Peter Tremayne - El Valle De Las Sombras

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Sor Fidelma ha sido enviada por su hermano, rey de Cashel, ante el jefe de Gleann Geis, el «valle prohibido». Con el temible Laisre deberá negociar el permiso para construir en su territorio una iglesia cristiana y una escuela que reemplacen los santuarios paganos de los druidas. Laisre es famoso por su hostilidad hacia la nueva religión, y Fidelma sabe que tiene entre manos una misión nada fácil. En efecto, a la entrada de Gleann Geis, la recibe una visión espeluznante: los cuerpos desnudos de treinta y tres jóvenes asesinados, dispuestos en un círculo. Cada cadáver muestra las señales de haber sido apuñalado y estrangulado; cada cráneo ha sido destrozado. ¿Quién puede ser el responsable de un acto tan siniestro sino el salvaje Laisre?
A medida que avanza con el hermano Eadulf a través del valle de las sombras, Fidelma se ve enfrentada a un peligro que nunca antes había conocido.

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Se habían desviado de una pequeña estribación, cuando de pronto apareció una banda de guerreros de dos direcciones, gritando y enarbolando espadas amenazadoramente. Fidelma tiró del caballo y lo hizo girar en círculo, pero estaban rodeados y no tenían armas para defenderse. El caballo de Eadulf reculaba y alzaba las patas delanteras. Le costó no caer de la silla, pero consiguió hacerlo, así como mantener al animal bajo control.

Eadulf se halló renegando entre dientes, olvidando por completo su vocación religiosa. Era la segunda vez en un día que lo iban a coger prisionero.

Los guerreros se detuvieron en cuanto los hubieron encerrado en un círculo, con las espadas apoyadas sobre las monturas, preparadas para ser empuñadas de un momento a otro. Fidelma sintió que se le helaba la sangre. Aquellos no eran los hombre de Ibor.

– ¡Un momento! -gritó la voz familiar de una mujer.

El círculo de guerreros montados se abrió para dejar paso a un jinete. Sin duda, aquella esbelta figura era su jefe; se quitó el casco de guerra y los inspeccionó con una mirada adusta.

– Creíamos que habíais renunciado a nuestra hospitalidad, Fidelma de Cashel.

Era Orla, y la miraba con una siniestra expresión de satisfacción.

– Como veis -respondió Fidelma, impávida, como si la actitud de los guerreros no fuera amenazadora-, íbamos de regreso a Gleann Geis. No os habíamos dejado.

La certeza de su afirmación era bastante evidente, pues se encontraban a unos ochocientos metros de la entrada al desfiladero, y hasta el momento habían cabalgado en esa dirección. Orla hizo un leve gesto de asombro al darse cuenta de ello. Luego torció el gesto.

– Ni yo os dejaré en paz, Fidelma, hasta que no os retractéis de la acusación que hicisteis contra mí -dijo con hosquedad, con la voz crispada por la furia-. ¿Por qué os marchasteis?

– Esperaba que Murgal os hubiera explicado por qué -comentó Fidelma con aparente despreocupación.

– ¿Murgal? ¿Qué tiene que ver Murgal? -exigió la esposa del tánaiste de Gleann Geis.

– Murgal es un brehon. Él sabe qué me obligó a abandonar la hospitalidad de vuestro hermano.

– Bien, pero ya que Murgal no está aquí, quizá vos podáis explicarlo. Mejor aún, quizá vuestro amigo sajón querría explicármelo. Así podré estar segura de que me dicen la verdad.

Fidelma miró a Eadulf con preocupación, esperando que supiera improvisar o, cuando menos, que no hiciera ninguna alusión a Ibor y a sus hombres.

– La explicación es harto sencilla -dijo el sajón con tranquilidad-. Hemos venido a inspeccionar los restos de los hombres asesinados y a seguir las huellas para ver si descubríamos algo que Colla hubiera pasado por alto.

Orla lo miró con suspicacia.

– Sabía que no habíais dado crédito al informe de mi esposo después de venir a examinar los cuerpos.

– No es una cuestión de dar crédito o no. Vuestro esposo, Colla, no es un dálaigh de los tribunales, señora -precisó Eadulf-. No tenía por qué saber qué buscar en concreto. Y no hay nada como una observación cualificada y propia.

Orla apretó los dientes para contener la furia.

– Ésa no es la razón. Sé que queréis destruirnos a mi esposo y a mí. Por qué, no lo sé.

Fidelma la miró con tristeza.

– Si no habéis cometido ningún acto punible, nada tenéis que temer. Pero Eadulf ha dicho la verdad. La mejor manera de investigar la escena del crimen es hacerlo de primera mano.

Orla seguía sin creerles.

– ¿Y por qué Murgal tendría que saber dónde estabais? No le dijisteis nada, y estaba tan desconcertado como nosotros por vuestra huida de la ráth.

– No lo habría estado si hubiera pensado con calma dónde podíamos estar -dijo Eadulf en un tono confidente, inclinándose sobre la silla-. Veréis, como brehon, tendría que saber que un dálaigh nunca aceptaría una prohibición como la que promulgó Laisre. Cualquier dálaigh está obligado a ver las pruebas sin intermediarios.

Por un momento, Orla parecía estar confusa.

– ¿De modo que seguisteis las huellas? -preguntó a Fidelma con curiosidad, acaso con miedo en la mirada-. ¿Descubristeis algo que pasara por alto Colla?

Fidelma creyó que era el momento oportuno para desviar la conversación.

– Es tal como había dicho Colla -respondió Fidelma con indiferencia-. Las huellas se desvanecían y no hemos encontrado nada más.

Orla le dirigió una mirada escrutadora; luego suspiró y recuperó su expresión de desdén.

– ¿Así que ha sido una pérdida de tiempo?

– Una pérdida de tiempo -repitió Fidelma, dándole la razón.

– En tal caso no os importará que mis guerreros y yo os escoltemos hasta la ráth de Gleann Geis.

– Fidelma se encogió de hombros.

– Tanto da si nos escoltáis o no, ya que hacia allí nos dirigíamos.

Orla hizo una señal a los guerreros, que envainaron las espadas y apartaron los caballos para que Fidelma y Eadulf pudieran pasar el desfiladero. Orla acercó su caballo al de Fidelma y avanzaron con Eadulf detrás de ellas y la columna de guerreros montados a la zaga.

– Os hemos contado el resultado de nuestras investigaciones -observó Fidelma-. A cambio, vos podríais informarnos de las indagaciones de Murgal sobre la muerte del hermano Dianach. ¿Han encontrado ya a Artgal?

Orla le lanzó una mirada de irritación. Por un instante parecía que fuera a negarle una respuesta, pero se encogió de hombros para contestarle con despreocupación:

– Murgal ya ha resuelto el misterio. Al menos no podéis afirmar haberme visto huir tras esa muerte.

Fidelma decidió obviar el ataque. No obstante, le interesó oír que Murgal había resuelto el misterio.

– ¿Quién es el culpable? -insistió.

– Artgal, claro está.

– ¿Así que han descubierto a Artgal y ha confesado?

– No -respondió Orla-. Pero al desaparecer reconoce su culpa.

Fidelma agachó la cabeza con aire pensativo. Guardó silencio unos instantes antes de hablar.

– Es cierto que la desaparición de Artgal da mala espina. Sin embargo, sólo puede servir para decir que no le convenía nada huir. Y decir que al hacerlo le señala como culpable lo demuestra.

– A mí me parece lógico -saltó Orla-. Ese monje cristiano sobornó a Artgal. Cuando se supo, Artgal lo mató para que no contara lo que sabía.

– Algo falla en ese argumento, Artgal había sido ya desenmascarado -observó Fidelma.

– Además -añadió Eadulf con confianza-, Nemon podría dar fe de que el hermano Dianach le había comprado las vacas para dárselas a Artgal. Y Artgal ya había confesado que las había recibido.

Orla casi habló con desprecio.

– Deberíais instruir mejor a vuestro ayudante sobre las leyes de los brehon.

Eadulf miró inquisitivamente a Fidelma.

– Una prostituta no puede testificar -explicó Fidelma con serenidad-. Según dicta el Berrad Airechta, una prostituta no puede prestar declaración en contra de nadie. De manera que cualquier declaración que Nemon hiciera es inaceptable ante la ley.

– Pero Murgal es su padrastro y él es brehon. Es ridículo. Con un padre que posee tanto poder, Nemon ha de tener por fuerza algún derecho en este asunto, ¿no?

– Es nuestra ley, sajón -le espetó Orla.

– Aunque la ley así lo disponga, la verdad sigue siendo la verdad -replicó Eadulf categóricamente.

Dura lex sed lex - suspiró Fidelma, repitiendo en latín una frase parecida a la que Murgal había empleado con él-. La ley es dura, pero es la ley… por el momento. He sabido que el abad Laisran de Durrow propondrá una enmienda de esa ley en el próximo Gran Consejo…

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