Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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Por el momento, Fortuna es una amante declarada de los romanos, a quien (no puedo negarlo) le fue dedicado un templo en el Campo de Marte hujusce dici. ¿Yo mismo no hubiera dedicado un templo en honor de Fortuna Redux después del feliz retorno de Oriente? Asentí. ¿Las casadas no caminarían hasta el cuarto poste de la Vía Latina para implorar la fidelidad de sus inconstantes maridos? Asentí. ¿Las doncellas no oran a Fortuna virilis en las calendas de Aprilis para tener un poco de suerte con los hombres? Asentí. ¿No es irrisorio dedicar templos a Fortuna equestris , Fortuna obsequens y Fortuna privata, adjudicarle toda ganancia, toda pérdida, identificarla con el destino incierto del individuo, cuando los dioses, silos hay, representan la seguridad?

¿Qué podía hacer? Asentí y se produjo un prolongado momento de reflexión.

– ¿Entonces no ves manera alguna de influir el propio destino? -le pregunté, no sin ira-. ¿No crees, pues, ni en señales ni en profecías, no te dejas influir por los estornudos ni un atragantamiento y tampoco te preocupa haberte puesto el zapato en el pie que no corresponde?

El alejandrino se abstuvo de responder, pero su risa desvergonzada delató su pensamiento.

Me exalté: – Extranjero, el día en que mis propios soldados volvieron sus espadas contra mí -creedlo o no me calzaron el zapato izquierdo en el pie derecho, ¡por Júpiter!

– ¡Qué signo atroz, César!

– ¡No tomas en serio mis palabras, alejandrino!

– ¿Cómo hacerlo, *César, cuando día tras día miles de millares de individuos amodorrados confunden los zapatos sin que les acontezca mal alguno? Pero si quieres saber dónde se decide acerca de tu vida, mira al cielo.

Intuí entonces adónde quería llegar el sabio, y con un movimiento de la mano lo invité a pasar al interior.

No se hizo de rogar.

– La ciencia de los astros – empezó a decir, y reconocí un fulgor en sus ojos-, llamada por unos astrología, porque enseña las leyes de los cuernos celestes, y por otros astronomía, lo cual no hace diferencia alguna, es una ciencia y, por lo tanto, demostrable. Y

Yo: – ¿Demostrable? Qui nimium probat, nihil probat. Hace más de un decenio, uno como tú me profetizó la muerte, y ya ves, aún estoy vivo.

El: – Una oveja negra, no hace un rebaño negro.

Yo: – No, pero muchas, sí. Muchos vienen del este o de tu país y propagan fábulas según las cuales a cada individuo le está asignada una estrella: las luminosas para los ricos, las pequeñas para los pobres, las oscuras para los débiles, y con su brillo se opaca el hombre. En consecuencia, las estrellas determinarían el destino.

El: – Verdades a medias.

Yo: – Las verdades a medias son las mentiras más peligrosas.

El, a boca de jarro: – ¿No hiciste grabar en el reverso de tus monedas la constelación de tu natalicio, Capricornio?

Yo, a la defensiva: -¡Eso fue hace mucho tiempo, extranjero! Hasta mi divino padre Cayo Julio César creía en el poder de los astros. Ignoro qué lo indujo a ello, tal vez su antigua hostilidad hacia Cicerón, quien, como se sabe, fue un gran detractor de esta teoría, y en su soberbia formuló la pregunta si acaso los 40.000 romanos caídos en la batalla de Cannae habían tenido la misma estrella. Todo cuanto merecía la aprobación de Julio, también era bueno para mí, en mis años mozos. Pero entonces se produjo el inesperado deceso de Craso y de Pompeyo, a quienes los entendidos en los astros habían vaticinado una gran longevidad y una muerte digna dentro de las propias murallas, pero Craso cayó en la batalla de Carras, a orillas del Eufrates, y Pompeyo fue vilmente asesinado en Egipto después de la batalla de Farsalia. Dime, hombre de la sabihonda Alejandría, ¿dónde quedó la mano conductora de los astros?

– Los astrólogos -replicó éste- no son sacerdotes. Lo fueron en el antiguo Egipto, pues ellos fueron los primeros en observar la órbita desviada de las estrellas errantes respecto de la de las estrellas fijas, y a través de estas constelaciones reconocieron las guerras y el hambre, el favor y la inclemencia de los dioses. Hoy, los astrólogos son discípulos de Tales, o de Arquímedes o de Pitágoras o de Apolonio, porque su ciencia no es asunto de la fe, sino de las matemáticas, que en la lengua de los griegos significa teoría de la ciencia y, por lo tanto, sus resultados tampoco son ideales religiosos, sino conocimiento científico.

– Por consiguiente, Craso y Pompeyo murieron como consecuencia del conocimiento científico.

– No es la ciencia la que se equivoca, sino el hombre que se sirve de ella, y lo hace erróneamente. César, los astros no son causa del destino humano, sino signos, así como la coloración rojiza de las hojas no es causa del inminente invierno, sino una señal, pero si te guías por el color de las hojas para hacer acopio de alimentos, procurarte ropa de abrigo y recoger leña a fin de hacer frente al rigor del invierno, procederás con prudencia y estarás mejor pertrechado que aquel que no recuerda la inhóspita estación sino cuando cae la primera helada.

– Si te entiendo bien, alejandrino, los caldeos hicieron un mal trabajo en relación con Craso y Pompeyo.

– Lo cual no me extraña – me interrumpió el sabio-. No conozco sus nombres, pero el resultado de sus cálculos, si es que dominaban la ecuación angular, nos dice que eran astrólogos trashumantes de los que por unos ases vaticinan una larga vida y luego se esfuman para no dejarse ver jamás.

– ¡Por Júpiter, así fue!

– Un sagrado precepto de la astrología prohíbe predecir la muerte. Este precepto impone silencio cuando se vislumbra el fin. Esa sola circunstancia te permitirá reconocer qué criaturas del espíritu eran esos profetas.

Las palabras del alejandrino me causaron una profunda impresión. Me sonaron apodícticas en su persuasión y mucho menos categóricas que todo cuanto había oído hasta entonces de los caldeos. Pero como había abjurado de esa doctrina y la senectud nos hace empedernidos, me refugié en las osadas ideas de Cicerón, que con agudo intelecto y lengua aguzada calificó de locura el error de los astrólogos, en todo caso, en lo que se refería a las agorerías de los nacimientos. Los caldeos sostenían que en el zodíaco, el círculo de los astros, residía cierta energía capaz de mover y alterar el cielo en cada parte de este círculo, en unas de esta manera, en otras de manera diferente, según que el astro se encontrara en ese momento en esta parte o en las vecinas y esta energía era determinada por los astros, llamados astros errantes. Cuando atraviesan una parte determinada en el momento de nacer un individuo o una que tenga alguna vinculación o compatibilidad con ellos, llaman a esto conjunción de tres o conjunción de cuatro, y porque a través del avance y retroceso de los astros se producirían grandes alteraciones como el cambio de las estaciones y todo cuanto vemos es provocado por la energía del sol, creían que el recién nacido estaba condicionado por su nacimiento como la temperatura del aire, y que la posición de los astros configuraba sus talentos, sus sentimientos y su carácter. De este modo, pues, se formaría el destino del individuo. A juicio de Cicerón esto era un increíble desvarío. Hasta el estoico Diógenes, un discípulo de Crisipo, o sea, uno de ese gremio de filósofos bien dispuesto hacia la astrología, hasta este babilonio puso en duda las teorías de sus amigos, después de estudiar su ciencia, y afirmó que por los astros sólo se podía leer la naturaleza del individuo y aquello para lo cual está mejor dotado.

Sin embargo, también niego esto y hago referencia al ejemplo de los hermanos mellizos que si bien son parecidos en su aspecto exterior, en destino y carácter la mayoría de las veces son bien distintos, y me remonto a Rómulo y Remo a quienes Rhea Silvia dio a luz el mismo día para Marte, el dios de la guerra.

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