Robert Harris - El hijo de Stalin

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El hijo de Stalin: краткое содержание, описание и аннотация

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Rusia zozobra en el caos y muchos añoran un nuevo Stalin, alguien capaz de poner orden con mano dura e implacable. ¿Puede existir en la actualidad un personaje así? ¿Tal vez alguien por cuyas venas corra la misma sangre del dictador? Esta espeluznante hipótesis parece cobrar consistencia cuando Kelso, un profesor de Oxford, visita Moscú invitado a un congreso del gobierno y tiene noticia de dos hechos que podrían cambiar el curso de la historia: en algún lugar se oculta su hijo bastardo. Kelso emprende una peligrosa investigación a lo largo de cuatro días de pesadilla que le llevarán al centro de una verdad casi inimaginable… Obra maestra de su género,
es un vibrante y descarnado thriller político. Su inquietante trama da lugar a la reflexión y su fuerza narrativa cautiva desde la primera página.

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Suvorin no podía soportar esa música bestial, de otro mundo, ni un solo segundo más, y quitó la aguja.

Oyeron un disparo aislado.

Suvorin contuvo el aliento a la espera de una salva de réplica.

—Tal vez —dijo sin convicción, tras un silencio— debería ir pensando en llamar a ese ejército…

—Hay trampas —dijo Kelso.

—¿Qué?

Suvorin estaba en el umbral, tanteando el terreno. Anochecía. Se dio la vuelta y miró la cabaña. Habían enroscado un poco de cuerda en las muñecas de los hombres, y los había enganchado a la estufa fría.

—Ha puesto trampas. Mire bien dónde pisa.

—Gracias —dijo Suvorin, plantando el pie en el escalón de arriba —. Volveré.

Su plan —y era una palabra acertada, pensó, una palabra no sin cierto retintín: su plan — era volver a la máquina quitanieves a pedir refuerzos por radio. Se dirigió hacia la entrada del claro, su único punto de referencia. A partir de allí podía seguir unas huellas muy claras, aun- que estaba oscureciendo; debía de estar a mitad de camino del árido sendero cuando se oyó la explosión, y un segundo más tarde el estruendo de un alud de nieve que marcaba el paso de la onda explosiva a través del bosque. Cascadas de cristal cayeron de las ramas más altas y rebotaron en el espacio dejando minúsculas nubes de partículas suspendidas en el aire como bocanadas de aliento.

Se volvió, la pistola cogida con ambas manos, apuntando en vano en la dirección del estallido.

Presa del pánico, echó a correr —una figura cómica, una marioneta— tratando de levantar las rodillas al máximo para evitar la nieve que se lo tragaba y se le pegaba a las piernas. Respiraba y sollozaba a la vez.

Estaba tan resuelto a seguir andando, tan concentrado en la idea de escapar de ahí a cualquier precio, que casi pasa por encima del primer cadáver.

Era un soldado. Había caído en una trampa —una trampa enorme: para osos, tal vez— que se había disparado con tanta fuerza que las mandíbulas se le habían clavado en el hueso por encima de la rodilla. Un reguero de sangre manchaba la nieve, sangre de la pierna des- trozada y sangre de una importante herida en la cabeza, abierta en la parte posterior del pasamontañas como una segunda boca.

El cuerpo del otro soldado yacía pocos pasos más adelante. A diferencia del primero, estaba tumbado de espaldas, los brazos abiertos, las piernas formando un perfecto número cuatro. Un charco de sangre en el pecho.

Suvorin bajó la pistola, se quitó los guantes y les tomó el pulso — aunque sabía que era inútil— separando las distintas capas de ropa para sentir sus muñecas calientes y muertas.

¿Cómo había podido tenderles una emboscada a los dos?

Miró alrededor.

Probablemente así: había colocado la trampa en el sendero, enterrada en la nieve, y los había atraído hacia ella; de alguna manera, el hombre que iba a la cabeza no cayó, pero sí el que iba a la cola —fue él quien gritó—, y el primero había regresado a ayudarlo sólo para des- cubrir que la presa que perseguían estaba detrás de ellos; en eso consistió su astucia, en cogerlos desprevenidos. Y entonces el primero recibió el disparo en el pecho, y luego el segundo había sido eliminado a placer, ejecutado, podría decirse, con una bala descerrajada a quemarropa en el occipucio.

Y después les había quitado los AK-47.

¿Qué clase de criatura era capaz de algo así?

Suvorin se arrodilló junto al primer soldado y le quitó el pasamontañas. Luego, le quitó el auricular y se lo llevó al oído. Creyó oír algo. Un sonido frenético. Encontró el pequeño micrófono en el interior del puño de la mano izquierda del muerto.

—¿Kretov? —dijo en voz baja—. ¿Kretov? —Pero la única voz que oyó fue la suya.

Después volvieron a oírse más disparos.

El fuego se parecía a un amanecer rojo entre los árboles, y cuando Suvorin salió al sendero sintió el calor de la máquina quitanieves en llamas, incluso a unos cien metros de distancia. El depósito de combustible debió de explotar y el infierno había hecho que se fundiera toda la nieve que lo rodeaba. El vehículo ardía en medio de sus propios muelles chamuscados.

El tiroteo proseguía de manera esporádica, pero no era Kretov el que respondía a los disparos. Eran cajas de munición que explotaban en la cabina del quitanieves. Kretov estaba sentado, doblado en dos en el centro del camino, junto a la RP46, muerto como sus cámara-das. Al parecer le habían disparado mientras trataba de montar la ametralladora. Consiguió subirla al soporte de dos patas pero no tuvo tiempo de abrir el bote de municiones.

Suvorin se acercó a él, le tocó el brazo, y el comandante perdió el equilibrio y cayó, los ojos grises bien abiertos y una expresión de asombro en su ancha cara rosada. Suvorin no pudo ver ni una sola herida, al menos al principio. ¿Acaso el heroico comandante de la Spetsnaz había muerto de miedo?

Otra sonora explosión llegó de la dirección del fuego y lo hizo alzar la vista; entonces vio que el camarada Stalin estaba observándolo, vestido con su uniforme y su gorra de generalísimo.

El secretario general lo miraba desde el sendero, un poco más arriba, de pie ante el fuego, la mano izquierda en la cadera, y en la derecha un fusil apoyado con aire informal en el hombro. Proyectaba una sombra demasiado larga para su torso achaparrado, una sombra que bailaba y parpadeaba sobre la nieve arremolinada.

Suvorin pensó que se atragantaría con su propio corazón. Se miraron. Luego Stalin se puso en marcha hacia él. Marcha, ésa era la palabra para describir su manera de andar: rápido, pero sin prisa, balanceando los brazos por encima de su fornido pecho.

Suvorin rebuscó la pistola en su bolsillo y se dio cuenta de que la había dejado en los árboles, junto a los dos primeros cadáveres.

Izquierda, derecha, izquierda, derecha: el estandarte viviente avanzaba dando patadas en la nieve…

Suvorin no se atrevió a mirarlo un segundo más. Sabía que si lo hacía nunca se movería.

—¿Por qué esa mirada tan furtiva, camarada? —dijo la figura en marcha—. ¿Por qué no puede mirar al camarada Stalin directamente a los ojos?

Suvorin hizo oscilar el cañón de la RP46 —su memoria retrocedió veinte años, a los días del servicio militar obligatorio, estremecido de frío en algún campo de tiro perdido en las afueras de Vitebsk—. «Amartillar la ametralladora tirando de la manivela hacia atrás. Tirar la base de la mira trasera hacia atrás y levantar la tapa. Colocar el cinturón con el lado abierto hacia arriba, sobre el disco alimentador, de manera que la primera bala haga contacto con el tope del cartucho, y cerrar la tapa. Apretar el gatillo y la ametralladora se disparará…»

Cerró los ojos y apretó el gatillo y la ametralladora se puso a brincar en sus manos: dos docenas de balas agujerearon un abedul a una distancia de veinte metros.

Cuando tuvo el coraje necesario para mirar otra vez el sendero, el camarada Stalin había desaparecido. Si a Suvorin la memoria no le fallaba, el cinturón de munición de la RP46 contenía 250 balas que la máquina dispararía a un ritmo de seiscientas por minuto. Por lo tanto, y dado que ya había usado algunas, probable- mente le quedaban menos de treinta segundos para cubrir los 360 grados de sendero y bosque, con la noche casi encima y la temperatura descendiendo a un nivel que seguramente lo mataría en un par de horas.

Tenía que salir del claro, de eso no cabía duda. No podía seguir así, dando vueltas a gatas como una cabra atada en una cacería del tigre, tratando de ver algo en la oscuridad que cubría los árboles.

Creyó recordar algunas cabañas de madera abandonadas en la otra punta del camino. Podrían servirle de refugio provisional. Tenía que apoyar la espalda contra una pared en alguna parte, necesitaba tiempo para pensar.

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