Peter Tremayne - El Valle De Las Sombras

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Sor Fidelma ha sido enviada por su hermano, rey de Cashel, ante el jefe de Gleann Geis, el «valle prohibido». Con el temible Laisre deberá negociar el permiso para construir en su territorio una iglesia cristiana y una escuela que reemplacen los santuarios paganos de los druidas. Laisre es famoso por su hostilidad hacia la nueva religión, y Fidelma sabe que tiene entre manos una misión nada fácil. En efecto, a la entrada de Gleann Geis, la recibe una visión espeluznante: los cuerpos desnudos de treinta y tres jóvenes asesinados, dispuestos en un círculo. Cada cadáver muestra las señales de haber sido apuñalado y estrangulado; cada cráneo ha sido destrozado. ¿Quién puede ser el responsable de un acto tan siniestro sino el salvaje Laisre?
A medida que avanza con el hermano Eadulf a través del valle de las sombras, Fidelma se ve enfrentada a un peligro que nunca antes había conocido.

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Guardaron silencio al pensar en el golpe de suerte que había evitado que aquella conspiración, cuidadosamente urdida, se hubiera frustrado.

– Una vez Sechnassuch me dijo que erais una persona individualista, Fidelma -prosiguió Ibor con respeto-. Sechnassuch dijo que sois una rebelde, contraria a la forma tradicional de hacer las cosas.

– Fue una conspiración bien pensada -reconoció-, pero, Ibor, aún no nos habéis dicho quién es el responsable de la matanza.

Ibor contestó sin vacilar:

– Guerreros del propio Ailech. Hombres elegidos de entre la escolta personal de Mael Dúin, que no han jurado lealtad a nadie más que a él.

– ¿Presenciasteis vos esta matanza? -preguntó Eadulf.

– No, no la presenciamos, ya que de lo contrario habríamos hecho lo posible para evitarla -respondió Ibor con calma.

– Entonces, ¿cómo sabéis que fue obra de los hombres de Ailech? -insistió Eadulf.

– Muy fácilmente. Nuestro grupo, formado por veinte guerreros encabezados por mí, seguía al hermano Solin y al hermano Dianach. Sabíamos que nos conducirían hasta la esencia de la conspiración de Mael Dúin. Los seguimos desde Armagh en su viaje hacia el sur durante muchos días. Durante el viaje, el hermano Solin se encontró con una extraña comitiva. Se trataba de una banda de guerreros de Ailech. Escoltaban a una columna de prisioneros. Todos iban…

– ¿Encadenados con grilletes? -lo interrumpió Fidelma.

– ¿Cómo lo sabéis? -preguntó Ibor-. Yo mismo vi los cuerpos después de la matanza, y los hombres de Ailech habían retirado cualquier signo de identificación, como los grilletes o la ropa, cualquier signo que pudiera identificar a los perpetradores del acto.

– Vi las rozaduras y las heridas del hierro en los tobillos. También me fijé en las plantas de los pies: estaban cubiertas de ampollas y rasguños, lo cual indicaba que les habían obligado a caminar una larga distancia.

Al señor de Muirthemne no pareció impresionarle su deducción.

– De hecho, así es: les hicieron marchar a pie desde Ailech. Maldigo ese lugar. Debieron de ser reos seleccionados cuidadosamente que el tirano, Mael Dúin, reuniría para marchar hacia el sur con el propósito concreto de este espantoso crimen. Con los guerreros iban otros hombres a pie, que llevaban grandes perros atados para disuadir a los prisioneros, supongo, de que no intentaran escapar. Algo que me llamó la atención entonces fue que, al final de esta extraña comitiva, iban dos carros vacíos, grandes carros de granja, de los que usan para cargar paja.

– Ah, sí -asintió Fidelma-. Los carros. Suponía que los había. ¿Qué pasó exactamente en este encuentro que presenciasteis entre Solin y los hombres de Mael Dúin?

– El hermano Solin y el que estaba al mando de los guerreros de Ailech se saludaron de un modo amistoso, y acamparon juntos durante un día antes de que el hermano Solin reanudara su viaje con el hermano Dianach.

– ¿Identificasteis al comandante de estos guerreros? -interrumpió Eadulf.

– No lo identifiqué por su nombre, pero no me cabe la menor duda de que está bajo la protección de Mael Duín. En cambio, de quien sí que puedo hablaros es de una persona que había entre estos guerreros… -guardó silencio para causar un mayor efecto, pero al ver la expresión irritada de Fidelma, prosiguió enseguida-. Una mujer llegó a caballo al campamento. Era evidente que la esperaban, y la recibieron con muestras de cortesía. He visto a esa misma mujer en Gleann Geis. Una mujer esbelta, de presencia autoritaria.

Fidelma levantó la cabeza con una sonrisa de satisfacción:

– ¿Era Orla, la hermana de Laisre?

– No se me ocurre otra mujer de Gleann Geis que tenga tanto parecido con la persona que acudió al encuentro de los hombres de Ailech y el hermano Solin -contestó Ibor con seriedad.

Capítulo 17

– ¡Orla! -exclamó Fidelma con un suspiro de satisfacción-. Estaba segura de que era ella a quien había visto en la entrada a las cuadras.

– Permitidme que precise -se apresuró a añadir Ibor-. No podría jurar que fuera Orla quien se encontró con el hermano Solin y los hombres de Ailech. Los estábamos espiando de lejos, no lo olvidéis. Yo no conocía a Orla en ese momento. Pero no vi a nadie en Gleann Geis con el mismo tipo de atuendo y autoridad de mando como la mujer que vi. Por otra parte, quisiera destacar un hecho. Durante este encuentro, hubo un alboroto. Al parecer uno de los reos había escapado. El hombre a cargo de los perros salió en su busca, y la mujer habló con el cabecilla: por lo visto quería dirigir la caza ella misma, y partió a caballo con tres cazadores y sus perros.

– ¿Tratasteis de rescatar al prisionero que había huido? -preguntó Eadulf.

Ibor se encogió de hombros con resignación.

– Era imposible hacerlo sin revelar nuestra presencia. Apenas una hora después lo prendieron y lo volvieron a llevar al campamento. Fue entonces cuando reparamos en que era sacerdote, porque llevaba tonsura. El destino que esperaba a aquellos hombres encadenados no era imaginable, ya que de saberlo habríamos intentado rescatarlos. Estaba más preocupado por seguir a Solin y, para mi vergüenza, los abandoné a su suerte al no imaginar la atrocidad que se perpetraría contra ellos.

– De hecho, no creo que nadie pudiera imaginar la terrible matanza que se cernía sobre ellos -concedió Fidelma-. No es culpa vuestra. ¿Y qué hicisteis entonces?

– A la mujer le resultó fácil dar caza a aquel pobre prisionero. Después de regresar al campamento, habló con todos un momento, y luego se marchó con el hermano Solin y el hermano Dianach, y dos guerreros de Ailech. Se dirigieron hacia Gleann Geis.

– El hermano Solin y el hermano Dianach fueron derechos al desfiladero, pero no la mujer. Con los dos guerreros de Ailech, cruzó el valle para llegar al lugar donde colocarían luego los cuerpos, acaso para mostrar a los guerreros cuál era la zona más indicada. A continuación, los guerreros se reunieron con el resto del grupo, mientras que la mujer desapareció entre las colinas.

– Es una pena -suspiró Fidelma.

– ¿El qué?

– Es una pena… -repitió-. Si la mujer hubiera entrado en Gleann Geis con Solin y Dianach…

– ¿Qué?

– Habríamos confirmado que se trataba de Orla al averiguar, por los centinelas, quién acompañó a Solin y a Dianach hasta el valle.

– Me pregunté para qué iría el hermano Solin a Gleann Geis -prosiguió Ibor-, sin haber aclarado todavía todas las variantes de la conspiración. Entretanto, mis hombres y yo descubrimos este escondrijo y decidimos que sería la base de nuestra misión hasta que averiguáramos más detalles. Entonces sucedieron dos cosas.

– ¿Qué?

– Primero, mientras nos ocultábamos en las colinas, mis exploradores me informaron de que los guerreros de Ailech habían matado a los prisioneros. Los habían asesinado a orillas de las aguas someras de un arroyo en el interior de las colinas; habían desnudado los cuerpos, los habían cargado en carros y los llevaron hasta la cañada… como he dicho, al lugar que la mujer había indicado a los otros. Nos disponíamos a seguirles, cuando advertimos que los guerreros de Ailech regresaban con los carros vacíos. Vimos que uno de los carros estaba manchado con la ropa sanguinolenta de las víctimas. Entonces ambos carros se dirigieron hacia el norte, escoltados.

Ibor se pasó la mano por la boca con disgusto al recordar la escena.

– Proseguid -lo instó Eadulf, intrigado por el horror.

– Entonces mis exploradores me informaron de vuestra llegada a la llanura y que os habíais detenido allí donde habían dejado los cuerpos. Al cabo de un rato, desde el punto estratégico de las colinas donde estábamos, vimos que, al cruzar la llanura, os recibió una banda de guerreros encabezados por una mujer. A juzgar por su aspecto, parecía la misma que se había encontrado con los guerreros de Mael Dúin.

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