En las provincias rusas, todo coche es un taxi en potencia; la mayoría de los conductores están dispuestos a alquilarse sin pensárselo dos veces, y éste no era una excepción. El conductor del Lada viró bruscamente hacia ellos levantando un remolino de nieve sucia y, mientras giraba, bajó la ventanilla. Parecía un hombre bastante res- petable, bien abrigado para protegerse del frío, un maestro de escuela, tal vez, un oficinista. Unos ojos débiles parpadeaban bajo unas gafas de montura gruesa.
—¿Van al auditorio?
—Necesitamos un favor, ciudadano, llévenos a la estación —dijo Kelso—. Diez dólares americanos si llegamos a tiempo para el tren a Moscú—. Abrió la puerta del pasajero sin esperar la respuesta y echó el asiento hacia adelante; de un empujón metió a O’Brian en la parte de atrás, y de repente vio que ésa era su oportunidad, porque el ruso, cogido por sorpresa, se había quedado algo rezagado y avanzaba con dificultad por la nieve con la maleta.
—¡Camarada! —gritó.
Kelso no vaciló. Echó el asiento hacia atrás y subió al coche cerrando de un portazo.
—¿No quiere…? —comenzó el conductor, mirando por el espejo retrovisor.
—No —dijo Kelso—. Adelante.
El Lada se alejó derrapando y Kelso se volvió para mirar. El ruso había dejado la maleta en el suelo y los observaba con aire perplejo, una figura perdida en el amplio paisaje de la ciudad desconocida. Su silueta se fue haciendo cada vez más pequeña y desapareció en la noche y la nieve.
—Lo siento, pero me da pena el muy cabrón —dijo O’Brian, pero Kelso lo único que sentía era alivio.
—La gratitud —dijo, citando a Stalin— es una enfermedad de los perros.
La estación de ferrocarril de Arcángel estaba situada en el lado norte de una gran plaza, enfrente de una hilera de bloques de apartamentos y de abedules sacudidos por el viento. O’Brian le arrojó un billete de diez dólares al conductor del Lada, y él y Kelso se precipitaron a la oscura terminal. Siete taquillas de madera y con visillos en las ventanas, cinco de ellas cerradas; una larga cola delante de las dos taquillas abiertas; un crío que berreaba. Estudiantes, mochileros, soldados, gente de todas las edades y razas, familias enteras con su equipaje de fabricación casera —grandes cajas de cartón atadas con cordel—, niños corriendo por todas partes, patinando y resbalando en la nieve sucia y derretida.
O’Brian se abrió camino a codazos hasta el extremo de la cola más próxima, repartiendo dólares, haciéndose el occidental:
—Lo siento, señora. Disculpe, permiso, lo siento, tengo que coger este tren…
A Kelso le pareció que una fortuna cambiaba de manos: trescientos, cuatrocientos dólares, murmullos de la gente, y un minuto después O’Brian regresaba agitando dos billetes. Juntos subieron a la carrera la escalera que llevaba al andén.
Si los iban a detener, ése era el lugar. Al menos una docena de hombres de la Milicia, todos con sus gorras echadas hacia atrás como soldados del Ejército Imperial de la Gran Guerra. Observaron cómo Kelso y O’Brian atravesaban la estación, pero su gesto no era otra cosa que la franca mirada de asombro que todos los extranjeros recibían en esa parte de Rusia. No hicieron ademán de detenerlos.
Tampoco habían lanzado la alerta. Quienquiera que dirija este espectáculo, pensó Kelso cuando volvieron a salir al aire libre, debe de estar convencido de que ya estamos muertos…
Empezaban a cerrar las puertas del interminable tren, de unos cuatrocientos metros de largo. Unas débiles lámparas amarillas, la nieve que caía, parejas de enamorados despidiéndose con un abrazo, oficiales del ejército que iban y venían con sus maletines baratos; Kelso sintió que habían retrocedido setenta años en el tiempo, que se hallaban dentro de un tableau vivant de los días de la Revolución. Si hasta la gigantesca locomotora tenía aún la hoz y el martillo soldados en un costado. Encontraron el coche que les correspondía —tres vagones antes de llegar a la máquina— y Kelso sostuvo la puerta abierta mientras O’Brian corría por el andén hacia una de las babushkas que vendía comida para el viaje. La mujer tenía en la mejilla una verruga del tamaño de una avellana. O’Brian todavía estaba llenándose los bolsillos cuando sonó el silbato.
El tren se alejó con una lentitud tal que al principio no fue sencillo saber si de verdad se movía. La gente acompañaba su partida a lo largo del andén y agitaban pañuelos. Otros se daban la mano por las ventanillas abiertas. Kelso tuvo una repentina imagen de Anna Safanova en esa estación, casi cincuenta años antes —«Beso las queridas mejillas de mamá, le digo adiós, digo adiós a la infancia»— y toda la tristeza y piedad de la escena lo embargaron por primera vez. La gente que aún quedaba en el andén empezó a correr. Kelso estiró la mano para ayudar a subir a O’Brian. El tren dio una sacudida. La estación se perdió de vista.
Recorrieron como pudieron el estrecho pasillo alfombrado de azul hasta que encontraron su compartimiento: uno entre ocho, en la mitad del coche. O’Brian abrió la puerta corredera de madera y entraron.
No estaba tan mal. Un millón de rublos per capita fue lo que tuvieron que pagar por dos polvorientos bancos color púrpura, uno frente al otro, una sábana de nailon blanca, una colchoneta y una almohada plegadas en cada banco; muchos paneles de imitación madera, lámparas individuales con pantalla verde, una pequeña mesa plegable, intimidad. Por la ventana se veían los postes del puente de hierro, pero una vez cruzaron el río les fue imposible ver a través de la ventisca otra cosa que su propia imagen devolviéndoles la mirada: demacrados, empapados, sin afeitar. O’Brian corrió las cortinas amarillas, abrió la mesa y dispuso la comida —una hogaza de pan algo sucia, pescado seco, una salchicha, bolsitas de té— mientras Kelso iba a buscar agua caliente.
Un samovar ennegrecido por el tiempo estaba en el otro extremo del pasillo, frente al cubículo de provodnik , la revisora responsable de ese coche: una mujer corpulenta con uniforme azul grisáceo, y seria como el guardián de un campamento. La provodnik había colocado estratégicamente un pequeño espejo para controlar a todo el mundo sin moverse de su silla. Kelso vio cómo lo miraba cuando se detuvo a estudiar el horario enganchado a la pared. Los esperaba un viaje de más de veinte horas y trece paradas, sin contar Moscú, adonde llegarían poco después de las cuatro de la tarde.
Veinte horas.
¿Qué posibilidades tenían de resistir tanto tiempo? Trató de calcularlas. A más tardar a media mañana, en Moscú sabrían que la operación en el bosque había fracasado. En consecuencia, se verían obligados a detener y registrar el único tren que salía de Arcángel. Tal vez lo más prudente era que O’Brian y él bajaran en una de , las paradas anteriores —Sokol, tal vez, adonde llegarían a las siete de la mañana, o, mejor todavía, en Vologda, r una ciudad grande—. Bajarse del tren en Vologda, ir a un hotel, llamar a la embajada de Estados Unidos…
Oyó a sus espaldas abrirse una puerta corredera; un ejecutivo vestido de traje azul muy elegante salió de su compartimiento y se dirigió al lavabo. Su aspecto cuidado hizo que Kelso tomara conciencia de su extraña pinta —pesada chaqueta impermeable, botas de goma— y siguió andando por el pasillo. Lo mejor era ocultarse todo lo posible. Le pidió un par de tazas de plástico a la adusta revisora, las llenó de agua caliente y, tambaleándose, regresó a las literas.
Se sentaron uno frente al otro, masticando a con— ciencia el pan seco y la comida algo pasada.
Kelso dijo que creía que les convenía dejar el tren antes de llegar a Moscú. —¿Por qué?
Читать дальше