Un lobo aulló en el bosque.
Separó la ametralladora del afuste y cargó el largo cañón al hombro, el pesado cinturón de municiones en el brazo; tenía las rodillas casi dobladas de tanto peso, los pies cada vez más hundidos en la nieve.
El inconfundible aullido sonó otra vez. No es un lobo, pensó. Es un hombre, el grito exultante de un hombre: un grito de sangre.
Comenzó a remontar el sendero —lo que quería era alejarse cuanto antes de la máquina quitanieves en llamas—, y sintió que alguien caminaba paralelo a él entre los árboles; manteniendo una cómoda distancia, su perseguidor reía al ver sus torpes esfuerzos por escapar. Estaba jugando con él. Le permitiría llegar hasta unos pasos antes de su destino, pero nada más. Después lo mataría a tiros.
Salió de la parte más estrecha del sendero y se metió en el poblado abandonado, en busca de la construcción de madera más próxima. Faltaban las ventanas y la puerta, medio techo se había venido abajo, y apestaba. Dejó la ametralladora en el suelo y se arrastró para esconderse en un rincón, luego se volvió y arrastró la ametralladora detrás de él. Se arrinconó contra la pared, puso el dedo en el gatillo y apuntó el cañón hacia la puerta.
Kelso oyó la gran explosión, los disparos, un largo silencio, y luego el breve estrépito de un arma mucho más grande. Para entonces él y O’Brian ya se habían puesto de pie e intentaban frenéticamente encontrar alguna manera de cortar la soga que los tenía atados a la chimenea de la estufa. Cada ruido que llegaba del bosque los impulsaba a un esfuerzo más desesperado. El delgado plástico se les hincaba en las muñecas y tenían los dedos pegajosos de sangre.
También el ruso estaba cubierto de sangre cuando apareció en el umbral. Kelso lo vio acercarse y desenfundar el cuchillo, manchas de sangre en la cara, en la frente y las mejillas, como un cazador empapado de la sangre de su presa.
—Camaradas —dijo—, el éxito nos ha mareado. Tres ya han muerto . Sólo uno sigue con vida. ¿Hay más?
—Vendrán más.
—¿Cuántos más?
—Cincuenta —dijo Kelso—. Cien. —Le dio un tirón a la soga—. Camarada, tenemos que irnos de aquí o nos matarán a todos. Ni usted podrá contra tantos hombres. Van a enviar un ejército. Según el reloj de Suvorin, ya habían pasado unos quince minutos.
La temperatura descendía a medida que se iba la luz. Empezó a tiritar de frío, un temblor constante y violento.
—Vamos —susurró—. Ven de una vez y termina el trabajo.
Pero no vino nadie.
La capacidad del camarada Stalin para aparecerse siempre con alguna sorpresa era verdaderamente infinita.
Lo siguiente que Suvorin oyó fue un chasquido distante seguido de un zumbido.
Chasquido, zumbido. Chasquido, zumbido.
¿Y ahora? ¿Qué estaba haciendo?
Al principio no le fue fácil moverse. La escarcha le había sellado las articulaciones y endurecido las ropas mojadas. Con todo, se puso de pie justo a tiempo para oír el misterioso chasquido-zumbido en el momento en que se convertía en una tos y luego, coincidiendo con el arranque de una máquina, un rugido.
No, una máquina exactamente no, sino un motor, ; un motor fuera borda…
«Veinte kilómetros, comandante. Está justo sobre ). el río…»
Bueno, la RP46 no se hizo más ligera, ni la nieve, menos pesada, y ahora tenía que enfrentarse a la creciente oscuridad, pero lo intentó. Hizo un esfuerzo valeroso.
—Cabrón, cabrón, cabrón —fue canturreando mientras corría, siguiendo el ritmo del fuera borda que lo condujo a través de los cincuenta metros de árboles que separaban al poblado pesquero abandonado del río.
Atravesó dificultosamente la última barrera de maleza y fue a dar en la parte más alta de una orilla que bajaba empinada hacia el borde del agua. Avanzó tambaleándose por la cresta, río arriba. Vio desparramadas en la nieve unas piezas pertenecientes a un equipo electrónico. Había un trecho de hielo gris y después el agua negra que corría con fuerza, una auténtica inmensidad que no le permitía ver los árboles de la orilla opuesta. Y la pequeña barca ya se dirigía hacia el centro, giraba dejando una gran estela de espuma blanca en la oscuridad. Sólo pudo ver tres figuras agazapadas. Una parecía estar haciendo un esfuerzo por ponerse de pie, pero otra la empujaba.
Suvorin se dejó caer de rodillas y apoyó la ametralladora en el suelo; no le costó trabajo cerrar la tapa sobre el cinturón de municiones, que enseguida se atascó. Cuando consiguió desatascarlo y estuvo listo para disparar, la barca había pasado el recodo del río, y después ya no volvió a verla, sólo pudo oír el ruido del motor.
Bajó la ametralladora e inclinó la cabeza.
Junto a él, como una sonda espacial aterrizada en algún planeta hostil, la antena de una parabólica apuntaba a través del Dvina al horizonte que se desvanecía. Un par de cables conectaban la antena a la batería de un coche. Otro estaba conectado a una pequeña caja gris con la etiqueta «Terminal móvil de transmisión de vídeo y audio». Mientras lo observaba, una fila de diez ceros rojos titiló fugazmente en una pantalla digital, perdió intensidad y se apagó.
Tenía una abrumadora sensación de vacío, allí, en cuclillas, como si una fuerza maligna hubiera emergido de ese lugar y escapado para siempre, como un cometa atravesando la oscuridad.
Durante lo que le pareció medio minuto oyó el motor de la barca, y después ese zumbido también se desvaneció. Se quedó solo, rodeado del más absoluto silencio.
La silueta que Suvorin había visto queriendo ponerse de pie en la barca era O’Brian («Mi equipo —gritaba—, las cintas») y la silueta que lo había empujado era Kelso («Olvida el maldito equipo, olvida las cintas»). Durante un momento la barca se balanceó peligrosamente, y el ruso los maldijo a los dos; luego O’Brian gimió, se sentó y se llevó las manos a la cabeza.
Kelso no podía distinguir a nadie en la orilla mientras se alejaban de ella con un ruido infernal. Lo único que vio fue el cielo, que latía rojo por encima de los oscuros pinos donde algo ardía con violencia, y después, al cabo de unos instantes, un recodo del río borró incluso eso y lo único de lo que tuvo consciencia fue de la velocidad, del rugido del motor y de la corriente que los llevaba río abajo a través del bosque.
Ahora pensaba con claridad; todo lo demás en su vida era irrelevante, todo se estrechaba hasta confluir en ese único punto: sobrevivir. Y le pareció que lo único que importaba era poner la máxima distancia posible entre ellos y ese lugar. No sabía cuántos hombres seguían con vida detrás de ellos, pero lo mejor que podían esperar era que la partida de rescate no se pusiera en marcha hasta el amanecer. El peor escenario: que el hombre rubio hubiera pedido ayuda por radio y que en Arcángel todo estuviera cerrado y no hubiera nadie.
En la barca no tenían ni agua ni comida; sólo un par de remos, un bichero, la maleta, el rifle del ruso y un pequeño bidón que olía como si perdiera combustible barato. Tenía que acercar bien el reloj a los ojos si quería ver la hora. Eran poco más de las seis y media. Se inclinó y le dijo a O’Brian:
—¿A qué hora dijiste que salía de Arcángel el tren para Moscú?
O’Brian, desesperado como estaba, tuvo fuerza suficiente para levantar la cabeza y decir:
—A las ocho y diez.
Kelso se dio la vuelta y gritó por encima del motor y el viento:
—Camarada, ¿podemos ir a Arcángel? El ruso no le contestó. Kelso dio unos golpecitos a su reloj.
—¿Podemos llegar al centro de Arcángel en una hora?
El ruso parecía no oírlo. Tenía la mano en la barra del timón y miraba fijo al frente. Con el cuello alzado y la gorra bien calada, era imposible adivinar su expresión. Kelso intentó gritar otra vez, pero se dio por vencido. Era una nueva clase de horror, pensó, ver que probablemente le debían la vida —que ahora era su aliado— y que su futuro estaba a merced de su mente insondable.
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