Maan Meyers - El médico de Nueva York

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Varias mujeres mueren decapitadas. Una de las víctimas es el ama de llaves de John Tonneman, un joven médico neoyorquino que en 1775 regresa a su ciudad para ocuparse de la consulta de su padre, recién fallecido. Para John, la mujer asesinada era más una madre que una criada, y dolido por su pérdida se vuelca con implacable determinación en la búsqueda de! criminal. Al revuelo ocasionado por las atrocidades del psicópata, se une la violencia social de un país al borde de una guerra por la independencia. En medio de ese caos, John hallará consuelo en el amor de una hermosa muchacha.

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Tonneman, sonriendo, dirigió la atención de Mariana hacia el gigante montado que, con un nuevo tricornio azul y chaqueta del mismo color, parecía todo un soldado. Se abrieron paso entre los congregados en dirección a Bikker.

– Mariana Mendoza, mi primo Oso Bikker, de Haarlem. Oso, te presento a mi futura esposa.

Oso se quitó el tricornio, sonriendo.

– Asistiré a la boda para darte la bienvenida a nuestra familia. Hoy mismo mi compañía abandona el campamento Bayard en dirección a Kingsbridge. -Dio unas palmaditas al rifle que guardaba en la alforja-. Le llamo «belleza». Lo gané en una partida de dados hace quince días. Es mucho mejor que ese viejo mosquete que tenía. -Echó a reír-. Gané a un par de tipos de ciudad que creyeron poder engañar a un campesino.

Oso Bikker dio un abrazo a cada uno, volvió a montar y se alejó.

El pregonero seguía leyendo:

– «La Declaración fue, por orden del congreso, copiada y firmada por los siguientes miembros: John Hancock…»

Mientras el pregonero leía en voz alta la lista de nombres, Tonneman cogió a Mariana de la mano, y se alejaron del Common en silencio.

Al cabo de unos minutos Mariana exhaló un profundo suspiro.

– Sé que no debería sentirme feliz en estos momentos, cuando la guerra se avecina. Pero estoy contenta de saber quién mató a Gretel y las demás, y de que colgaran al asesino.

– Ni sabía el nombre de Gretel -señaló Tonneman, visiblemente apenado.

Mariana le apretó la mano.

– Nuestra primera hija se llamará Gretel.

Tonneman contempló a la mujer tenaz con quien iba a pasar el resto de su vida.

– Nuestro primer hijo será un varón, y le llamaremos Peter.

– Nuestra hija Gretel será médico.

– Nuestro hijo Peter será médico.

Se volvieron al oír gritos y pasos. Todo el mundo corría, tanto soldados como ciudadanos… Portaban escaleras, palancas, martillos y cuerdas.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Tonneman-. ¿Es que los ingleses…?

Un albañil se volvió y, sin detenerse, respondió:

– ¡Vamos a derrocar al rey Jorge! Venid con nosotros a Bowling Green.

En Bowling Green, frente al fuerte, la estatua ecuestre del rey Jorge, vestido cual emperador romano, se alzaba sobre un plinto de mármol. Un grupo de personas danzaba a los pies del rey Jorge, pero no en actitud de súplica; observaban la figura real con ojos insolentes y le dedicaban gestos groseros.

Pronto Bowling Green se llenó de gente -viejos, mujeres, niños…- que no dejaban de hablar, reír, cantar, proferir maldiciones… para festejar el derrocamiento del rey.

La multitud no se diferenciaba mucho de la que había presenciado la ejecución de Hickey; un viejo escribía en el plinto de la estatua: «Muerte al rey.»

Los ciudadanos se mostraban algo indecisos. Alguien exclamó:

– ¡Ahora, en lugar de que nos gobierne el loco Jorge Hanover, nos gobernará el loco George Washington!

– Acabo de salir de la cárcel.

– Todos acabamos de salir de la cárcel.

De repente las palabras se convirtieron en actos. Obedeciendo las órdenes de los milicianos blancos, esclavos negros apoyaron las escaleras contra la estatua y lanzaron cuerdas alrededor de la estatua. Luego, con un «viva» y un estirón entusiástico, el rey Jorge cayó del caballo.

Un miliciano vociferó:

– ¡Haremos lo mismo con el de verdad, si conseguimos ponerle las manos encima!

A continuación desmembraron el cuerpo de bronce y distribuyeron los trozos entre los congregados para que se los llevaran de recuerdo.

La gente formó un gran círculo alrededor de la estatua; los recién llegados, al comprobar que el caballo estaba vacío, no podían reprimir la risa. Los niños y los perros hacían cabriolas. Sonaron fuertes aplausos. Otros niños danzaban en corro y cantaban Yankee Doodle.

Como por arte de magia, el aire se llenó de olor a ostras y almejas fritas, patatas y maíz asados. Como el día de la ejecución de Hickey, los hombres se pasaban botellas de grog. Muchos se abrazaban y bailaban.

– Esto es una infamia -exclamó un lealista valiente-. Está desapareciendo un estilo de vida.

Un joven patriota se acercó al lealista y le mostró el puño. Otro patriota apartó a su camarada.

– Déjale. Todos sabemos que lo que dice no es verdad -terció el segundo patriota con fervor-. Cuando algo está podrido, ha de ser extirpado y destruido. Ha llegado el momento de bailar por las calles.

Una pareja de ancianos colocó una vela encendida al pie de la estatua y rezó ante ella mientras varios hombres acababan de destruir el plinto.

Mariana apretó la mano de Tonneman, que estaba absorto contemplando cuanto ocurría alrededor. Los neoyorquinos se asomaban a las ventanas profiriendo gritos de apoyo.

Los ciudadanos desfilaron por las calles de Nueva York con los trozos del cuerpo real, vociferando:

– Fundiremos este plomo y fabricaremos balas para los mosquetes americanos.

Un jinete atravesó la cabeza del rey, que había perdido la corona de laurel, con una lanza y se paseó con ella para divertimiento de los juerguistas. Fue llevada hasta el fuerte, rebautizado como fuerte Washington, y exhibida delante de la taberna Blue Bell.

– Ben tiene razón -dijo Tonneman, inclinándose hacia Mariana-. Es una época para estar vivo.

Mariana sonrió.

– Y viviremos para siempre.

NOTA

Por razones prácticas, la revolución empezó el 19 de abril de 1775 en Village Green, Lexington (Massachusetts), cuando los milicianos intercambiaron «el disparo oído en todo el mundo» con las tropas británicas.

El congreso continental, formado por los delegados representantes de las trece colonias y constituido básicamente para resolver los agravios contra la Corona, había iniciado su trabajo en otoño de 1774 en Filadelfia. En junio de 1775 el congreso creó el ejército continental con un fondo de seis mil dólares, y George Washington, de Virginia, fue nombrado comandante en jefe.

En otoño de 1775 la ciudad de Nueva York era una extraña mezcla de lealistas y patriotas que convivían con inquietud. Nueva York era una ciudad patriota, pero a la vez se la apodaba «nido de tories». El gobierno era monárquico. El gobernador del rey, William Tryon, temía tanto a los rebeldes y lo que le pudieran hacer que se refugió en un barco de Su Majestad, el Asia, e intentó gobernar el estado desde el mar.

La moneda del «reino» era el dólar continental y/o la libra inglesa.

Lo que hemos denominado el «complot de Kingsbridge» se conoce históricamente como el «complot Hickey». Los neoyorquinos de hoy en día reconocerán el nombre de Kingsbridge, puesto que todavía existe en el Bronx.

Se cuenta que Hickey intentó envenenar a George Washington con Paris Green, unos polvos verdes, tóxicos y solubles, compuestos de trióxido de arsénico y acetato de cobre, utilizados en principio como pigmento. Aunque distintas fuentes sostienen que la locución «París Green» no entró en la lengua inglesa hasta 1870, el nombre nos gustó tanto que no quisimos perderlo. Por lo demás, nos hemos mantenido firmes en el propósito de no utilizar ninguna palabra que no estuviera en la lengua que se hablaba en 1775.

El alcalde de Nueva York que dimitió el 14 de febrero de 1776 fue Whitehead Hicks. Decidimos referirnos a él como «el alcalde» para evitar que se confundiera con Thomas Hickey.

La taberna de Samuel Fraunces aún existe como taberna Fraunces, situada en su emplazamiento original de Pearl Street, y sigue siendo una taberna. Además, es un extraordinario museo de la historia colonial. En cuanto a Sam, poco se sabe de su vida. Se supone que nació en las Indias Occidentales en 1722 o 1723 y antes de llegar a Nueva York, a la edad de treinta años, vivió en Filadelfia. Se decía que era portugués. El apodo Sam el Negro no tenía que ver necesariamente con su raza. A las personas de tez morena solía apodárselas así.

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