Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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¡Qué fácil cambia el avasallamiento una vida en vengativo albedrío! Espartaco también fue un recto maestro de esgrima antes de sublevar a los esclavos y lanzarse contra nuestro pueblo.

Tiberio nunca exigió ningún cargo, por lo tanto, hube de imponérselos, puse en su lecho mujeres que suponía le harían bien (cuando ni siquiera lo amedrentaba un dragón como Julia), lo introduje en la sociedad de poetas y filósofos, pues eludía el trato de las personas, excepción hecha de los soldados, y todo lo aceptó con indiferencia. Fuese donde fuere que se encontrare, siempre llevaba una vida sencilla, y en Roma llega a desdeñar la escolta de los lictores, mientras otros, de una clase inferior, jamás se dan por satisfechos por muchos que reúnan a su alrededor. Torpe y pesado transita por Roma y en cada uno de sus movimientos se observa que le falta la espada.

¡Por la divinidad de Apolo!, no es tonto, no, gozó del mejor adiestramiento en retórica griega, pero parece tener inhibiciones para ponerla en práctica, como un mancebo en el lupanar cuando va a probarse como hombre y fracasa. Cierto día, para dar testimonio de su bondad, anunció su intención de visitar a todos los enfermos que soportaban en Roma un pesado destino y brindarles consuelo de acuerdo con el ejemplo del divino Augusto. Eso fue lo que dijo, pero sus hombres ejecutaron su cometido de otro modo. Reunieron a los enfermos sin contemplar su capacidad de movimiento, los clasificaron por enfermedad y de este modo pretendieron ofrecer al emperador un espectáculo excitante. De hecho, Tiberio había tenido la intención de visitarlos en sus casas y en sus lechos y, al percatarse del error de su gente, mi hijastro se quedó mudo. Hasta después de prolongada vacilación, mientras los enfermos sufrían más de la cuenta el calor de la jornada, no se acercó a cada uno y no balbuceó palabras de consuelo, sino de disculpa para la gente de la clase baja.

No, Tiberio no es el sucesor que hubiera deseado para el principado, al que hice por propia voluntad mi heredero, así como mi divino padre Julio lo hizo conmigo. Lo admito, cedí a las presiones de Livia, quien recurrió a todos los portentos y promesas de esta tierra para probar que Tiberio era un César por voluntad de los dioses.

A modo de prueba, Livia arguye que, estando encinta de Tiberio, tomó un huevo de gallina de un nido, le dio calor con las manos ayudada por sus esclavas, y al cabo de unos días la cáscara se hendió para dejar salir un pollito con una cresta en forma de corona. El astrólogo Escribonio predijo al niño un gran futuro. Ceñiría en su cabeza una corona sin diadema. Cuando Tiberio, camino de Iliria, consultó el oráculo de Gerión, le ordenaron arrojar en la fuente de Apono tres dados de oro: los tres mostraron la cara con el número más alto. Lo dice Livia.

No es un secreto que Tiberio no marchó por propia voluntad a Rodas, donde llevó por ocho años el pallium griego, calzó sandalias con correas anudadas hasta la media pierna y vivió una vida senciil- en una granja: esto sucedió a instancia mía. Su nombramiento como legatus sólo me sirvió de excusa. Su alejamiento de Roma (aconteció durante el consulado de Décimo Lelio Balbo y Cayo Antistio Veto) no debía tener la apariencia de una proscripción, si bien no era otra cosa. En aquel entonces, preví como sucesores a mis sobrinos Cayo y Lucio, sin llegar a decidirme por uno u otro, y un tercer candidato no podía causar sino mayor desasosiego.

Cuando le comuniqué mi decisión a Tiberio, prorrumpió en lágrimas, pataleó como un infante iracundo y por cuatro días se negó a tomar alimento alguno, pero yo conocía a mi Claudio y sabía que no era capaz de aguantar hasta las últimas consecuencias. Y aun cuando para entonces ya se había hartado de mi hija Julia, a quien le había entregado por esposa, hizo hincapié en su fidelidad conyugal y sus deberes de padre. Me mantuve inflexible, pero prometí no emplear jamás la palabra "proscripción" en relación con su nombre. Antes bien, siempre presentaría el brillante ejemplo de Marco Agripa, quien, cuando Marco Marcelo fue llamado a desempeñar los negocios del Estado, se retiró a Lesbos para no obstaculizar el camino al otro. ¿No había sido Agripa un hombre importante?

Este parangón surtió su efecto, pues Tiberio vivía de arquetipos, más aún, se consideraba realizado al copiar modelos. ¡Por Júpiter, que personaje deplorable! Las ideas e iniciativas propias le son tan ajenas como las deidades con cabezas de animales de los egipcios. Hube de ocuparme hasta de su separación de Julia, a quien envié en su nombre el acta de divorcio, según lo prevé la ley. Creo que, de no haber mediado mi intervención, hubiese tolerado hasta el fin de sus días el adulterio y la vida disipada de ese monstruo. ¿Por qué, oh, dioses de Roma, me quitasteis a Cayo y a Lucio y me dejasteis a este Tiberio, un provecto prematuro? Obligado por la necesidad, después de la muerte de ambos, mandé a Tiberio regresar a Roma. ¿Qué otra alternativa me quedaba sino conferirle la tribunica potestas y convertirlo en el segundo hombre del Estado? Fue un error.

El César no debiera nombrar en vida a un corregente, pues es firmar la propia sentencia de muerte. El César debe gobernar para bien del Estado, caer cuando le llega su hora y morir según la voluntad de los dioses. De este modo y de ningún otro debe dejarle lugar a su sucesor, tal como procedió mi divino padre. Todo otro pensamiento o plan, por honestas que sean las intenciones, confunden al pueblo. Un pueblo no puede servir a dos señores, y un princeps no se hace, nace.

Y bien, como he obrado de distinta manera, debo temer por mi vida, en los ridículos treinta días que aún me quedan.

XXX

En relación con lo que escribí hace dos días olvidé mencionar que, como todo romance, el mío con Terencia tuvo un desenlace indigno. Los hombres viven del olvido, las mujeres del recuerdo. De este modo, la pasión degeneró en hábito y ambos regresamos a Roma decepcionados. Mecenas no perdonó jamás a Terencia nuestra aventura en las Galias. El matrimonio se disolvió poco después bajo el consulado de Marco Valerio Mesala y Publio Sulpicio Químo. Jamás me hizo un reproche, pero todos mis intentos de consolar a Terencia sobre la extinción de mi pasión, fracasaron en su amargura. Los mensajes que le hice llegar quedaron sin respuesta, y un buen día Terencia desapareció y nunca pude averiguar su paradero.

Entonces me despreciaba y no hubo mujer alguna, ni siquiera Livia a quien no se le pasó inadvertido mi desliz, capaz de apartarme de la repugnancia que sentía por mí mismo. Asqueado, despedía sin tocarlas a las empolvadas criaturas, apenas púberes, con las que en situaciones análogas, buscaba complacerme. El lecho en el que me revolcaba como un verraco, se me antojaba podrido y húmedo aunque las sábanas eran las mismas de siempre, me levantaba, entonces me vestía aprisa, pasaba a hurtadillas frente a los guardias dormidos y me escapaba del palacio.

La noche transforma a una ciudad y la oscuridad convierte a unas en ninfas y a otras en rameras. De noche, Roma es una prostituta, un ser que repele por su agitación, un ser maloliente, venal y chillón. Esa noche comprendí mejor que nunca por qué Horacio, Virgilio, Propercio y Tibulo le volvieron la espalda. Desaliñada como una ramera después de realizado su cometido, yacía allí despojada del brillo de los templos y pórticos. Se me antojó que negras bestias dotadas de muchas patas intentaban apoderarse de ella para devorarla. ¡Por la divinidad de Venus y Roma, qué ciudad! ¿Dónde estaba la sonrisa que acompaña a una mujer de noche, su deseo de agradar? En lugar de sonrisa esta ciudad esgrime una risa cínica, cinismo hasta debajo de los altos tejados. Despreocupada, como si no existieran leyes, exhibía su impudicia en lugar de encantos físicos y gracia. Más aún, creí reconocer que aquellos encargados de velar por la ciudad se alineaban entre los ilegales que practican la usura y especulaciones clandestinas, se entregan a juegos de azar junto a las alcantarillas y comercian con esclavos por caminos prohibidos. A la luz de las teas los rostros mostraban la máscara solapada de rufianes, encubridores y ladrones, o las facciones extrañas de los individuos a los que está vedada su permanencia en Roma. Salían de sus agujeros como voraces alimañas, acuclillados en torno a los fuegos intercambiaban mercancías prohibidas, oro e ideas… seguramente no para bien del Estado.

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