Se dirigían hacia el noroeste y el frío los azuzaba desde todos lados —un viento siberiano a sus espaldas, el agua helada bajo los pies, el aire que les daba en plena cara—. O’Brian se volvió monosilábico, inconsolable. Había una luz encendida en la proa, y Kelso se descubrió concentrado en la estela amarilla y en el agua turbia y viscosa cuando empezó a solidificarse.
Al cabo de media hora empezó otra vez a nevar, unos copos enormes y luminosos atravesaron la oscuridad como ceniza caída del cielo. De vez en cuando algo chocaba con el casco, y Kelso divisó trozos de hielo a la deriva. Era como si el invierno se aferrara a ellos, resuelto a no dejarlos escapar, y Kelso se preguntó si el miedo era la razón del silencio del ruso. Los asesinos pueden tener miedo, como cualquiera, y tal vez más que cualquiera. Stalin vivió la mitad de su vida sumido en un estado de terror: le daban miedo los aviones, visitar el frente, no comía carne a menos que alguien la probara antes para ver si estaba envenenada, cambiaba continuamente de guardias, de itinerario, de cama; cuando se ha asesinado a tantos, se sabe mejor que nadie cuan fácil y sorpresivamente puede llegar la muerte. Y aquí, para ellos, podía llegar en cualquier momento, pensó Kelso. Podían tropezar con una barrera de hielo y el agua detrás de ellos podía congelarse, con lo cual quedarían atrapados; la corteza de hielo podía ser demasiado delgada para cruzarla a gatas, y morirían allí, cubiertos, por pura decencia, con una mortaja de nieve.
Se preguntó qué pensaría la gente. ¿Qué diría Margaret cuando se enterara de que el cadáver de su ex marido había aparecido en un bosque a casi mil quinientos kilómetros de Moscú? ¿Y sus hijos? Le importaba lo que pensaran: no iba a echar de menos muchas cosas, pero echaría de menos a sus hijos. Tal vez debería dejarles una nota de despedida redactada a toda prisa, unas palabras heroicas como las que escribió el capitán Scott en la Antártida: «Estas improvisadas notas y nuestros cuerpos muertos deberán contar la historia…»
Pensó que a lo mejor morir le daba menos miedo que el que siempre había pensado, cosa que lo sorprendió, pues tenía poco valor físico y ninguna fe religiosa. Pero un hombre tendría que ser un bicho raro —¿verdad?— para pasarse una vida entera estudiando historia in adquirir al menos cierta perspectiva sobre su propia moral. Tal vez por eso había dedicado tantos años a escribir sobre la muerte. Nunca lo había considerado desde ese ángulo.
Intentó imaginar su necrológica: «Nunca logró realizar su temprana promesa… nunca publicó la importante obra de erudición de la cual una vez se lo consideró capaz… es posible que nunca se aclaren las extrañas circunstancias de su muerte prematura…» Los artículos en su memoria serían todos iguales y él conocía a todos y cada uno de sus mezquinos y oportunistas autores.
El ruso aceleró a fondo y Kelso lo oyó mascullar entre dientes.
Pasó otra media hora.
Kelso tenía los ojos cerrados y fue O’Brian el primero que vio las luces. Le dio un codazo y las señaló, y, tras un par de segundos, él también las vio: altas torres de señalización sobre chimeneas y grúas de la gran fábrica de pulpa de madera que se alzaba en el cabo, en las afueras de la ciudad. Pronto empezaron a aparecer más luces en la oscuridad que se extendía a ambas orillas del río, y, más adelante, el cielo de la noche se volvió levemente más pálido. ¿Llegarían, después de todo lo sucedido?
Kelso tenía la cara congelada y le resultaba difícil hablar.
—¿Tienes el plano de Arcángel? —preguntó.
O’Brian, rígido, se volvió. Parecía una estatua blanca de mármol que recuperase la vida y, cuando se movió, trocitos de nieve solidificada se partieron y cayeron de su chaqueta al fondo de la barca. Sacó el plano de la ciudad del bolsillo interior y Kelso se inclinó sobre el delgado listón que servía de asiento; cayó sobre las manos y las rodillas y se arrastró con torpeza hacia la proa. Acercó el plano a la luz. Al entrar en la ciudad, el Dvina se ensanchaba; un par de islas lo dividían en tres canales. Tenían que seguir el canal del norte.
Eran las ocho menos cuarto.
Kelso regresó a la popa y consiguió gritar:
—¡Camarada! —Con la mano señaló a estribor.
El ruso no dio señales de haber comprendido, pero, un minuto más tarde, cuando la oscura masa de la isla emergió de la nieve, enfiló hacia el norte y poco después Kelso divisó una boya oxidada y, más allá, una línea de luces en el cielo.
Ahuecó las manos y gritó al oído de O’Brian:
—El puente —dijo. O’Brian se quitó la capucha y lo miró con los ojos entrecerrados—. El puente —repitió Kelso—. El mismo por el que pasamos esta mañana.
Muy pronto pasaron por debajo del puente: un puente doble, mitad vía ferroviaria, mitad carretera, una pesada obra de hierro con estalactitas de hielo, un fuerte olor a aguas residuales y sustancias químicas, y arriba de todo el estruendo del tráfico. Cuando volvió a mirar, vio las luces del tráfico que se movían lentamente por la nieve.
La forma familiar de la comandancia del puerto apareció delante de ellos a estribor; había unas barcas amarradas al muelle. Chocaron contra una invisible y gruesa capa de hielo y Kelso y O’Brian salieron despedidos hacia adelante. El motor se detuvo. El ruso volvió a arrancar y dio marcha atrás hasta encontrar un canal que un barco más grande debió de abrir un poco antes esa misma noche. Aún había hielo, pero era más delgado, y se abrió mientras la proa se hundía en él. Kelso se volvió y miró al ruso. Estaba de pie ahora, mirando atentamente el oscuro corredor, la mano siempre en la barra del timón, llevándolos a puerto. Bordearon el muelle y el ruso dio marcha atrás otra vez, a la vez que reducía la velocidad hasta detenerse. Paró el motor y saltó con agilidad al muelle de madera, con un trozo de cuerda en la mano.
O’Brian fue el primero en saltar a tierra; Kelso lo siguió. Dieron unas patadas en el suelo y se sacudieron la nieve, tratando de infundir nueva vida a sus extremidades dormidas. O’Brian empezó a decir algo sobre un hotel, y sobre la conveniencia o no de llamar a la oficina, pero Kelso lo cortó en seco.
—Nada de hoteles, ¿me oyes? Nada de oficina. Y olvídate del reportaje. Nos largamos de aquí.
Faltaban trece minutos para que saliera el tren.
—¿Y el ruso?
O’Brian señaló al ruso con la cabeza: muy tranquilo, con la maleta en la mano, el camarada los observaba. Parecía extrañamente desamparado, vulnerable incluso, ahora que estaba fuera de su territorio. Obviamente, esperaba que lo llevaran con ellos.
—Por Dios bendito —murmuró Kelso. Tenía el plano abierto. No sabía qué hacer—. Vámonos y ya pensaremos algo por el camino. — Echó a caminar por el muelle hacia la orilla. O’Brian se apresuró a seguirlo.
—¿Todavía tienes el cuaderno?
Kelso se dio unos golpecitos en la pechera de la chaqueta.
—¿Crees que lleva un revólver? —dijo O’Brian, mirando hacia atrás —. Mierda, nos sigue.
El ruso los seguía a unos doce pasos, cauteloso y asustado como un perro perdido. Al parecer, se había olvidado el fusil en la barca. ¿Con qué va armado, entonces?, se preguntó Kelso. ¿El cuchillo? Estiró lo más que pudo su pierna rígida.
—Pero no podemos dejarlo así tirado…
—Sí, sí, claro que podemos —dijo Kelso, que en ese momento se dio cuenta de que O’Brian no sabía lo que le había ocurrido a la pareja de noruegos ni a ninguno de los otros—. Te lo explicaré más tarde. Sólo te pido que me creas, no lo necesitamos para nada cerca de nosotros, ni aquí ni en ninguna parte.
Ya casi habían salido del embarcadero y estaban llegando al gran aparcamiento para autobuses delante del edificio de la comandancia del puerto, una inhóspita extensión de nieve, unas cuantas tristes lámparas de sodio color naranja que iluminaban los copos que se arremolinaban, y ni un alma a la vista. La estación estaba a un kilómetro y medio de allí, como mínimo, y nunca llegarían a tiempo, no a pie. Kelso miró en derredor. Un Lada de los de siempre, cuadrado y color arena, salpicado de barro y de basura del camino, apareció lentamente por la calle que tenían a su derecha, y Kelso corrió hacia él, agitando las manos.
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