos ha sido de ti?»

Los fuertes golpes que bruscamente sacudieron la puerta asustaron a Mary, provocando el que se derramara un poco de té sobre el delantal. Dejó el tazón en la ventana y corrió hacia la puerta, dispuesta a pegarle un grito a Sean por haber salido de casa sin llevar llave. Pero al abrir la puerta se encontró con la figura de Jenny Colville, una muchacha que vivía en la otra parte del pueblo. Estaba de pie bajo la lluvia, con un reluciente impermeable sobre los huesudos hombros. Iba sin sombrero y el pelo, largo hasta llegarle a los hombros, se aplastaba contra la cabeza y enmarcaba un rostro que puede que algún día hubiera sido muy bonito, pero que en aquel momento tenía un aspecto horrible.

Mary comprendió que la chica había estado llorando.

– ¿Qué ha ocurrido, Jenny? ¿Te ha vuelto a pegar tu padre? ¿Ha estado bebiendo?

Jenny asintió con la cabeza y estalló en lágrimas.

– Entra, anda, no sigas bajo ese aguacero -dijo Mary-. Te morirás de frío andando por ahí en una noche como esta.

Mientras Jenny entraba, Mary echó un vistazo hacia la parte delantera del huerto, buscando la bicicleta de la joven. No estaba allí; Jenny había ido andando desde la casa de Colville, más de kilómetro y medio.

Mary cerró la puerta.

– Quítate esas ropas. Están empapadas. Te traeré una bata para que te la pongas mientras se secan.

Mary subió al dormitorio. Jenny hizo lo que le había dicho. Agotada, se desprendió del impermeable y lo dejó caer de los hombros al suelo. Después se quitó el grueso jersey de lana y lo soltó también sobre el piso, junto al impermeable.

– Líbrate de esa ropa húmeda que aún llevas puesta, jovencita -indicó Mary, con cierto tono de enojo burlón en la voz. -¿Pero y si me ve Sean?

– Una de sus benditas cercas se ha roto y Sean ha salido a repararla -mintió Mary.

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