– ¿Quién os dio la orden de tratarme de este modo, a mí, el César – increpé a los yelmos rojos. Tampoco obtuve respuesta-. ¿No fui yo quién os recompensó con tierras al finalizar vuestro servicio? ¿Yo, Imperator Caesar Augustus Divi Filius ? -tuve la impresión de hablar con un muro. Los pretorianos, la cabeza en alto, miraban sin yerme, a través de mí, ignorando mi presencia. Empecé de nuevo-. ¿Quién, hijos de perra, está detrás de esta conspiración? ¿Livia? ¿O es Tiberio quien ha metido sus dedos en el juego? ¡Por Marte! ¿Quién?
Silencio.
– ¡No osaréis levantar la mano contra el Padre de la Patria! -grité a los insubordinados-. ¡No, contra un anciano escogido por los dioses! – hice el intento de abrirme paso entre los guardias, inútilmente-. Con suave presión, como si tuvieran órdenes de no causarme daño, me empujaron de nuevo dentro del aposento. Desesperado, presa de ira impotente, me dejé caer sobre el lecho y lloré. Así pasé la noche.
Por la mañana se presentó Livia y le expuse mis quejas por el trato recibido de los pretorianos. Pregunté quién les había dado esas directivas.
Nadie había encomendado a los pretorianos impedirme la salida de mis aposentos, ni ella, Livia, ni Tiberio, su hijo y mi hijastro. Si los guardias hablan asumido esa actitud debía ser consecuencia de su preocupación por mi seguridad. Reinaba en Roma gran intranquilidad, y el deber de los pretorianos era proteger la vida del César.
Después de estas explicaciones, Livia me notificó que la víspera se había desplomado el águila dorada que ostentaba la entrada al palacio, símbolo sagrado del Imperio Romano y de su emperador, y se habla hecho añicos sobre las piedras del pavimento. ¡Qué los dioses nos protejan!
Cuanto más cavilo sobre lo acontecido la víspera, (el sueño me es tan lejano como la juventud y la salud), más me preocupa el Imperio Romano. ¿O me tortura la preocupación por mí, por los últimos días de vida que me quedan? Lo cierto es que mi corazón corre como un jinete asiático, me brota sudor en la nuca que siento fría y viscosa, estar solo me hace estremecer, y me invade la angustia de un criminal sentenciado. El supplicium ultimum se acerca más y más con cada día, con cada noche que queda atrás, y el diario que comencé en condiciones absolutamente distintas, es en estos momentos el único esparcimiento de un César, al cual nadie presta oídos ya, porque cada cual cree conocer el número de días que aún le quedan y al sucesor, que, transcurrido el inexorable plazo, ocupará su lugar. Me siento apartado, inservible como una fuente cascada que cumple mal los servicios, debe ceder su lugar a otra nueva y espera el momento en que irá a parar al montículo de desechos.
Cuanto más pienso en lo acontecido la víspera, mejor comprendo que los romanos padecen más durante la paz que durante la guerra. Es verdad que en tiempos de las guerras civiles el pueblo estaba dividido en diversas facciones, pero los ciudadanos se sentían satisfechos de poder imponer sus metas. Ahora, en cambio, unificados bajo un principado, los romanos están sometidos al mal de una larga paz, y la unidad los fastidia más que cualquier arma. Creo que el futuro del imperio depende de que los romanos logren superar en sus mentes la barbarie de las guerras fratricidas. Pues antes de que el primer miles pise el campo de batalla, las guerras ya han sido preparadas en la mente de los hombres. Por esta razón son en primerisimo lugar una cuestión de cabeza, y solo en segundo, cosa de los puños.
Cuanto más pienso sobre lo acontecido la víspera, tanto más necesario se me antoja dejar asentados mis pensamientos por escrito, pues nada es más efímero que una idea que no ha sido volcada a un pergamino. No todos son Sócrates, que se negó a escribir y, no obstante, sus pensamientos no cayeron en el olvido, porque pronunció cada uno de ellos a viva voz y entre sus discípulos encontró diligentes ayudantes que retuvieron sus palabras en el papel. Lo admito, tomé la resolución tarde y bajo la presión de esos cien días, pero quien vive al día, librado a sus apetitos, cumple día a día el objetivo de su vida, y la muerte jamás lo sorprende a deshora, pero para quien como yo se preocupa por la posteridad y quiere conservar su obra para el bien de ella, la muerte siempre es inoportuna, pues interrumpe algo que se ha comenzado. No soy un Herodoto que toma la pluma para que no caiga en el olvido por el paso del tiempo lo que realizaran griegos y bárbaros y a menudo quedó sin nombrarse, y lo que Cicerón tradujo con las palabras: “ Nescire quid ante quam natus sis acciderit, id est semper esse puerum ”; no soy un Tucídides, a quien le interesó saber porque atenienses y espartanos lucharon por la hegemonía; Livio es también superior a mis líneas, porque en sus libros devolvió a los romanos lo que perdieron en agotadoras luchas: la historia de su pasado. No obstante, les llevo una ventaja a los grandes historiadores: la experiencia politica y militar. Lo que digo a continuación no es un reproche: Tucídides es el único historiador que probó sus fuerzas como general. El resultado es sobradamente conocido: le valió veinte años de ostracismo y, sin embargo, nadie explicó mejor que él los acontecimientos políticos en base al carácter de los gobernantes. ¿Pero quién da prueba fehaciente que Tucídides interpretó correctamente a los personajes y de este modo las causas que motivaron sus actos? Por esta razón atribuyo tanta importancia a mis fatigosos apuntes.
Cuanto más pienso sobre lo acontecido la víspera, tanto más claro se me aparece el destino de Herodes, el rey de los judíos, que no era judío, pero gobernó a ese pueblo durante cuarenta años. Bajo el consulado de Cayo Calvisio Sabino y Lucio Pasieno Rufo, cuando Herodes frisaba por los setenta, sucedió que enemigos del Estado arrojaron al suelo el águila romana entronizada sobre la entrada al recinto del templo de Jerusalén. La caída del águila, símbolo del domino romano, que quedó hecha añicos, y la política herodiana, provocó la insurrección del pueblo y el fin de su reinado. Y como los signos se repiten, no dudo ya en mi cercano fin.
Herodes se contaba entre las figuras más versátiles que he conocido en mi vida. Digo esto, aun cuando ostentó por treinta y siete años el título honorífico rex socius et amicus populi Romani , aun cuando nos legó a mí y a Livia 1.500 talentos (suma que hice llegar a sus deudos), aun cuando por épocas le tuve gran afecto, y aun cuando construyó en la costa fenicia un puerto que lleva mi nombre: Cesarea. El rey de los judíos siempre tuvo la astucia de sentarse sobre el caballo adecuado, sólo su pueblo pudo haber tenido dificultades para adaptarse a la conversión. Los oportunistas se dan en todas partes.
Los judíos nos profesan profundo odio desde que nos apoderamos de su territorio. Herodes debía ser un pequeñuelo cuando esto sucedió, hijo del idumeo Antipatro y una árabe con dos brasas por ojos, famosa en su tierra por su belleza. De su padre heredó la ciudadanía romana, sin saber de qué lado debía ponerse en aquellos tiempos confusos de la guerra civil. Antípatro estaba aún del lado de los asesinos del César; Herodes, en cambio, se volcó primeramente hacia Marco Antonio, pero pronto reconoció al verdadero triunfador y se pasó a mi bando. Esto sucedió en una época difícil. Jamás olvidé esta acción y fui un gran patrocinador de su carrera. A una edad a la cual a un romano le está vedado el Senado, (ni que decir del cargo de cónsul), ya investía el puesto de gobernador de Galilea y, a instancias mías, el Senado lo impuso como rey de los judíos.
¡Qué sencillo parece a medio siglo de ocurridos los acontecimientos, por Júpiter! En realidad, a Herodes le esperaba en aquel entonces una situación nada envidiable: después de invadir la provincia de Siria, los partos hicieron rey al macabeo Antígono, de modo que en su trono se sentó otro soberano. Sin embargo, con dinero y argumentos prudentes supo conseguir un ejército de mercenarios y en esto lo benefició que los partos hubieran saqueado la ciudad a su entrada a Jerusalén, mientras Antigono observaba los excesos sin hacer nada por impedirlos. Herodes incursionó tres años por el territorio para reconquistar el reino que le había sido adjudicado, pero encontró en Antígono un adversario casi invencible, y cuando llegó el momento de tomar Jerusalén, Sosio, el gobernador de Siria, acudió en su ayuda con once legiones. Al cabo de un sitio de cincuenta y cinco días la capital cayó en sus manos.
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