Como si hubiera querido aspirar dentro de milo más posible de esa Roma que no conocía, de esa ciudad a la que no quería, empecé a correr sin tener en cuenta el peligro de caer dentro de un hoyo o extraviarme. Profetas de religiones extrañas danzaban a porfía con sus adeptos, en los baños que por ley debían estar clausurados de noche, había una tumultuosa concurrencia y no fui acuchillado por los bandoleros en los pantanos Pontinos o en los Montes Albanos, porque tuve la presencia de ánimo de abrir mi túnica y mostrar a los criminales que no traía conmigo más que mi desnudez. Al parecer, mi actitud divirtió al cabecilla de barba negra, pues me arrojó una moneda, que me cuidé de recoger.
En los alrededores del circo la gente danzaba embriagada por la dicha que se compra, y en cada nicho de los muros ofrecían estupefacientes que se sorbían a través de mangueras, milagreros marcados con signos mágicos, astrólogos y rameras por millares. Se levantaban las faldas, mostraban sus senos al pasar y hacían movimientos obscenos con la pelvis. Algunas lanzaban estridentes alaridos o voceaban una cifra, el precio de sus favores. Colmadas de Baco, el agitador del tirso, bailaban como frenéticas tiadas, cachondas mujeres bárbaras y nobles matronas en apariencia, cuyo cuerpo jamás dejaba de ostentar joyas. Antes de que pudiera darme cuenta se formó a mi alrededor un corro de individuos danzantes que me arrastraron consigo en medio de gran algarabía por las oscuras callejas, de paso por tabernas ruidosas de las que emanaban nauseabundos olores como de grasa rancia, vino derramado y el sudor de gente excitada. Me dio un acceso de asco e intenté liberarme, pero dos robustas mujeres desgreñadas me rodearon en poderoso abrazo con sus miembros superiores y no me soltaron. Por lo tanto, sobrio en cuerpo y mente, seguí pateando con la vociferante horda de ebrios, sin atreverme a levantar la voz por temor a ser reconocido.
Esa era, pues, la Roma de la plebe, la Roma de las masas, ávidas de pan y juegos, para las que los patres conscripti y sus decisiones eran tan ajenas como las provincias orientales, y el César un ser extrano parecido a Osiris, el dios de los egipcios, a quien por una antigua costumbre se le erigían templos. Soy yo, quise gritarles, César Augusto, pater patriae , pero me abstuve en la seguridad de que se reirían de mi. ¡Júpiter! ¿Quién me hubiera creído?
Con soeces exclamaciones la cola irrumpió en un lupanar en el que honorables caballeros se divertían con mujeres de variado color de piel, y su impudicia llegó al extremo que ni las prostitutas ni sus amantes interrumpían su lúbrica actividad cuando alguno corría a un lado la cortina que protegía las oscuras cellae , más aún, las incitaciones de los intrusos enardecían a algunos. Y yo, Caesar Divi Filius , me vi en medio de ese faunesco maremágnum de sensualidad y ardor, empujado, zamarreado, oprimido y pisoteado.
El establecimiento se me antojó uno de la peor clase, en esos en los que las lupae se prestan para mucho más que la relación ordinaria con un individuo del otro sexo. Bajo la influencia de hipomanes , un filtro preparado con el flujo de la vagina de yeguas, las lupae se exhibían en posturas artísticas para excitar más de lo acostumbrado los sentidos de los parroquianos, y, aunque no me extrañaban los vicios de las mujeres que se compran, ni me es desconocido su lúbrico juego, jamás fui testigo de semejantes excesos en ocasiones anteriores ni posteriores.
Uno de mis insolentes acompañantes pareció percatarse de mi estupefacción y mi curiosidad mezclada con repugnancia, y de un empellón me hizo caer dentro de una cella . Después de arrancar en mi caída la sucia cortina que la cubría, fui a dar con una montaña de carne sudorosa y jadeante, un hombre dueño de la musculatura de un gladiador empeñado, al parecer, en aniquilar con sus arremetidas a la lupa yacente bajo su cuerpo. Estaba poseido de tan frenético furor que no advirtió mi presencia, al menos no abandonó a su víctima, pero esta volvió la cabeza y lanzó un grito agudo al verme. Me quedé paralizado.
Reconocí a Terencia. Por un instante nuestras miradas quedaron presas la una de la otra. Todo sucedió sin que el gladiador lo advirtiera, lo cual aumentó la embarazosa situación. Tan pronto me repuse de la sorpresa, me lancé hacia el exterior, defendiéndome con violentos golpes de las zarpas de mis acompañantes, corrí despavorido por las callejas oscuras, caí varias veces, me levanté otras tantas y por fin encontré la dirección que conducía al Palatino. Días más tarde envié un tribuno al lupanar para hacer averiguaciones en torno a Terencia, y a su regreso me informó que en el establecimiento señalado no conocían a mujer alguna que respondiera a ese nombre.
Desde ese momento ya no sentí placer en alternar con mujeres. Ni el espíritu maternal de Livia ni los encantos de las tiernas niñas lograron despertar mis instintos. Me sentía sucio, vacío, sólo atraído por los mancebos de muslos depilados y abiertos. Livia condescendió con mis inclinaciones y hasta hizo buscar por la ciudad a los jóvenes más nobles que habrían de someterse a mis caprichos. A todos los amé al estilo griego, a tergo , y los recompensé con real largueza por el placer que me brindaban con sus firmes caderas, sus brazos delgados y cabello rizado. Sin embargo, la diversión no duró mucho: los condilomas hicieron lo suyo. ¿Qué era yo smo un viejo depravado exoletus , un lastimoso espectro expuesto a las burlas de los romanos?
¡Qué asco!
Con el espejo en la izquierda y la pluma en la diestra estoy sentado aquí, empeñado en vano en reprimir aquellas denigrantes experiencias. ¡Si, contémplate, miserable anciano libertino! ¿Fue Pudor quien enrojeció tus ojos? ¿Fue la ira de Zeus la que surcó tu rostro con la reja del arado vengador? ¿Fue la furia de Vulcano la que dejó cráteres en tu nariz? ¡Deplorable larva! ¿ Imperator Caesar Augustus Divi Filius ? Irrisorio. Eres un monstruo depuesto, César, un repugnante espectro, y si tu exterior ya es bastante repelente al punto de que si fueras a pie por el Foro a la luz del día, los rapaces te seguirían bullangueros haciéndote cuernos oon los dedos como a un ilusionista venido a menos, no me atrevo siquiera a imaginar tu interior, presumiblemente carcomido por gusanos, descomponiéndose en fétida putrefacción.
Podrás echarte al coleto tanto rojo de Retia como puedas, mejor dicho, como tu estómago esté en condiciones de retener, pero no te cambiará, sólo lo hará con tu mirada. Lo horroroso de la vida es la verdad de cuyo camino siempre te apartaste. ¡Mírala a los ojos, mírate a los ojos! ¿No es excesivo tu respeto por la muerte, comparado con el escaso respeto que tuviste por la vida? Si al final conservas una sonrisa, tu vida habrá sido una ganancia. Sólo entonces.
Intenta, pues, sonreír.
Primer intento: una mueca, no una sonrisa.
Segundo intento: un mostrar los dientes.
Tercer intento: risa sardónica. ¡Júpiter! ¿Es tan difícil sonreír?
Cuarto intento: cloqueo.
Quinto intento: risa ahogada.
¡Oh, Júpiter! tú que pusiste a mis pies un imperio que abarca desde las nacientes del Eufrates hasta las Columnas de Hércules, regálame una sonrisa!
En busca de una sonrisa. Embriaguez. Decía Sófocles que beber obligado no es mejor que estar forzado a pasar sed.
Esta noche, el sueño estuvo ausente. Apenas hube terminado de escribir mis pensamientos, me retiré a mi cubiculum para entregarme al descanso y confié la luz de mis ojos a Hipnos, el amigo de Apolo y de las musas. De pronto, me sobresaltó un fragor que hizo trepidar los muros del palacio. La tierra pareció temblar. Llamé a la guardia para averiguar acerca de lo sucedido, pero los pretorianos que se presentaron en ese mismo momento en las puertas, no me contestaron y me interceptaron el paso con sus lanzas cruzadas.
Читать дальше