Tonneman había estado de guardia día tras día, noche tras noche. Ahora que la ciudad estaba llena de soldados, se le reclamaba para que atendiera piernas rotas, laceraciones, disparos -a propósito o accidentales- y enfermos de disentería. La amenaza en invierno había sido la gripe; ahora, en verano, los ciudadanos se veían amenazados por la fiebre amarilla.
A causa de la escasez de médicos, todo el mundo aceptaba a Mariana como sustituta de Tonneman. Cuando él se encontraba fuera, los pacientes accedían gustosos a que Mariana los visitara. Cada día lo hacía mejor. El día anterior, «la chica curadora», según había empezado a llamarla la gente, había entablillado divinamente el brazo de un chico y asistido a una parturienta, dado que no se había localizado a ninguna comadrona.
Cerca de la propiedad de De Lancey, una columna de polvo indicó a Tonneman que por allí habían pasado muchos hombres. Goldsmith le había mostrado una octavilla que informaba de que los lealistas estaban acampados en las colinas, a la espera de partir hacia Canadá.
Le adelantó una compañía de soldados.
– ¿Adónde vais? -preguntó Tonneman al último soldado de la fila.
El soldado se encogió de hombros.
– A Kingsbridge. Hemos sabido que las tropas británicas han abandonado Boston y se dirigen hacia Nueva York.
Tonneman espoleó a Chaucer para llegar cuanto antes a casa. Se metió en la cama enseguida y se quedó dormido mientras el general Howe cruzaba el estrecho.
Martes 2 de julio. Mañana
En Filadelfia, donde el calor cubría la ciudad cual capa de humedad pesada, las trece colonias americanas empezaron a votar.
Cuarenta y nueve miembros del congreso continental escucharon la resolución escrita por el joven Thomas Jefferson, de Virginia, cuyas últimas palabras rezaban:
«… Que estas colonias unidas son, y por derecho deberían ser, estados libres e independientes; que están absueltas de cualquier vínculo con la Corona británica y que deben disolverse por completo los vínculos políticos con el estado de Gran Bretaña; que, como estados libres e independientes, tienen derecho a declarar la guerra, firmar la paz, hacer alianzas, establecer comercio y realizar cualquier acto. Y para apoyar esta Declaración, confiando plenamente en la divina providencia, hemos prometido, de común acuerdo, entregar nuestra vida, nuestras fortunas y nuestro honor sagrado.»
Nueve estados votaron a favor, y dos en contra. Delaware empató. El estado número trece, Nueva York, no se comprometió; sus delegados esperaban las instrucciones del congreso provincial, a la sazón reunido en White Plains.
En la ciudad de Nueva York pistolas, tambores y campanas de iglesias advertían de la inminente llegada de los británicos. Mientras tanto, los miembros del tercer congreso provincial de Nueva York, reunido en White Plains, no lograban ponerse de acuerdo.
Washington se preparaba para recibir al enemigo. El general envió un regimiento a Paulus Hook, en Nueva Jersey, exactamente frente al puerto de Nueva York. El general Israel Putnam, por su parte, condujo a sus hombres a Staten Island para recibir a la infantería enemiga.
Goldsmith llevó a Rutgers Hill una octavilla en que se conminaba a los habitantes de Long Island a prepararse para la lucha.
El comité de seguridad acusó al alcalde destituido, David Matthews, de «planes peligrosos, conspiración y traición contra los derechos y libertades de los americanos». Asimismo se le acusó de conocer, o estar involucrado, en el complot del gobernador Tryon para asesinar al general Washington y volar el fuerte. Tryon fue condenado a pena de muerte; fue escoltado hasta Litchfield, Connecticut, donde fue encarcelado a la espera de que se ejecutara la sentencia.
Jueves 4 de julio
En Filadelfia, una tormenta repentina refrescó el ambiente. La Declaración debatida durante más de tres semanas fue finalmente aceptada; doce votos a favor y una abstención.
El único estado que se abstuvo fue Nueva York.
Martes 9 de julio. Primera hora de la tarde
El calor había disminuido. Una suave brisa agitaba las hojas de los árboles del Common. Tonneman y Mariana paseaban tranquilamente, ajenos a que la gente que conocía a la familia Mendoza se divertía al ver a la joven vestida por primera vez con ropas femeninas.
En menos de un mes, Mariana se convertiría en la esposa de Tonneman. La deseaba con toda su alma. Aún no acababa de comprender cómo al principio la había confundido con un chico.
No sólo Mariana ocupaba sus pensamientos. El día anterior el cuarto congreso provincial de Nueva York había votado finalmente a favor. En cuanto los delegados de Nueva York en el congreso continental hubieron cambiado su abstención por el voto afirmativo, la Declaración fue aceptada por unanimidad.
Mariana le apretó el brazo; Tonneman la miró. La pasión que despedían sus ojos negros le envolvieron cual nube ardiente. Estaba excitado. Se preguntó qué ocurriría si se la llevaba a Rutgers Hill ese mismo día. Si dentro de un mes ya se habría convertido en su esposa, poco importaba lo que hicieran esa tarde.
De pronto se oyó un ruido ensordecedor de botas y cascos de caballo. Se levantó una espesa polvareda. Era como si el ejército del general Washington en pleno hubiese irrumpido en el Common.
Los soldados de infantería formaron un gran círculo. En el centro, el general Washington y sus oficiales desmontaron. A la izquierda se situaron el abanderado y el pregonero público. El primero mostró orgulloso la bandera de la revolución: en el extremo superior izquierdo aparecían las cruces rojas, blancas y azules de la Unión, y el resto estaba ocupado por trece rayas rojas y blancas que representaban las trece colonias.
El general Washington exclamó:
– Ordeno que se lea en voz alta la Declaración de Independencia a las tropas.
El pregonero dio un paso al frente.
– Escuchad todos; se trata del anuncio del congreso continental.
– Al fin ha llegado -comentó Tonneman con excitación.
Las campanas de las iglesias comenzaron a repicar, atrayendo a hombres, mujeres y niños al Common. El pregonero carraspeó y empezó a leer lo que acababa de llegar de Filadelfia:
– «Cuando, en el curso de la historia, se hace necesario que un pueblo rompa los lazos que le unen con otro y que asuma, entre los poderes de la tierra, la condición de separación e igualdad que las leyes de la Naturaleza y de Dios le han otorgado por derecho, el respeto a las opiniones de la humanidad requiere que declare las causas que le mueven a separarse.
«Consideramos que estas verdades son incuestionables, que todos los hombres nacemos iguales…»
Los congregados, que habían escuchado en silencio, prorrumpieron en vítores.
– ¡Viva!
– Amén.
– ¡Bravo!
Tonneman se quitó el sombrero y se mesó el cabello.
– ¡Por fin!
Ben se abrió paso entre la multitud; estaba radiante de felicidad.
– Hermana, John, hoy es un día para estar vivo. ¿Lo notáis?
Abrazó a Tonneman y besó a Mariana.
Tonneman asintió.
– Espero que estemos a la altura de las circunstancias. Los ingleses jamás tolerarán esta declaración de independencia. Están preparados para atacar. Confío en que nosotros también estemos preparados.
– Jamás pisarán Nueva York -intervino un comerciante.
– Espero que tenga usted razón.
Mariana sintió escalofríos y se echó el chal sobre los hombros.
– Ahí está Joel -exclamó Ben-. Me voy.
Oso Bikker, a lomos de su caballo, divisó a su pariente entre la multitud y le llamó a voz en grito.
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