Maan Meyers - El médico de Nueva York

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Varias mujeres mueren decapitadas. Una de las víctimas es el ama de llaves de John Tonneman, un joven médico neoyorquino que en 1775 regresa a su ciudad para ocuparse de la consulta de su padre, recién fallecido. Para John, la mujer asesinada era más una madre que una criada, y dolido por su pérdida se vuelca con implacable determinación en la búsqueda de! criminal. Al revuelo ocasionado por las atrocidades del psicópata, se une la violencia social de un país al borde de una guerra por la independencia. En medio de ese caos, John hallará consuelo en el amor de una hermosa muchacha.

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– ¿Qué ocurre?

Mariana se asomó por la puerta de la cocina.

– Vamos a hablar con Thomas Hickey, el hombre que hoy ahorcan, sobre los asesinatos. Estamos seguros de que fue él quien los cometió. Necesito averiguar por qué asesinó a Gretel. Ella era distinta a las demás. Comunica a mis pacientes que no tardaré.

– Os acompañaré -dijo mirando fijamente a Tonneman.

Éste sonrió.

– Molly, por favor, di tú a los pacientes que no tardaré.

– Sí, doctor John. Por cierto, he encontrado una caja en el ático…

– Ahora no tengo tiempo. Ya me lo contarás luego.

Fuera se oía el rumor de mil voces que hablaban al mismo tiempo. Según parecía, todo el mundo -soldados, ciudadanos, viejos, mujeres y niños- se dirigía a Bowery Lane para presenciar la ejecución de Hickey. Tonneman, Mariana y Goldsmith se dieron la mano para no separarse.

Se confundieron en la multitud; recibieron diversos empujones y codazos. El cielo estaba completamente despejado. Cuanto más se acercaban a Bowery Lane, más difícil resultaba abrirse paso. La gente se apiñaba impaciente para ver la ejecución.

En Bayard Street el tumulto era ensordecedor; carcajadas, gritos de vendedores ambulantes que ofrecían patatas fritas, cerveza… Era todo un acontecimiento, una feria.

Los tres se vieron obligados a soltarse de las manos al aproximarse a Bowery Lane, donde se habían congregado más de veinte mil personas, casi la totalidad de los habitantes de Nueva York. Todo el mundo había acudido para presenciar cómo ahorcaban al traidor de Hickey. Los más pequeños correteaban entre la muchedumbre lanzando gritos y risas. Los perros se unieron a la excitación general con ladridos y gruñidos, mientras dos halcones sobrevolaban la zona.

Los hombres se pasaban botellas de grog, a la espera de que empezara el espectáculo. Hickey sería el primer soldado del ejército americano ejecutado, así como el primer ejecutado de la revolución.

Tonneman y Goldsmith se abrieron paso a empellones para situarse en primera línea. Mariana había quedado rezagada.

Un pelotón de seis hombres conducía a Hickey, vestido con unos calzones grises y una camisa blanca, al cadalso que había sido erigido en Bowery Lane especialmente para él. Los seguía un sacerdote con cierta timidez.

Tonneman había perdido a Goldsmith. La multitud le impedía acercarse más. De pronto vio a su compañero delante, discutiendo con un miliciano.

– ¡Goldsmith! -exclamó-. ¡Habla con Hickey!

El interpelado hizo un gesto con la mano para indicarle que le había oído.

– ¡Hickey! -exclamó Goldsmith.

Algunos espectadores, creyendo que ese grito formaba parte del divertimiento, corearon:

– ¡Hickey, Hickey, Hickey!

Mientras tanto, el verdugo, con el rostro cubierto con una capucha negra, se preparaba para realizar su cometido. Ascendió por la escalera trasera y tensó el extremo inferior de la cuerda; el otro, que colgaba del travesaño de la horca en forma de cruz, estaba anudado. El verdugo bajó por las escaleras y obligó a Hickey a subir al cadalso; le puso la cuerda al cuello.

– ¡Hickey, Hickey! -vociferaba la muchedumbre.

El verdugo tensó el nudo alrededor del cuello del reo. La gente guardó silencio, como si todos hubieran enmudecido a la vez. Los halcones seguían sobrevolando en círculos, cada vez a menos altura.

Una voz voceó:

– Hickey, Hick… -se interrumpió.

El comandante carraspeó.

– Thomas Hickey, se te declara culpable de sublevación y conspiración. Por estos crímenes detestables serás ahorcado. ¿Quieres añadir algo antes de morir?

– Sí -respondió Hickey-. Id con cuidado con las putas.

Los congregados echaron a reír.

Uno de los halcones descendió, como si deseara contemplar mejor a Hickey. Asustado, el sacerdote se quitó las gafas y miró de soslayo al ave, que ya volvía a volar alto. Poniéndose las gafas de nuevo, se dirigió al reo:

– Prepara tu alma para Dios, hijo mío.

– Vete, predicador. ¿Para qué demonios necesito yo un sacerdote? Vete y déjame en paz.

De repente Mariana emergió de entre la multitud y corrió hacia el cadalso.

– ¡Hickey! -exclamó-. ¿Fuiste tú quien cortó la cabeza a esas mujeres?

Hickey echó a reír, mirando fijamente a Mariana.

– Caramba, chico, me extraña que me preguntes eso. Pues sí, yo maté a esas furcias malignas. Las maté a todas y, si se me presentara de nuevo la ocasión, volvería a hacerlo.

La gente lanzó un grito sofocado de asombro.

– ¡Colgadlo, colgadlo! -vociferó alguien.

Mariana se acercó lo máximo que pudo.

– Pero ¿por qué Gretel? -exclamó-. ¿Por qué mataste a Gretel?

Hickey frunció el entrecejo. Alzó la vista hacia los halcones y luego miró a Mariana.

– ¿Cuál de ellas era Gretel?

66

Viernes 28 de junio. Noche

Hickey estaba muerto.

Los tres se preguntaron si Hickey había matado a Gretel.

– Claro que fue Hickey -afirmó Mariana-. ¿Quién, si no, podría haberlo hecho?

Había que zanjar ese tema. Necesitaban zanjarlo. Se avecinaban problemas más importantes que cambiarían sus vidas para siempre.

– Sí -asintió Tonneman-. Hickey mató a Gretel, igual que a las demás; todo ha terminado.

Goldsmith suspiró.

– Confío en que tengan razón.

Así concluyó la búsqueda del asesino de Gretel. Y, lo más importante para Goldsmith, el alma de Gretel descansaba finalmente en paz.

La gente comenzaba a dispersarse; todos se mostraban eufóricos, como si el mundo hubiese alcanzado una suerte de final glorioso.

Tonneman y Goldsmith acompañaron a Mariana hasta la puerta de casa. La joven se despidió en silencio. Estaba muy pálida.

– Creo que es mejor que me vaya a casa -murmuró Goldsmith-. Últimamente he descuidado a mis hijas. -Sonrió-. Pero siempre anhelaré el caldo de pollo de Molly.

– ¿Y?

Goldsmith se encogió de hombros y se alejó.

Tonneman caminó junto al East River, oyendo las gaviotas. Contempló las colinas de Brooklyn al otro lado. De forma irónica, ese paisaje sereno recordaba la presencia de la flota en el estrecho.

Como el paseo por el río no le sosegó, Tonneman decidió pasar por la taberna Fraunces para tomar un coñac, aun sabiendo que la bebida no era la mejor solución al dolor que sentía en el corazón, como tampoco lo era la sincera amabilidad de Sam Fraunces. Había demasiado ruido para reflexionar. A juzgar por la euforia generalizada, daba la impresión de que todos los problemas hubieran terminado, cuando en realidad acababan de empezar.

Tonneman siguió paseando; recordó los días felices de su juventud junto a su padre y Gretel. Eso formaba parte del pasado, y de nada servía vivir en él.

Cuando llegó a casa, encontró una caja de metal encima del escritorio. La acarició preguntándose si había sido Molly quien la había dejado allí. Le había comentado que había encontrado algo en el ático. De todos modos, no podía dejar de pensar en las últimas palabras que Hickey había pronunciado: «¿Cuál de ellas era Gretel?»

Se frotó los ojos. Era tarde. Demasiado tarde para preguntar a Molly de dónde había sacado la caja. La mujer dormía. La casa estaba en silencio. Tras quitarse la chaqueta, entró en la cocina. Homer , que dormía como un tronco -además estaba sordo como una tapia-, ni se movió. El pobre animal se hacía viejo. Tampoco despertó cuando Tonneman probó el contenido del puchero.

Estofado de cordero. Albert Gunderson había cumplido su promesa. El estofado estaba riquísimo. Molly era una buena cocinera. Tonneman estuvo tentado de comer directamente del puchero.

Echó a reír al recordar el día que Gretel le había atrapado con las manos en la masa. «Respeta mi comida, Johnny. Come del plato, como un hombre.» Homer lanzó unos ronquidos y cambió de postura, sin despertarse. Tonneman llenó un tazón con unas cucharadas de estofado y se lo llevó, junto con una manzana, al establo.

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