Se dice de Apeles (aunque al respecto el tiempo ha generado algunos mitos) que compitió con otros pintores de su época para demostrar quién tenía la mano más diestra en la reproducción de la naturaleza. ¿Quién dictaminaría en esa competencia? ¿Acaso no sucede que a uno se le antoja mejor logrado esto, y a otro aquello, porque cada cual experimenta esto así, y aquello de otro modo? Se convino, pues, que decidirían los caballos. Cada pintor pintaría un corcel, y, una vez concluida la obra, la presentaría a los nobles brutos en el establo. Al principio, nada ocurrió, pero cuando le llegó el turno a Apeles y expuso su caballo, se escuchó un regocijado relincho. El ensayo se repitió varias veces con el mismo resultado.
Me pregunto, ¿por qué en Roma la escultura es sólo una hijastra de aquellos padres y madres que en la arcaica provincia celebran triunfos? y escucho la respuesta: los griegos tienen más imaginación, son más creativos, los domina el instinto de la imitación y el afán de crear, dones de los que carecemos los romanos. Es absurdo, la causa tiene raíces más profundas: el elevado arte de los griegos se fundamenta en la vivencia de la religión. A diferencia del romano, a quien los sacerdotes y profetas acercan a sus dioses, un griego sólo encuentra acceso a los inmortales a través de la voz del poeta, a través de la obra de un artista.
Los helenos no conocen al pontifex maximus, ni el collegium de los dieciséis sacerdotes, consideran bárbaro el derecho a castigar a las vestales cuando dejan apagar el fuego de la hornalla del Estado y un delito darles muerte cuando pecan contra su virginidad. Sin embargo, para el romano esta es una ley sagrada y los sacerdotes son los mediadores.
Entre los griegos, asumieron ese deber los artistas. Hombres como Homero, Fidias y Apeles regalaron a los griegos a Zeus, Hera, Apolo y Afrodita, y creo que con el ritmo, la palabra y el arte de hacer versos, así como por la imitación de colores y formas hicieron más por los dioses que todos los sacerdotes romanos juntos. Pues estos (y lo afirmo como pontifex maximus ) son sólo auxiliares en cumplimiento de las leyes religiosas, pero aquellos son creadores de la verdadera fe. El Zeus de Olimpia, una obra de Fidias en oro y marfil, enseñó a los hombres a creer; otros, tan agobiados por el peso de la pena, la desgracia y el luto hasta el punto que el sueño ya no se abatía sobre sus párpados, olvidaron su infortunio ante esta imagen. Por eso los griegos calificaron de santo todo lo bello, y de bello todo lo sagrado. Y sus cuadros y estatuas conformaron su fe en los dioses.
¡Qué distinto es en Roma! Aquí los dioses se crean por orden expresa con oro por valor de seis mil talentos, ojos de vidrio fundido y pedestales de piedra egipcia. Y la inscripción que informa del donante reviste más importancia que la misma obra de arte. El arte, otrora algo divino, se ha convertido en prostituta y los artistas en alcahuetes de los ricos. El pasado es ese tiempo en el que los artistas callan acerca de su arte, porque el arte habla por sí mismo. Hoy se me ha ocurrido una regla: cuanto menor el arte, más se abre la boca. Fama, la errante mensajera de Júpiter, es la constante compañera de los artistas, asoma pequeña de sui escondite, pero rápidamente crece en fuerzas y tamaño, luce un aura sobre la cabeza, tiene innumerables ojos, lenguas y bocas. Así corren los artistas graznando por las calles para anunciar sus intenciones, pero no sus destrezas, pues de otro modo debieran guardar silencio. ¿O se hubiera gastado una palabra acerca del pintor Arelio, si no se le hubiera ocurrido pintar a las diosas romanas tomando como modelos a sus amantes? Y el escándalo no consistió en el hecho en sí, sino en su número.
¿Dónde quedó ese tiempo en que los artistas tenían poder sobre los que imperaban y estos se ponían a los pies de aquéllos y de su arte como los cínicos a los del sabio Antístenes? Hoy sucede todo lo contrario: los que tienen el poder en sus manos mantienen artistas para su propio provecho, cual si fueran animales domésticos, el arte ha degenerado en comercio, las imágenes han perdido relieve para ser sólo copias o ideal. En el Foro no ves sino héroes, héroes de bronce, héroes de mármol, hasta héroes de oro, y todos guardan parecido entre sí. ¡Por Júpiter, no son sino plagios, plagios pagados a un precio muy caro!
¡Lo he visto con mis propios ojos! Ha echado hojas nuevas. ¡Júpiter, está brotando vida nueva! El día de las calendas de junio, el roble seco de la ladera meridional del Palatino, que durante un año dejó caer sus ramas como condenado a muerte, se ha cubierto de repente de un suave verdor, de las ramas nudosas han salido tiernas hojas y los agoreros menean la cabeza desconcertados. Por primera vez me arrepiento de haber destruido los libros de predicciones. En alguna de las dos mil compilaciones seguramente se hubiera podido consultar el significado del portento. Ciertamente, parece un milagro cuando la vida se extingue en un roble con todos los signos que anuncian la muerte de la planta y de pronto reanuda su crecimiento en contra de todas las leyes de la naturaleza.
Ahora bien, la destrucción de los libros de predicciones no supone la invalidación de los presagios. Pues, si los innumerables signos que hasta ahora siempre he mirado con alguna desconfianza (sobre todo, porque alguna gente hizo de esta patraña un negocio) han de tener cierto significado, mi acto no destruyó los presagios ni su contenido. ¿Y qué otro significado puede tener el hecho de que el roble al pie de mi casa despertara a una nueva vida, sino que a mi también me será concedida una nueva vida?
Sin duda, setenta y seis años son el doble de lo que la vida suele conceder por término medio a un romano. ¿Sin embargo, no hay sobrados ejemplos de individuos que superaron en mucho esta edad? Anacreonte, el poeta ebrio de amor, tan generoso con el vino como con las elegías y los yambos, dice (espero que en estado de sobriedad) que Argantonio, el rey de los tartesios, había alcanzado la edad de 150 años, Ciniras, el rey de los cipriotas 160, y un cierto Aigimio 200. Helánico, contemporáneo de Herodoto, informa de epeios que vivían en Etolia y llegaron también a los 200 años, y lo apoya Damastes, el geógrafo e historiador de Sigeón, autor de un recuento de todos los pueblos. Los reyes de Arcadia habrían llegado a vivir 500 años, y Perifo, un rey de la isla de los lutmios: 600. Ciertamente, casi recelo al afirmar esto, nadie inferior a Jenofonte de Colofón, el discípulo escriba de Sócrates, demasiado haragán para escribir, el que se erigió un monumento imperecedero con la Anabasis , dice saber que el hijo de Perifo vivió 800 años. En verdad, 800 años me parecen un dato resultante de la ignorancia de la época que en aquel entonces computaba un verano por un año, el invierno por un segundo año y a veces cada estación por un nuevo año. Sin embargo, aun si se divide el número de acuerdo con lo antedicho, el resultado sigue siendo considerable.
El roble reverdece y me promete nueva vida, ¡Júpiter! ¿Aragantonio de Gades no gobernó 80 años, como se puede probar, después de acceder al trono a edad avanzada? Masinisa, el príncipe de Numidia que combatió contra los romanos con tanta valentía en Hispania, ¿no dejó al morir a los 90 años, un hijo de cuatro? Y sobre Gorgias, el más grande de los oradores de los griegos ¿quién dudó seriamente de sus 108 años, en los que, gracias a su verbo, consiguió todas las riquezas? Hemos olvidado a Quinto Fabio Máximo, el legado de mi divino padre en la provincia hispánica, que el último día de sus funciones como Cónsul suffectus , falleció a los 93 años y a Marcos Perperna a quien llegué a conocer cuando era censor. ¿Alguien cuestionará sus 98 años de vida? ¿Algún romano de categoría y educación cuestiona acaso la persona de Marco Valerio Corvo (yo le hice erigir una estatua en el Foro para conmemorar su victoria contra los celtas con la ayuda de un cuervo, de ahí su nombre Corvo) sólo porque alcanzó la edad de 100 años?
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