Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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En aquel entonces abundaron los malos presagios: el templo de Marte fue alcanzado por un rayo, plagas de langostas atacaron la ciudad sin detenerse ante la gente, devoraron lo poco verde que quedaba después de un seco verano y a su paso los árboles y plantas quedaron convertidos en esqueletos. Sobre los Alpes se alzaron hacia el cielo columnas de fuego, como sí el firmamento se hubiera incendiado y un cometa siguió su derrotero hacia el norte. Las tropas acampadas en Germania también informaron acerca de sombríos presagios. Jamás les había acontecido nada parecido: enjambres de abejas cubrieron de panales los altares de campaña romanos hasta dejarlos irreconocibles, una estatua de la diosa de la victoria, siempre orientada hacia la tierra enemiga, se volvió para mirar a Roma, y en los campamentos volaron lanzas, arrojadas por manos invisibles.

Germania es un país inhóspito, lleno de pantanos y bosques y sus habitantes son gente hostil. Mis espías estimaron su número en unos tres millones. El pueblo se compone de muchas tribus, de las cuales cada una es más bárbara que las otras y cree dominar sobre las demás. El nombre de germanos les fue puesto por los galos. Ambos pueblos están separados desde antiguo por el río Rhenus. Julio César, mi divino padre, conoció sus aguas turbulentas, cuyo origen se encuentra en los Alpes Réticos, cuando los suebos dirigidos por Ariovisto cruzaron el río durante la Guerra de las Galias. No obstante, el Divus Julius logró batirlos en retirada, al igual que tres años más tarde a los usipectos y tencteros, pero desde entonces no pasa un año en el que no se produzca un nuevo foco de insurrección a orillas de este río. Comparados con nosotros, los romanos, los germanos son gigantes, sobre todo sus mujeres son las de mayor talla que se pueda encontrar en el mundo. Además, juegan un papel más preponderante que las nuestras. Las sacerdotisas son las encargadas de los oficios religiosos, predicen a través de oráculos y su poder se hace notar hasta en la política, por cuanto aconsejan a los hombres a luchar. Las tribus germánas adoran al sol y a la luna, sobre todo a esta última, porque en sus tierras aparece con más frecuencia que el sol, y su deidad suprema es Mercurio, pero, como sus vecinos galos, también veneran a Hércules y a Marte, si bien no en templos como nosotros, sino en ventosos bosquecillos a cielo abierto. No conocen la cultura. Cada tribu reconoce tres clases: los libres, los semilibres y los siervos que equivalen a nuestros nobles, libertos y esclavos. Por lo demás no hay comparación alguna entre los romanos y los germanos, pues estos carecen de medios, desconocen la propiedad de tierras y sus superiores les adjudican anualmente una parcela de tierra para su explotación. En ellas crían ovejas, cabras, vacas, caballos y cerdos que son para ellos sustento, principal fuente de ingresos y fundamento de un modesto bienestar.

Son demasiado torpes de entendederas para temer a un enemigo, y por esta causa son particularmente peligrosos para los romanos. No conocen nuestra gloriosa historia e ignoran nuestro cometido divino, pues hablan una lengua dura, sin melodía, que nadie entiende fuera de sus animales domésticos. Ni siquiera sus caudillos dominan nuestro idioma. ¡Por Júpiter, vienen de otro astro! Si fueran prudentes y obraran según la razón y no de manera intempestiva, los germanos serían superiores a cualquier pueblo del orbe, sin excluir a los partos invencibles. Parecería ser la voluntad de los dioses y contrario a la propia razón, que las tribus germánicas sean enemigas entre sí como los lobos de las estepas de Asia, que sólo se decida a atacar la tribu cuyo ámbito de vida se ha vuelto demasiado estrecho y sólo se defiende aquella que es agredida, mientras las demás contemplan la guerra como si fuera un espectáculo que no les afecta.

El día de mañana informaré más acerca de los germanos, puesto que con aquella campaña va inseparablemente unido el nombre de una mujer.

XXXIII

Mi primer encuentro con los germanos quedó muy atrás en el tiempo. ¡Júpiter, casi treinta años! Todo se desarrolló como un milagro, sin presentar combate. Lo recuerdo bien, sucedió durante el consulado de Lucio Domicio y Publio Escipión, y he guardado esta campaña en la memoria porque las circunstancias fueron más que extraordinarias. En aquellos días tuve un ardiente romance con Terencia, la esposa de Mecenas. Mi amigo sabía de nuestra relación y me hizo reproches. Yo no lo contradije. ¿Cómo hacerlo? Cuando la pasión abre las puertas, la razón salta por la ventana. ¡Qué mujer, esta Terencia! Ojos de fuego, cabello rizado como la piel de la oveja, senos como la saliente proa de un trirreme y piernas como dos columnas jónicas de mármol de Paros. ¡Venus no podría ser más agraciada! Su forma de andar se asemejaba al paso acompasado de un noble corcel y me inflamaba de pasión toda vez que venía a mí. En cierta manera se parecía a Atia, mi madre, por su dulzura y sensualidad, y quizás ese fuera el motivo de tan ciega pasión, capaz de hacerme olvidar los privilegios de mi amigo.

– ¿Qué pides por Terencia? – acosé a Mecenas, al amigo, en ocasión de una de nuestras juergas nocturnas de invierno.

Mecenas descargó sobre la mesa la copa de rojo retio que hice servir a propósito more graeco y gritó: – ¡Terencia no es una meretriz que se puede comprar, César, Terencia es mi esposa!

– Sin duda, Mecenas – alegué-, me malinterpretas, yo no hablo de dinero. Jamás osaría ofrecerte dinero sonante por tu mujer, pero tú podrías halagar al amigo y cederme a Terencia hasta que se extinga mi pasión. Quiero decir, Livia es también una bella mujer y seguramente sabrá consolarte durante esta etapa.

– ¡César! – Mecenas no ocultó su indignación (tal vez fuera auténtica) y me recriminó con duras palabras-. No ha transcurrido un año desde que promulgaste leyes matrimoniales terminantes que te valieron fama de mojigato e hipócrita. Siempre te defendí contra todas las invectivas y aseguré que ni lo uno ni lo otro era procedente, pues sólo habías obrado en salvaguardia de la res publica . ¿Cómo enfrentaré a tus críticos si pones las pruebas en sus manos?

– ¡Nadie necesita enterarse! -lo interrumpí-. La cosa será un secreto entre ambos.

– ¡Un secreto! ¡No me hagas reír! -exclamó Mecenas airado-. ¡Cítame un solo secreto que haya perdurado como tal en Roma! Cuanta más reserva se pone en el tratamiento de un asunto, tanto más numerosos son los que saben de él, porque cada cual lo propaga bajo juramento de guardar silencio y el que recibe la información la pasa a otro de la misma manera. Créeme, César, te cedería a Terencia, pero el rumor según el cual el Caesar Divi Filius, el severo legislador, se acuesta con la mujer de su amigo Mecenas, circularía por las calles más aprisa que el viento de las golondrinas en las calendas de Mayo. Si, si no fuera en Roma, sino en la Efeso oriental, la Córduba hispana o la gala Alesia… ¡Pero nada menos que aquí en Roma!

En la actualidad, ya no recuerdo qué me dio más alas, si la idea de poseer a Terencia o el vino de Retia. Me levanté bruscamente, agarré por los brazos al amigo y grité: Te tomo la palabra y mañana mismo partiré hacia la provincia gala. Terencia puede seguirme por otro camino. De este modo, nadie alimentará suspicacias.

No le di tiempo a posibles objeciones, lo besé y le agradecí con lágrimas de emoción. Por la noche llamé a Tiberio y le anuncié que rio toleraría por más tiempo las incursiones de las tribus germánicas en suelo itálico. Además, era necesario saldar la derrota de Marco Lolio contra los usipetos, sicambros y tencteros que habían cruzado el Rin.

Tiberio se sorprendió de mi ambición de gloria, pero más aún de que dejara acéfala la capital del imperio en un momento en que, debido a las severas leyes morales, los desórdenes estaban a la orden del día y conspiradores secretos urdían aviesos planes. Aturdido por los encantos de Terencia, no me dejé convencer por esos argumentos y, para cumplir con mi deber de César, nombré praefectus urbi a Tito Estatilio Tauro, un funcionario de confianza. (Agripa, a quien le hubiera correspondido el nombramiento en primer lugar, se encontraba en Siria en una misión militar).

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