Maan Meyers - El médico de Nueva York

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Varias mujeres mueren decapitadas. Una de las víctimas es el ama de llaves de John Tonneman, un joven médico neoyorquino que en 1775 regresa a su ciudad para ocuparse de la consulta de su padre, recién fallecido. Para John, la mujer asesinada era más una madre que una criada, y dolido por su pérdida se vuelca con implacable determinación en la búsqueda de! criminal. Al revuelo ocasionado por las atrocidades del psicópata, se une la violencia social de un país al borde de una guerra por la independencia. En medio de ese caos, John hallará consuelo en el amor de una hermosa muchacha.

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VERANO

61

Viernes 21 de junio. Noche.

Sábado 22 de junio, a las dos de la madrugada

A primera hora de la noche, David Matthews el Gordo, alcalde de la ciudad de Nueva York, cenó bacalao frito y patatas en la taberna Serjeant en compañía de Ludwig Koppers y Philip Rattigan, dos mercaderes que en principio simpatizaban con la causa patriota, aunque sólo cuando los poderes rebeldes les escuchaban.

Tampoco podía decirse que fueran lealistas. Koppers y Rattigan sólo eran leales a sus monederos. Esas dos sabandijas empezaban a labrar el terreno de la Corona; una vez eliminado el obstáculo que suponía George Washington, tendrían el camino libre.

Matthews celebraba algo muy especial. Naturalmente, habría preferido cenar cordero asado regado con vino francés, pero se conformó pensando que muy pronto podría volver a disfrutar de esos placeres. El alcalde se había puesto el traje nuevo que el gobernador Tryon le había comprado en Londres. Lucía una chaqueta de terciopelo color albaricoque a juego con los calzones, chaleco negro y medias blancas. Los puños de la camisa y el cuello estaban adornados con delicado encaje de Bélgica. El tricornio era negro, guarnecido con una cinta dorada. Además, se había comprado un nuevo bastón, cuyo puño era un león esculpido en mármol, sobre el cual podía descansar la mano cómodamente.

Había bebido más coñac de la cuenta y tenía ciertas dificultades en no irse de la lengua. Peor aún, parecía que estaban martilleándole la cabeza.

En la taberna hacía un calor asfixiante. De hecho, la temperatura había subido por encima de lo normal. Con ese calor, la ciudad sólo era apta para la chusma. Matthews se dijo que el próximo año pasaría el verano en un estado al norte del río. Sacó un pañuelo de encaje de la manga para enjugarse la frente. Maldita sea; su magnífica chaqueta color albaricoque estaba manchada de carmesí.

Hickey le preocupaba. Una sola palabra del irlandés, y todo se vendría abajo. Matthews se había planteado matar al irlandés -de hecho, seguía considerando esa posibilidad-, incluso después de que éste le hubiera asegurado el día anterior que todo estaba en orden y que el plan se llevaría a cabo según lo acordado. El alcalde debía limitarse a sacarle de la cárcel y, cuando el general hubiese muerto, del país, lo que no resultaría demasiado complicado teniendo en cuenta el caos que desencadenaría el asesinato. Hickey estaba furioso por haber sido el primero en distribuir el dinero falsificado. Le había exigido que le cambiara todos los billetes falsos.

Así pues, Matthews había arreglado todo para sacar al irlandés de la cárcel. Había contratado a dos negros para que liquidaran a los guardias. Le costaba menos contratarlos para eso que para matar a Hickey. Además, le necesitaba. De momento.

Matthews deseó buenas noches a los dos viles mercaderes y partió en dirección a la casa de huéspedes de la señora Laderman, donde había alquilado un amplio dormitorio amueblado y una sala de estar en el segundo piso.

Una vez en el dormitorio, arrojó la espléndida chaqueta al suelo y tomó un último trago de coñac. Le dolía la dentadura. Se tumbó en la cama. La habitación empezó a darle vueltas; comenzó a sudar. Finalmente se durmió.

Despertó alarmado al percibir el resplandor de una linterna y el peso de una pistola en el estómago.

– Apaga eso. Me pone enfermo.

– Te pondrás más que enfermo, maldito bastardo tory.

– ¿Qué ocurre? -Matthews distinguió al menos seis o siete figuras en la oscuridad-. ¿Qué ocurre? ¿Quiénes sois? -balbuceó. Los rebeldes se proponían emplumarle. Era intolerable. Él era el alcalde de Nueva York. Se puso en pie. Le cayó la peluca, dejando al descubierto su calva. La recogió, puesto que sin ella se sentía desnudo-. ¿Qué significa todo esto? Maldita sea, soy el alcalde.

– Ya no -replicó un hombre cuyo aliento olía a cebolla y cerveza.

Mareado, Matthews se tambaleó hasta que se asió al pilar de la cama. Entonces se percató de que el que había comido cebolla lucía el uniforme de capitán del ejército continental. Detrás de él había otro oficial, un sargento y cuatro soldados armados. Uno de éstos sostenía la linterna en alto.

El segundo oficial avanzó unos pasos blandiendo un pergamino. El soldado de la linterna lo siguió y enfocó el documento. El oficial, sudoroso, anunció:

– David Matthews, te arrestamos en nombre del comité de seguridad. Tal y como requiere la ley, te leeré la orden: «David Matthews, alcalde de Nueva York, está acusado de traición y conspiración contra los derechos y las libertades de América; acusado de conspirar junto con el gobernador Tryon y otros contra la vida del general Washington, secuestrar a otros oficiales, volar el polvorín del fuerte George, destruir los cañones de Nueva York y Kingsbridge, el puente de Kingsbridge e incendiar Nueva York como avanzadilla del ataque británico. Por todo esto el congreso de esta colonia resuelve que capturéis y custodiéis a David Matthews hasta nueva orden.»

Matthews se incorporó en la cama y buscó a tientas la peluca. Le habían traicionado. Seguro que había sido Hickey.

El sargento se inclinó hacia él.

– ¿Quieres añadir algo, traidor?

«Ojalá Hickey se pudra en los infiernos.»

– ¿Traidor? Vosotros sois los traidores.

A Matthews le pareció haber alzado mucho la voz, pero en verdad apenas si había susurrado esas palabras. Sudando, se puso la peluca.

El sargento se la quitó.

– Sargento -llamó el segundo oficial.

Matthews, con las manos temblorosas, volvió a colocarse la peluca.

– Pagaréis por vuestra traición cuando el general Howe restaure el orden en Nueva York, lo que no tardará en suceder.

– Eso no nos preocupa lo más mínimo -repuso el capitán sonriendo. Recogió la chaqueta color albaricoque del suelo y se la arrojó al alcalde.

Los tres esperaron silenciosos a que el alcalde se pusiera la chaqueta y el tricornio.

– Al demonio vosotros y vuestra causa -espetó Matthews.

– Por desgracia no vivirás para ser testigo de nuestra victoria.

Matthews guardó silencio. Todavía le quedaba una posibilidad remota si Hickey había conseguido escapar, a menos, claro, que ese bastardo fuera el traidor. Si Hickey estaba libre, el juego aún no había terminado.

62

Miércoles 26 de junio

Hickey comenzaba a hartarse. Al principio lo había encontrado divertido, puesto que además estaba seguro de que Matthews, con su influencia, le sacaría de la cárcel. Entonces Matthews -quizá- y Tryon, sentados cómodamente en el maldito barco de Su maldita Majestad el rey, le habían dado de nuevo esos billetes continentales. Uno no podía fiarse de nadie. Pero Hickey tenía planes.

Escupió en un recipiente que había en el suelo. Le falló la puntería. Hacía un calor de mil demonios y necesitaba una cerveza. Durante todo el día esos gilipollas del comité de seguridad no habían dejado de entrar y salir de su celda, muy gallitos ellos, como si hubiesen hecho algo especial.

La situación había cambiado. Se habían terminado las palabras amables de los soldados de la milicia sobre ese asunto de la falsificación. Ahora el ejército continental le acusaba de sublevación y conspiración.

Que si David Matthews dice esto, que si Elizabeth Fraunces lo otro, que si David Bushnell aquello y Quintin Brock otra cosa distinta a los demás. ¿Quién demonios era Quintin Brock? Tenía que ser el negro que trabajaba en la cocina de la taberna Fraunces. Otros dos negros, Paul Swan y David Millers, le habían explicado que Matthews les había pagado para que le ayudaran a escapar.

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