Robert Harris - El hijo de Stalin

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El hijo de Stalin: краткое содержание, описание и аннотация

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Rusia zozobra en el caos y muchos añoran un nuevo Stalin, alguien capaz de poner orden con mano dura e implacable. ¿Puede existir en la actualidad un personaje así? ¿Tal vez alguien por cuyas venas corra la misma sangre del dictador? Esta espeluznante hipótesis parece cobrar consistencia cuando Kelso, un profesor de Oxford, visita Moscú invitado a un congreso del gobierno y tiene noticia de dos hechos que podrían cambiar el curso de la historia: en algún lugar se oculta su hijo bastardo. Kelso emprende una peligrosa investigación a lo largo de cuatro días de pesadilla que le llevarán al centro de una verdad casi inimaginable… Obra maestra de su género,
es un vibrante y descarnado thriller político. Su inquietante trama da lugar a la reflexión y su fuerza narrativa cautiva desde la primera página.

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Kelso sacó la cartera del bolsillo interior de la chaqueta.

—Pero así vas a arruinarlo todo —protestó O’Brian—. Sin cuaderno, sin pruebas, no hay reportaje. Pareceremos dos gilipollas.

—Perfecto.

—Creo que no dejaré que lo hagas…

Fue la sorpresa del golpe tanto como la fuerza del mismo lo que lo derribó. El compartimiento quedó patas arriba y él tumbado de espaldas.

—No me obligues a golpearte otra vez —le rogó O’Brian, inclinándose sobre él—. Por favor, Chiripa. Me caes demasiado bien para hacerlo.

Le tendió la mano, pero Kelso se apartó. No podía recobrar el aliento. Tenía la cara hundida en el polvo. Bajo las manos podía sentir las pesadas vibraciones de la locomotora. Se llevó los dedos a la boca y se tocó el labio. Sangraba ligeramente. Sabía a sal. La locomotora se puso en marcha otra vez, como si el maquinista se hubiera cansado de esperar, pero el tren siguió sin moverse.

33

En Moscú, el coronel Yuri Arseniev, haciendo torpes malabarismos con modernas tecnologías, tenía un auricular metido entre el hombro y la oreja y un mando a distancia de televisión en sus manos rechonchas. Apuntó con el mando a la gran pantalla de televisión que tenía en una esquina del despacho e intentó desesperadamente subir el volumen tocando primero el botón del brillo y luego el del contraste antes de poder, al fin, oír lo que decía Mamantov.

«…he volado hasta aquí, desde Moscú, en cuanto oí la noticia. Por lo tanto, estoy a bordo de este tren para ofrecer mi protección, y la protección del movimiento Aurora , a esta figura histórica. Desafiamos al gran usurpador fascista que hoy ocupa el Kremlin a que intente impedirnos llegar juntos a la que una vez fue, y volverá a ser, sede del poder soviético…»

Las últimas doce horas ya habían ofrecido una sucesión de sorpresas desagradables al jefe de la Dirección de RT, pero ésta era la peor. Primero, a las ocho de la noche anterior se había producido la ansiosa llamada informando que el cuartel general de la Spetsnaz había perdido la comunicación con Suvorin y su unidad en el bosque. Luego, una hora más tarde, la primera cadena empezó a transmitir las películas del lunático, radiante en su choza («Así es la ley de los explotadores, cebarse en los atrasados y los débiles. Es la ley de la jungla del capitalismo…»). Las noticias de que lo habían visto en el tren nocturno Arcángel-Moscú llegaron a Yasenevo justo antes del amanecer, y en Vologda se formaron grupos improvisados de unidades de la Milicia y del MVD para detener el tren. ¡Y ahora esto!

Bueno, una cosa era atrapar a un hombre al amparo , de la oscuridad en algún mísero apeadero como Konosha o Yertsevo. Pero tomar por asalto un tren a plena luz del día, ante todos los medios de comunicación, en una ciudad de la importancia de Vologda y con V. P. Mamantov y sus matones de Aurora dispuestos a montar una bronca… eso era algo completamente distinto. ;

Arseniev había llamado al Kremlin.

Por lo tanto, lo que estaba oyendo era el discurso lento y pesado de Mamantov, por segunda vez: una vez por televisión en su propio despacho, y luego una segunda vez, pocos minutos después, al teléfono, filtrado por el sonido de la dificultosa respiración de un hombre enfermo. Al fondo, al otro lado de la línea, alguien gritaba; había ruidos de fondo, pánico y conmoción. Oyó el tintineo de cristales y el gorgoteo de un líquido que se vertía.

Oh, por favor, no, pensó. Que no sea vodka. Por favor. No precisamente él. No a esta hora de la mañana…

En la pantalla, Mamantov se había dado la vuelta para subir al tren. Saludaba a las cámaras. La orquesta tocaba. La gente aplaudía.

Arseniev podía sentir las sacudidas de su corazón, cómo se le cerraban los bronquios. Meter aire en sus pulmones era como chupar barro por una pajita.

Aspiró un par de veces de su inhalador.

—No —gruñó la voz familiar al oído de Arseniev, y la línea quedó muerta.

—No —dijo jadeando Arseniev rápidamente, señalando a Vissari Netto.

—No —dijo Netto, sentado en el sofá, también con un auricular en la mano, conectado por un circuito militar de seguridad al comandante del MVD en Vologda—. Repito: no hagan nada. Detenga a sus hombres. Deje que el tren arranque.

—Decisión correcta —dijo Arseniev, y colgó—. Podrían haberse producido incidentes. No habría quedado bien.

«Quedar bien» era lo único que importaba en ese momento.

Arseniev permaneció un rato sin decir nada, mientras contemplaba, con malestar creciente, esta bifurcación final en el camino de su vida. Una ruta, así le parecía, lo llevaba a la jubilación, una buena pensión y una dacha; la otra, al despido casi seguro, una investigación oficial por tentativas ilegales de asesinato y, con toda seguridad, la cárcel.

—Abandone toda la operación —dijo.

La pluma de Netto comenzó a deslizarse por su bloc de notas. En lo profundo de las carnosas cuencas, hundidos como un par de bayas en un buñuelo, los pequeños ojos de Arseniev parpadearon en señal de alarma.

—¡No! ¡No escriba nada! Limítese a actuar. Quiten la vigilancia del apartamento de Mamantov. Quítenle la protección a la chica. Aborten toda la operación.

—¿Y Arcángel, coronel? Todavía tenemos un avión a la espera del comandante Suvorin.

Arseniev se acarició su grueso cuello. En su mente infinitamente fértil comenzaba a tomar forma la posibilidad de una reunión informativa para los medios de comunicación extranjeros: «Noticias de disparos en el bosque de Arcángel… incidente lamentable… un oficial bribón quiso hacer las cosas por su cuenta… desobedeciendo estrictas órdenes… trágico final… sinceras disculpas…»

Pobre Feliks, pensó Arseniev.

—Ordene que regrese a Moscú…

Era como si el tren hubiera estado detenido demasiado tiempo, de modo que cuando finalmente soltaron los frenos, saltó hacia adelante y enseguida se detuvo bruscamente, y O’Brian, como el badajo de una campana, fue a dar primero contra la parte delantera y luego contra la parte trasera del compartimiento. La cartera se le escurrió entre las manos.

Muy lentamente, chirriando y quejándose, y con la misma velocidad infinitesimal con que salieron de Arcángel, la locomotora comenzó a sacarlos de Vologda.

Kelso seguía en el suelo.

«Sin cuaderno, sin pruebas, no hay reportaje.»

Se arrojó al suelo para coger la cartera, la levantó con una mano, llevó los dedos de la otra al picaporte, y, estaba tratando de ponerse de pie, cuando sintió que O’Brian lo agarraba por las piernas y lo arrastraba hacia atrás. El picaporte giró, la puerta se abrió y Kelso salió al pasillo alfombrado dando frenéticas patadas con los talones en la cabeza de O’Brian. Sintió el agradable contacto de la suela de goma de sus botas contra el cuerpo del reportero. Luego un grito de dolor. La bota se le salió y la dejó atrás, como un lagarto que pierde la punta de la cola. Se alejó cojeando por el pasillo, con un pie al aire enfundado en un calcetín.

En el estrecho corredor se había producido un atasco de ansiosos pasajeros —«¿Han oído? ¿Será cierto?»— y resultaba imposible avanzar deprisa. O’Brian lo seguía y hasta se oían sus gritos. Al final del vagón, Kelso vio que la ventana de la puerta estaba abierta y consideró la posibilidad de arrojar la cartera a las vías. Pero el tren aún no había dejado Vologda, iba a muy poca velocidad, y el cuaderno aterrizaría intacto, pensó, y sin duda lo encontrarían…

—¡Chiripa!

Entró en el siguiente vagón y se dio cuenta demasiado tarde de que regresaba a la cabeza del tren, lo cual era un error, pues significaba Mamantov y sus matones, y en realidad por ahí ya venía uno de los hombres de Mamantov, a toda prisa por el pasillo en dirección a él, abriéndose camino a codazos y empujones.

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