A fin de congraciarse con los jerosolimitanos Herodes prometió compensar a cada uno de nuestros legionarios que renunciara a saquear a la ciudad y a sus habitantes con bienes por igual valor. Con este proceder creyó ganar amigos entre los judíos, pero su intervención no surtió efecto, porque en razón de no ser hijo de madre judía seguía siendo por ley un extraño en su propia tierra. Y sus promesas lo llevaron al borde de la ruina financiera. Antígono fue capturado por los romanos y ejecutado.
Los judíos son un pueblo peculiar. Mil años de fatalidad les han trastornado la cabeza. No dejan de hablar del fin de los tiempos, niegan la supervivencia del alma después de la muerte, como lo enseñan los filósofos griegos y, asimismo, el fatal destino de la existencia humana. Como los polluelos que buscan el calor de la clueca, se aglomeran en sus templos y prohíben con la espada la entrada a ellos de todo infiel, como si fueran a llevarse consigo los misterios del espiritú.
Aunque su templo es más grande que cualquier templo de Roma, se honra en él a un solo dios, del cual afirman que es el único y verdadero. Este híbrido es de su propiedad y por eso los aborrezco. Pues silos egipcios adoran a deidades representadas por hipopótamos preñados y mujeres con cabeza de gato, ninguno de sus sacerdotes calvos osa negar a los dioses romanos.
Hoy me arrepiento de haberles dejado a los judíos su dios. Creía que un solo dios era impotente contra el panteón romano, pero me equivoqué. Un pueblo que adora a un solo dios, queda más a merced de él que un pueblo politeísta. Nosotros ofrecemos sacrificios a dioses de los cuales no conocemos siquiera su prosapia como Pales, el dios de las dehesas, en cuyo honor celebramos en aprilis las Palias con hogueras de rastrojos y pasteles de mijo. Veneramos a Cardea, la diosa de los goznes de las puertas, y a Abundancia, y en todo el imperio no se les ha erigido un templo. Si anunciara su fin como corresponde al Pontifex maximus , ningún romano levantaría la voz, pero si un extraño posara el pie en el umbral del templo de los judíos, desprovisto de estatuas donde veneran a su único dios, todos los judíos se alzarían como un solo hombre.
Esto causa risa, pues en silos judíos están desavenidos y cada uno es enemigo de su vecino. Aquellos que se asemejan a nuestra nobleza, los que invisten cargos del Estados, son los saduceos. Aceptaron a Herodes y la supremacía romana y su fe es conservadora como la del Senado romano. Estos saduceos que ponen en duda la supervivencia del alma, son enemigos de los fariseos. Aquellos judíos que en su mayoría pertenecen a la capa media del pueblo son afectos a las innovaciones religiosas y, asimismo, bien dispuestos para los compromisos politicos. Se llama esenios a aquellos ascetas que se retiran al desierto para orar, y zelotes a los radicales desposeídos. A estos es a quienes considero los más peligrosos, porque sus actos son regidos por fantasías y raros engendros de su cerebro.
Lo peor no es que alguien cualquiera les haya dicho en algún momento que vendría un profeta para liberarlos de todos sus enemigos e instaurar un imperio judío de paz y justicia, lo malo es que creen en ello firmemente, lo malo es que no reconocen a ese hombre en mí, Caesar Augustus Divi Filius , quien les ha traído la paz bajo Herodes y establecido los límites de un reino que en tiempos de su rey no era mucho más grande.
En todo el Imperio Romano se levantan sectarios y falsos profetas seducidos por los zelotes y anuncian la venida de un salvador del mundo. ¿Qué esperan aún? Yo, Caesar Augustus Divi Filius ¿no he traído la paz a los hombres? ¿No me ha ensalzado Virgilio como salvador del mundo en su Georgica? ¿Qué más pretendéis, hombres desmedidos?
A la muerte de Herodes, los judíos le imputaron cualquier cantidad de infamias, porque estaba en contra de las masas y me alababa como salvador y redentor, como al mesías cuya venida anunciaban los profetas desde tiempos remotos. De mortuis nil nisi bene . Sin embargo, apenas los restos de Herodes fueron inhumados en su Herodeion, los judíos dijeron que el año de su muerte el rey había mandado matar a todos los recién nacidos porque los astrólogos de la Mesopotamia habían pronosticado el nacimiento de un Mesías y un cometa les había señalado el camino para llegar a él. ¡Como si un lactante pudiera disputarle el trono a un septuagenario!
Pero así como el pueblo carece de unidad entre sí, las familias tampoco viven en concordia. Los judíos no conocen el respeto por los ancianos y la ley del matrimonio es para ellos más un mal que un deber. Herodes decía poseer diez esposas, lo cual le hubiera significado el destierro en Roma, y, según creo, otros tantos hijos, todos enemistados entre si y con su padre. En la disputa por la herencia del provecto soberano hubo tanta violencia que durante el consulado de Marco Valerio y Publio Sulpicio Quimo, Herodes huyó a Aquilea donde me encontraba en ese momento.
Venía en compañía de dos de sus hijos, Alejandro y Aristóbulo, quienes, según declaró, atentaban contra su vida para apoderarse de la corona. Yo, Caesar Augustus Divi Filius , debí oficiar de mediador entre dos generaciones. En consecuencia, amonesté a los hijos por sus negros pensamientos y desear la muerte a su progenitor, y, por otro lado, también censuré al padre por recelar de sus propios vástagos. Mis palabras surtieron efecto y ambas partes se confundieron en un estrecho abrazo de reconciliación mientras derramaban ardientes lágrimas.
En agradecimiento, el rey judío donó a los romanos trescientos talentos para los juegos circenses. A Herodes le gustaban los ludi , y por aquellos días los eleos proyectaban suspender sus juegos, celebrados desde tiempos muy remotos, y despedir a los helanodices. El monarca no vaciló ni un instante, ofreció ayuda personalmente y donó una gran cantidad de oro que posibilitó mantener la continuidad de los juegos hasta el día de hoy.
Cuando fue inaugurada la ciudad portuaria de Cesarea con la debida pompa, el rey organizó juegos griegos: juegos de competencia deportiva y certámenes de músicos, además de juegos romanos que comprendían carreras de carros, combates de gladiadores y luchas con fieras. Corrió entonces el rumor de que yo, el César de Roma, había pagado la descomunal competencia para que fuese digna de un acontecimiento romano. ¡Tan poca fe merecía la generosidad de Herodes! Dejé que la gente pensara lo que le viniera en gana, pues no necesitaba avergonzarme.
Así era Herodes, el rey de los judíos, que no era judío. Desde su lecho de muerte llegó a juzgar todavía a aquellos insensatos que habían derribado el águila imperial romana a la entrada del templo.
Y aun cuando sentía próximo el fin de sus días, exigió la pena de muerte para aquellos delincuentes judíos y los mandó quemar vivos. Su muerte causó poco dolor, y apenas sus despojos fueron depositados en el sepulcro, sus hijos Arquelao, Antipa y Salomé se marcharon a Roma por distintos caminos, para impugnar ante mí el testamento de su padre. Como si eso no bastara, comparecieron ante mí al mismo tiempo cincuenta judíos para solicitar su liberación del dominio de los reyes. La desunión de este pueblo me indujo a tomar una resolución que todavía se mantiene vigente en nuestros días: di por concluido el reinado. Hoy ya los judíos no tienen reyes.
¿Pero qué sucederá mañana?
En lo que respecta a un dios de los judíos al que llaman Jahvé, me resulta difícil reconocerlo. Medito si el politeísmo es un síntoma de degeneración o si la fe en un solo dios representa una evolución tardía del politeísmo. Mi modesto intelecto no ha encontrado una respuesta y, en consecuencia, para mí, Júpiter sigue siendo tan sagrado como Apolo, por quien tengo especial inclinación. Pregunté a Areo, el sabio, y este me explicó (haciendo alusión a Aristóteles, Platón y Jenófanes) que los más sabios de los griegos se hablan burlado del cielo de los dioses, como lo calificaron Homero y Hesíodo, porque ni el nacimiento y la muerte, ni el adulterio y el engaño son propios de un dios. Y Jenófanes de Colofón que negó toda certeza de saber humano, llegó a la conclusión de que sólo había un dios, distinto a todo aspecto humano, carente de miembros, pero capaz de ver, pensar y oírlo todo sin tener necesidad de moverse de un lado a otro. Nuestros dioses, dice Jenófanes, no son sino exageradas ideas de nosotros mismos. Si las vacas, los caballos o los leones tuvieran aptitudes plásticas, sus dioses se verían como vacas, caballos o leones.
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