Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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Entretanto, cada generación acuña su propia filosofía, de manera tal que los hijos de aquellos padres aseguran que el sol, la luna y la tierra, el cosmos en general, constituirían una única acumulación de pneuma, esa energía vital cuyos diferentes componentes actúan constantemente unos sobre los otros. En consecuencia, todo depende de lo demás de alguna manera: cada estrella, cada grano de arena sería eslabón de una cadena y estaría colmado del logos, la razón universal que todo lo penetra, que se manifiesta como destino. En algún momento, dicen los filósofos, este cosmos será -consumido en su totalidad por el fuego y remplazado por un nuevo cosmos.

– ¿Y yo, dónde estoy yo, César Augusto? – le pregunté a un alejandrino errante.

Este no me negó su respuesta y me explicó que el pneuma cósmico llega a mis pulmones por medio de la respiración, se introduce hasta el corazón y el sistema circulatorio y cuida de mantenerme con vida, a mí, oh Divino, y de este modo, yo, como cualquier otro estaría en relación con el pneuma cósmico. Lo que los griegos llaman cosmos (y en su lengua también tiene el significado de adorno), los romanos lo califican de mundus , el mundo en su perfecta belleza, pero necesitamos una segunda palabra para abarcar todo lo que significa el cosmos para los griegos, a saber, caelum , el cielo.

– ¿Y yo, dónde estoy yo? – repetí mi pregunta y el sabio se inclinó, tomó entre el pulgar y el índice unos granitos de arena, los dispersó sobre la palma de su izquierda, sopló y dijo: – ¡Aquí, allá y más allá, en todas partes!

No debiéramos platicar con los filósofos. Con cada una de sus sentencias te vuelves más pequeño. El alejandrino afirmó que habría incontables mundos como el nuestro y que debemos admitir asimismo la existencia de otras tantas naturalezas creadoras, otros tantos soles y lunas, y otros tantos astros, ya incontables en nuestro universo.

– ¿Cómo queréis medir, explorar y registrar vosotros, los filósofos -pregunté al sabio-, aquello que sucede fuera de nuestro mundo, si no conocéis siquiera la propia medida, ni el principio ni el fin? ¿Acaso crees que los hombres merecen ver lo que no están en condiciones de comprender en su propio mundo?

– ¿Creer? -El alejandrino esbozó una sonrisa sabia. (Sonreír es el arma más afilada de los filósofos, la emplean siempre que lo apropiado sería la perplejidad.) -Creer es cosa de los sacerdotes -replicó el sabio-, los filósofos viven del poder. La fuerza científica de las pruebas. Aun cuando no tenga la apariencia, el mundo no sería un disco, sino una esfera perfecta, como lo delata la vista del mar abierto. Gira verticalmente en derredor de su propio eje, y, aun cuando sintamos el deslizamiento en silencio, su raudo movimiento origina un poderoso sonido, cuyo zumbido supera nuestra capacidad auditiva. Junto con el zumbar de las estrellas reina en el cosmos un grato multisón de armonía y dulzura que el hombre debe haber muerto para experimentarlo.

Mi cerebro se resiste con pertinacia a comprender todo esto, aun cuando el alejandrino me convence con lengua pródiga como un mercader de ganado en el macellum . Aristóteles ya había enseñado -citó al discípulo de Platón, si bien negó muchas de sus ideas-, que el universo sólo es finito sacado de su movimiento, sólo lo finito es ordenado. Ciertamente, habría un lugar hacia el cual se movería la tierra, pues todo lo que se mueve viene de alguna parte y llegará a alguna parte. Y este, de dónde se mueve, y aquel, adónde va, debieran ser diferentes según la especie. Esto lo comprenderá quien quiera hacerlo, pero será aconsejable un asentimiento de cabeza, si no quieres que te tomen por un tonto incapaz de comprender las relaciones superiores. ¿Pero quién, pregunto, cree aún en los dioses, cuando cielo y tierra, hombres y cosas son despedazados y disecados como las entrañas de las víctimas de un sacrificio?

Los sabihondos lo reducen todo a su origen y también dividen a este en sus elementos y a estos a su vez en átomos y, después de realizada la labor, son menos felices que todos los demás. ¿Para qué todo esto? me pregunto. Llamadme tranquilamente tonto, a la postre no me duele ni me ofende, pero el calor del sol sobre mi cráneo siempre ha significado más para mí que la aglomeración de confusas ideas en su interior. Sí, creo que son los filósofos quienes desatan las guerras con sus ideas, porque siempre están en movimiento, hacen jugar lo uno contra lo otro, nunca se dan por satisfechos en su afán de transformar la faz de este mundo. Jamás ven las cosas como son, sino como corresponde a su teoría.

Arrastré, pues, al alejandrino al exterior, al fresco de la noche, donde el fulgor de las estrellas ofrecía un patético espectáculo, lo bastante sensual como para querer alargar la mano hacia el seno de una bella mujer, lleno de voluptuosidad.

– ¿Qué sientes tú, sabio? -le pregunté.

– El nexo de los cuatro elementos -me respondió, y señaló el cielo con las manos-. Por encima de todo el fuego, lo supremo, con los astros rutilantes; más abajo, el aire que todo lo penetra, y más abajo el agua y la tierra fluctuando en equilibrio.

– ¿No sientes nada más?

Indignado, el alejandrino eludió una respuesta que hubiera dejado suponer ignorancia, e inició un ampuloso monólogo, como empeñado en persuadirme a comprar el cosmos: siete astros errantes flotan entre el cielo y la tierra en su danza alrededor del sol, que es dios y soberano al mismo tiempo sobre la naturaleza, proveedor de luz y de vida para nosotros, los terráqueos, como las demás estrellas de la creación. Merece ser llamado sietemesino y mezquino quien crea reconocer a los dioses en imágenes, como un niño al amigo en diálogo con su muñeco. Si existiera en realidad otro dios que no fuese el sol, sería todo sentimiento, todo visión, todo oído, todo alma, todo espíritu, todo él mismo. Los hombres han creado de acuerdo con sus virtudes los dioses de la castidad, de la concordia, de la esperanza, del honor, de la clemencia y de la lealtad, y les han asignado los nombres correspondientes. Conscientes de su flaqueza, dividen en partes lo divino y lo veneran en partes. Cada cual venera aquello que necesita o aquello que teme.

Esto, dijo el alejandrino con un guiño, hace brotar extrañas flores, cuando a Febris, la diosa de la fiebre, se le consagra un templo sobre el Palatino, lo mismo que a Orbona, así se llama la divina matadora de la simiente, o a Rumina, la diosa de los rebaños que amamantan. En verdad, opinó el sabio, no sé si el número de dioses no supera al de los hombres, dado que cada pueblo honra a sus propias divinidades y cada individuo a su espíritu protector particular. Me pregunto si no es ridículo suponer que los dioses celebran connubios entre sí y algunos permanecen siempre viejos y canosos, alados o tullidos, mientras otros parecen haber adquirido a perpetuidad la juventud y la belleza. A quien los dioses quieren perder, le roban la razón.

Los dioses son alados sueños del ser humano, y muchos nada más que una coartada. Cuando ya no vemos otra salida, pedimos ayuda a los dioses, lo cual equivale a un abuso de la virtud: pues pío sólo es aquel que ofrece sacrificio a los dioses sin que le apremie una necesidad. ¿Cómo se comportan, en cambio, los romanos? El humo de los holocaustos oscurece el cielo y quien avanza desde lejos hacia la ciudad, podría pensar que de ella se eleva hacia el cielo una inconmensurable devoción. Pero, sucede lo contrario, el cielo se oscurece por el masivo desprecio hacia los dioses que sólo son invocados en beneficio propio o por inseguridad de los suplicantes respecto de sí mismos: que Fortuna disponga que una mujer acaudalada cruce el camino, ¡por Mercurio!, el mercader anhela hacer proficuos negocios, y Clemencia quiera impedir que la estafa traiga consigo elevadas penalidades.

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