Maan Meyers - El médico de Nueva York

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Varias mujeres mueren decapitadas. Una de las víctimas es el ama de llaves de John Tonneman, un joven médico neoyorquino que en 1775 regresa a su ciudad para ocuparse de la consulta de su padre, recién fallecido. Para John, la mujer asesinada era más una madre que una criada, y dolido por su pérdida se vuelca con implacable determinación en la búsqueda de! criminal. Al revuelo ocasionado por las atrocidades del psicópata, se une la violencia social de un país al borde de una guerra por la independencia. En medio de ese caos, John hallará consuelo en el amor de una hermosa muchacha.

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De ser eso cierto, Matthews era más tonto de lo que sospechaba. Como todo el mundo sabía, uno no puede fiarse de un negro; si tocaban a uno, venían dos a matarte. Hickey dio una patada a la puerta con todas sus fuerzas.

El comité, enterado de que Hickey había intentado envenenar al general Washington el martes día 7 de mayo, quería que confesase si había sido David Matthews quien se lo había ordenado. Hickey no se había dejado impresionar ni por las cosas que sabían ni por las amenazas. Todos eran unos torpes desgraciados. Si eran tan listos, ¿por qué habían tardado tanto en atraparle? Más de un mes. Habían incordiado más a ese negro de Quintin que a él; simplemente se habían limitado a preguntarle ese día si había visto a alguien sospechoso en la cocina.

No señor, no se había dejado impresionar por el comité. Mierda, si no le hubieran arrestado por falsificación, no se hallaría en esa maldita celda. Si David Matthews le había traicionado, lo pagaría muy caro. Le estrangularía con sus propias manos y lo mandaría al infierno. Con esa idea en la cabeza, Hickey se tendió en el suelo y se quedó dormido.

Aproximadamente dos horas después le despertaron para conducirle a una habitación donde cuatro oficiales de mierda comenzaron a interrogarle de modo atropellado hasta que el que estaba sentado detrás del escritorio inquirió:

– ¿Quiénes son tus compinches?

Hickey escupió. Los demás le importaban un comino, y Matthews el que menos, pero tenía claro que no era un chivato. Se convenció de que saldría del atolladero como fuera; una vez libre, tendría tiempo de sobra para ocuparse de Matthews.

El del escritorio se levantó y dijo:

– Se te acusa de sublevación y conspiración. ¿Qué tienes que decir a esto?

– Digo que me gustaría tomar una cerveza.

Después de unas preguntas más, que Hickey ignoró, el del escritorio volvió a ponerse en pie.

– Thomas Hickey, se te acusa de sublevación y conspiración. Debes saber que el 28 de junio próximo te colgaremos del cuello hasta que estés muerto, muerto, muerto.

– Podéis ir al infierno, infierno, infierno -espetó Hickey.

63

Jueves 27 de junio. Mediodía

Karl Gunderson estaba tendido en su propio tajo de carnicero como si fuera un trozo de carne de ternera.

Alrededor de él, profiriendo gritos y plegarias, se hallaba su tercera esposa, Inga, los hijos e hijas de sus tres matrimonios, sus respectivas parejas y una docena de niños. También se habían congregado en torno al carnicero los clientes habituales y aquellos que habían acudido atraídos por el morbo.

Gunderson no estaba muerto, pero agonizaba. Dada su complexión delgada, tendido ahí semejaba un esqueleto con piel.

Los familiares, temerosos de que cualquier movimiento pudiera precipitar su muerte, no osaban trasladarlo a su casa, contigua a la tienda.

Después de abrirse paso entre los clientes y curiosos, Tonneman descubrió ese caos. Le había avisado el nieto de Gunderson, Seth, un chico de unos doce años, de complexión delgada, como todos los Gunderson.

– Dejen pasar al médico -exclamó una mujer.

La cortina humana se descorrió. Inga Gunderson obligó a parientes, clientes y demás a salir a la calle.

El aire en el interior de la tienda era fétido debido al hedor a res desollada. El carnicero sostenía en la mano derecha una pata de cordero. Una cuchilla de carnicero yacía en la base del tajo, del que colgaban ordenadamente cuchillos y cuchillas de todos los tamaños.

Tonneman se inclinó sobre su paciente para tratar de reanimarle. Le salía sangre por la nariz, respiraba con dificultad y tenía la cara morada y los ojos cerrados. De repente pareció que le faltaba aire. Tonneman le levantó los párpados. Tenía las pupilas dilatadas; la del ojo izquierdo más que la del derecho. El hombre se estaba muriendo. Tonneman había visto casos como ése con harta frecuencia. Se trataba de un ataque de apoplejía.

– Traed una almohada y mantas -ordenó el doctor mientras limpiaba la sangre con un pañuelo limpio y le quitaba la res muerta de la mano.

– Voy -dijo el joven Seth echando a correr.

Tonneman tendió la res muerta a la esposa del carnicero. Descubrió que Gunderson tenía el brazo paralizado y el pulso muy débil.

Tonneman ya conocía a Inga Gunderson. La había visitado en diversas ocasiones, pues había sido una víctima más de la gripe. En la última visita le había abierto tres furúnculos y arrancado tres muelas cariadas. Tenía veinticinco años, y de las tres criaturas que había parido sólo una había sobrevivido; ese hijo, no obstante, era muy enfermizo. Condujo a la mujer a un rincón y le dijo:

– Señora Gunderson, sólo cabe dejar que la naturaleza siga su curso.

Gunderson respiraba con dificultad; tenía los labios torcidos. Los tres hijos y las dos hijas del enfermo entraron en la tienda y, junto con la futura viuda, rodearon al moribundo.

Seth regresó con la almohada y las mantas. Una hija, Emily, delgada como su madre, colocó la almohada con suavidad bajo la cabeza de su padre. Éste comenzó a expulsar espuma por la boca. Emily se la enjugó con un pañuelo.

– El delantal -susurró a su madrastra.

Inga Gunderson asintió con la cabeza, y las dos mujeres quitaron al carnicero el delantal de piel verde con mucho cuidado y se lo tendieron al hijo mayor de Gunderson, el heredero, Albert Gunderson.

De repente el moribundo prorrumpió en gritos apagados; la familia echó a llorar. Tonneman sabía que era cuestión de minutos. Le tomó el pulso; latía muy débilmente. Segundos después, Gunderson murió. Había terminado el sufrimiento. Tonneman le cerró los ojos y le cruzó las manos sobre el estómago.

No había nada más que hacer. Había sabido desde el principio que no podría ayudar a ese hombre. Se alejó del cadáver, y las mujeres ocuparon su lugar con el fin de preparar al muerto para el entierro.

Albert Gunderson acompañó a Tonneman hasta donde había atado a Chaucer. Observó cómo guardaba la bolsa en la alforja. Los curiosos permanecían ante la puerta, murmurando. Hacía mucho calor.

– Gracias, doctor.

El joven carnicero, que se había puesto el delantal de piel verde, se frotó el estómago tal y como Tonneman había visto hacer a su padre.

El doctor tendió el brazo impulsivamente para tocar el delantal. ¿Por qué no se había acordado antes? Era igual que el delantal con que estaba cubierto el cuerpo de la mujer cuya cabeza Gretel había encontrado en el pozo.

64

Jueves 27 de junio. Desde la tarde hasta el anochecer

– Albert, ¿dónde estabas la noche del sábado 25 de noviembre del año pasado? -preguntó Tonneman con urgencia.

Se le había ocurrido que si uno de los Gunderson era el asesino, le habría resultado muy fácil cometer el crimen, pues no habría tenido que justificar de dónde procedía la sangre. Sin embargo, ni Albert ni sus hermanos y cuñados respondían a la descripción del soldado de tez morena que había sido visto en la zona donde se hallaron los cadáveres.

El carnicero arrugó la frente.

– Si no recuerdo lo que sucedió la semana pasada, aún menos me acordaré de lo ocurrido el año pasado.

– Trata de recordar. Inténtalo. Es una cuestión de vida o muerte. ¿Eres un Hijo de la Libertad?

Aunque algo perplejo, el carnicero respondió con orgullo:

– Sí.

– Por tanto, estuviste en St. Paul's esa noche. ¿Lo recuerdas? Fracasó la misión del azufre.

Albert negó con la cabeza al recordarlo.

– No; no acudí. Estuve toda la semana en Long Island para comprar carne de venado. Llegué a casa el sábado por la noche. Me perdí la liturgia. Mi mujer se enfadó mucho conmigo.

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