Robert Harris - El hijo de Stalin

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El hijo de Stalin: краткое содержание, описание и аннотация

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Rusia zozobra en el caos y muchos añoran un nuevo Stalin, alguien capaz de poner orden con mano dura e implacable. ¿Puede existir en la actualidad un personaje así? ¿Tal vez alguien por cuyas venas corra la misma sangre del dictador? Esta espeluznante hipótesis parece cobrar consistencia cuando Kelso, un profesor de Oxford, visita Moscú invitado a un congreso del gobierno y tiene noticia de dos hechos que podrían cambiar el curso de la historia: en algún lugar se oculta su hijo bastardo. Kelso emprende una peligrosa investigación a lo largo de cuatro días de pesadilla que le llevarán al centro de una verdad casi inimaginable… Obra maestra de su género,
es un vibrante y descarnado thriller político. Su inquietante trama da lugar a la reflexión y su fuerza narrativa cautiva desde la primera página.

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El tiempo parecía ir más despacio, como el tren. Una cuadrilla de peones vestidos con anoraks acolchados, apoyados en sus piquetas y palas, los saludaron levantando sus puños enguantados. El vagón se oscureció al entrar en el andén. Se oía música, muy débil, por encima del ruido metálico de los frenos: el viejo himno nacional soviético…

¡Partido de Lenin!

¡Partido de Stalin!

… y una pequeña banda con uniforme azul claro pasó por la ventana.

El tren se detuvo con un suspiro de frenos neumáticos y Kelso vio el cartel: VOLOGDA. Gente alborozada y vitoreando en el andén. Gente que corría. Abrió la puerta del vagón, y allí, frente a él, estaba el ruso, aún vestido con el uniforme de su padre, dormido, sentado a menos de doce pasos de Kelso, la maleta en el portaequipajes, encima de la cabeza, un espacio vacío a su alrededor, y los pasajeros que no se animaban a acercarse, respetuosos.

El ruso empezaba a despertarse. Movió la cabeza, parpadeó y abrió los ojos. Advirtió que lo observaban y, con recelo, se desperezó. Alguien empezó a aplaudir, y los demás lo imitaron. Los aplausos se extendieron al exterior, donde, en el andén, la gente se había agolpado a mirar por la ventana. El ruso miró alrededor y el temor en su mirada cedió paso al desconcierto. Un hombre movió la cabeza dándole ánimos; sonreía, aplaudía, y él respondió al saludo con idéntico gesto, como si poco a poco comenzara a entender un ritual extraño, y luego se puso a aplaudir suavemente, lo cual sirvió para aumentar la adulación. Asintió con modestia y Kelso imaginó que debía de haberse pasado treinta años soñando con ese momento. «Realmente, camaradas —pa- recía decir su expresión—, sólo soy uno de vosotros (un hombre sencillo, de modales toscos), pero si venerarme os produce algún tipo de placer…»

No era consciente de que Kelso lo miraba —el historiador era sólo una cara más en la multitud—, y al cabo de unos segundos éste se dio la vuelta y comenzó a abrirse camino a través del gentío que pretendía entrar en el vagón a empellones.

Estaba totalmente confundido.

El ruso debió de subir al tren en Arcángel, un minuto después que ellos más o menos; eso era concebible, si había imitado lo que ellos habían hecho y parado un coche. Eso él podía entenderlo.

¿Pero esto?

Tropezó con una mujer que avanzaba por el pasillo, luchando con un par de bolsas de plástico, una bandera roja y una cámara anticuada.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Kelso.

—¿No se ha enterado? ¡El hijo de Stalin viaja en este tren! ¡Es un milagro!

La mujer no podía dejar de sonreír. Tenía unos cuantos dientes de metal.

—Pero ¿cómo lo sabe?

—Lo han pasado por televisión —dijo, como si eso zanjara la cuestión—. ¡Toda la noche! Y cuando desperté, su foto seguía allí, en la pantalla, y decían que lo habían visto en el tren de Moscú.

Alguien la empujó por detrás y la mujer fue a dar contra Kelso. Su cara quedó muy cerca de la de ella. Trató de separarse pero la mujer se aferraba a él, y lo miraba fijamente a los ojos.

—Pero usted… —dijo—, ¡usted lo sabe todo! ¡Fue usted el que salió por la televisión a decir que era cierto! —exclamó la mujer y le rodeó el cuello con sus robustos brazos, golpeándole la espalda con las bolsas—. ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Es un milagro!

Kelso vio una enceguecedora luz blanca que se movía por el andén detrás de la cabeza de la mujer. Un foco. Cámaras de televisión. Grandes micrófonos grises. Técnicos que caminaban de espaldas, tropezando unos con otros. Y en medio del tumulto, avanzando a grandes pasos hacia su destino, hablando con absoluta seguridad en sí mismo, rodeado de una falange de guardaespaldas vestidos con chaquetas negras, estaba Vladimir Mamantov.

Kelso tardó varios minutos en avanzar a codazos a través del gentío. Cuando abrió la puerta de su compartimiento, O’Brian estaba mirando por la ventana. El reportero se volvió rápidamente, las manos levantadas con las palmas hacia fuera: a la defensiva, culpable, contrito.

—Vaya, no me imaginaba que pudiera pasar una cosa así, Chiripa, te lo juro…

—¿Qué has hecho?

—Nada…

—Dime qué has hecho.

O’Brian se estremeció y murmuró:

—Les mandé el reportaje.

—¿Qué dices?

—Envié el reportaje —dijo con un tono más desafiante—. Ayer, desde la orilla del río, mientras tú hablabas con él en la cabaña. Reduje las películas a tres minutos cuarenta, le añadí un comentario, las digitalicé y las envié por satélite. Estuve a punto de decírtelo anoche, pero no quería que te alteraras…

—¿Alterarme?

—Vamos, Chiripa, creía que lo más probable era que el reportaje nunca llegara. La batería podría haber fallado o algo por el estilo. Que el equipo estuviera estropeado por los disparos…

Kelso se esforzaba por seguir el ritmo de los acontecimientos: el ruso en el tren, la agitación, Mamantov. En ese momento se percató de que aún no habían salido de Vologda.

—Esas películas… ¿a qué hora las habrán visto aquí?

—Puede que a las nueve de anoche.

—¿Y con qué frecuencia las habrán pasado? ¿A menudo? ¿Cada hora?

—Supongo que sí.

—¿Durante once horas? ¿Y en otras cadenas también? ¿Las habrán vendido a las redes rusas?

—Se las habrán dado a los rusos. Es una buena propaganda, ¿no crees? La CNN probablemente las cogió. Sky. BBC World… —No podía evitar mostrarse satisfecho.

—¿Y también usaste la entrevista conmigo, la entrevista en la que hablo del cuaderno?

O’Brian volvió a levantar las manos, a la defensiva.

—Venga, de eso no sé nada. Quiero decir, vale, también la tenían, seguro. La monté y la envié desde Moscú antes de marcharnos.

—Eres un irresponsable hijo de puta —dijo Kelso lentamente—. ¿Sabes que Mamantov está en el tren?

—Sí. Acabo de verlo —dijo, y echó una mirada nerviosa a la ventanilla—. Me pregunto qué andará haciendo por aquí.

Hubo algo en la manera en que dijo esta última frase —un ligero tono de falsedad; la pretensión de tomarse el asunto a la ligera— que hizo que Kelso se quedara paralizado. Después de una larga pausa, Kelso le preguntó:

—¿Te contrató Mamantov para esto?

O’Brian vaciló y Kelso tomó conciencia de perder ligeramente el equilibrio, como un boxeador a punto de caer por última vez, o un borracho.

—Pero por Dios, O’Brian, tú montaste…

—No, no es cierto. De acuerdo, admito que Mamantov me llamó una vez; ya te dije que nos encontramos un par de veces. Pero todo este asunto: buscar el cuaderno, venir aquí, no, eso fue todo asunto nuestro, te lo juro. Asunto tuyo y mío. No tenía idea de lo que íbamos a encontrar.

Kelso cerró los ojos. Era una pesadilla.

—¿Cuándo te llamó?

—Al comienzo de todo. Sólo me dio una pista. No mencionó a Stalin ni nada de los demás.

—¿Al comienzo de todo?

—La noche antes del simposio. Dijo: «Vaya al Instituto de Marxismo-Leninismo con la cámara, señor O’Brian», ya sabes cómo habla. «Busque al señor Kelso, pregúntele si quiere hacer alguna declaración.» Eso fue todo lo que dijo. De todos modos, sus consejos siempre son buenos, por eso fui. Cono —dijo, riendo—, ¿por qué otra cosa crees que fui? ¿Para filmar a un grupo de historiadores que hablaban sobre los archivos? ¡Hazme el favor!

—Irresponsable, taimado y cabrón…

Kelso avanzó un paso y O’Brian retrocedió. Pero Kelso no le hizo caso. Tenía una idea mejor. Bajó la chaqueta del portaequipajes.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó O’Brian.

—Lo que habría hecho al principio, si hubiera sabido la verdad. Voy a destrozar este maldito cuaderno.

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