"¡Ah, si el pueblo romano tuviera un solo cuello!" clamó mientras culebreaba por las calles desiertas de la capital. Para los juegos en el circo, reunía ancianos y hombres defectuosos que luego dejaba a merced de las bestias.
"¡ Oderint dum metuant! ' clamaba una y otra vez.
Una mano asesina puso fin a sus días y cedió lugar a un idiota que daba la impresión de que la naturaleza sólo le había comenzado a hacer dejando luego la obra inconclusa. Un engendro de miembros torcidos que no le permitían sino desplazamientos vacilantes. Su cerebro no alcanzó sino el desarrollo del de un niño y eso le hacía invitar distraído a sus banquetes a los que había mandado matar la víspera. Babeaba y moqueaba. De noche, casi no dormía, o su sueño era muy breve, y, por consiguiente. Durante el día se quedaba dormido en cualquier ocasión: durante las comidas, en el tribunal o durante una representación teatral. De hecho, jamás gobernó, sino que fue juguete en manos de otros y estos pusieron fin a su vida con setas venenosas.
También se presentó ante mí otro personaje sin cara: un jovencito barbirrojo, conducido por su madre, al que nunca le fue deparada la dicha de jugar con caballos o escuchar los cantos del poeta. No hubiera causado mucho daño, pero una ridícula soberbia, una grotesca vanidad y una enfermiza ambición fueron la causa de sus fatales aberraciones. Cantaba acompañándose con la lira durante diez horas seguidas, en un teatro colmado, cuyas puertas permanecían cerradas pues a nadie estaba permitido levantarse de su asiento. Y como el público forzado superaba el número de habitantes de una ciudad, en ese lapso moría gente y se producían alumbramientos en el teatro. Obligó a suicidarse a sus mejores amigos, que en la mayoría de los casos se cortaban las venas. Pensó envenenar a todos los senadores y encomendó a un asesino dar muerte a su propia madre. Así lo vi, sin cara. Y vi arder Roma, mi Roma, la que adorné con templos y pórticos, mientras él cantaba versos homéricos desde la torre del palacio de Mecenas en el Esquilmo. Murió por su propia mano.
"¿Quién eres?" le grité cuando su imagen se alejaba, y escuché la respuesta desalentado: "El último de sangre Julia".
No sólo me ha sido vaticinado mi propio fin. Al parecer me aguarda todavía algo peor: conocer la ruina del Estado, provocada por canallas y oscuros hombres de honor. ¡Qué sombría vejez, qué inexplicable designio de los dioses, que en vida me han proporcionado el don de Apolo! Harían bien en retenerlo, pues a nadie sirve conocer el futuro. Al contrario, nos deja desesperanzados, impotentes, desconsolados, quebrantados.
¿Qué ventaja hubiera sido para Craso, a quien los romanos llamaban dives , el rico, que en riqueza y dicha daba de comer al pueblo en diez mil mesas, saber que en el Eufrates sufriría la más indigna derrota y le sería cercenada la cabeza como a un toro? ¿Hubiera experimentado gozo Pompeyo, al que llamaban Magnus , por su tercer consulado, la victoria sobre Mitrídates y los tres triunfos si le hubiesen vaticinado el desenlace, la derrota de Farsalia y pocos días más tarde su asesinato en la costa de Egipto? Y Cayo Julio César, al que todos llamamos divus, el Divino, ¡qué tormentos hubiera sufrido mi padre de saber que sería apuñalado por sus propios amigos dos días antes de la mayor de sus campañas!
La razón me hace dudar de este repentino don, pero Areo, a quien informé del phainomenon , se refirió a los estoicos, al sagaz Crisipo de Sobos en Cilicia, a Diógenes, el babilonio, a sus discípulos y a Antípater de Tarso, un discípulo de Diógenes, que manifestó al respecto lo siguiente: si hay dioses y no predicen a los hombres el futuro, no aman al hombre o bien ni ellos mismos saben lo que sucederá, creen que al hombre no le incumbe conocer el futuro o piensan que no condice con su dignidad anunciar a los hombres con anticipación lo que habrá de acontecer. Sin embargo, nos aman, son benéficos y tienen buenas intenciones para con el género humano, y saben muy bien acerca de lo que es dispuesto y determinado por ellos mismos. Para nosotros no es indiferente conocer el futuro, pues seríamos más prudentes si supiéramos al respecto. Los dioses de ninguna manera consideran impropio para su dignidad la visión del futuro, pues nada es más bello que la beneficencia. Por lo tanto, no es concebible la existencia de dioses que no anuncien el futuro. Los dioses existen, en consecuencia anuncian el futuro. Y cuando lo hacen, también nos abren caminos al conocimiento, pues de lo contrario anunciarían en vano y cuando abren caminos, no es posible que no haya vaticinio. Por consiguiente, hay una especie de visión del futuro.
Así discurren los estoicos y yo no quiero dudar de su doctrina, puesto que en la stoa poikile recibí profundos conocimientos, por ejemplo, el que sólo el sabio es verdaderamente libre y que a un sabio no lo puede quebrantar nada de este mundo, sólo él está más allá de la dicha y el infortunio, del dolor y del hado exterior.
Esta suerte de pensamientos me sumen siempre en profunda tristeza, no los pensamientos en sí, sino el hecho de que ningún romano jamás predicara enseñanzas similares y que todo cuanto atañe al espíritu provenga de los griegos. Nosotros, los romanos, podremos dominar el orbe, desde el naciente hasta el poniente, pero el espíritu humano siempre estará dominado por los griegos, por ende también el nuestro, y me pregunto: ¿quién es el verdadero soberano del mundo? ¿César Augusto o Zenón de Citión?
Amo al padre de la escuela estoica, aun cuando está en grosera oposición a la doctrina del placer de Epicuro. Perseguir el goce, dice, significa desconocimiento del propio ser. El goce es dolor. El placer nos hace esclavos. El placer siempre busca nuevas necesidades. El placer es insensatez. Aborrezco el placer, aun cuando no estoy libre de él o tal vez por esa razón. Eudaimonia , la vida en armonía con uno mismo, siempre fue mi meta, pero al final debo confesar que sólo me moví en círculo.
Lo que he dicho sobre la filosofía, también rige para las artes: ¿qué sería Roma sin la Hélade? Nombradme a un artista contemporáneo de jerarquía, oriundo del suelo itálico. ¿Guardáis silencio? Es prudente. ¿Qué pueblo es este, cuyos pintores son sordos y sus filósofos tullidos? Ciertamente, me pregunto si un pueblo sin artistas, un pueblo sin filósofos tiene futuro. Escucho decir a algunos que el Foro rebosa de arte y filósofos… Sin duda, ¿pero acaso no importamos artistas y filósofos como productos de alfarería y cereales?
El dinero ha echado a perder a las artes. Para un romano es más importante el material del que está formada una obra de arte, que su contenido. Por todas partes hay bustos de mármol con cabezas intercambiables de plata, ¡qué deplorable fenómeno! Esta es la razón por la cual sólo quedan imágenes vivas de unos pocos. Y como se carece de imágenes del espíritu, también se descuida a las imágenes del cuerpo.
Personalmente, doy más importancia a la pintura que a la escultura, porque requiere una mayor destreza. Miles de cabezas pueden haber sido esculpidas en mármol a mi imagen y semejanza, pero pocos son los artistas que me han visto cara a cara, porque unos toman la obra de otros como modelo. A veces, me dan accesos de asco que me hacen brotar el sudor cuando me enfrento a una de esas chapucerías, y las más espantosas las mando destruir. ¡Cómo le envidio a Alejandro su pintor Apeles, el único a quien le fue permitido crear retratos del gran macedonio, y yo no descansé hasta conseguir uno! Al principio, estuvo colgado en mi dormitorio, para poder mantener coloquios con Alejandro, pero al cabo de los años durante los cuales cambié de acuerdo con la ley de la naturaleza (mi espejo no admite engaños) doné la obra de arte al pueblo romano y lo exhibí públicamente en el gran vestíbulo de mi Foro. ¿Por qué, oh, dioses, no me disteis un Apeles? Lo hubiera cubierto de oro y le hubiera cedido a mi más bella compañera de lecho como lo hizo Alejandro. Ciertamente, cuando mandó a Apeles pintar a su amante Pancaspe en desnudez digna de veneración, y se percató que la bella también perturbaba los sentidos del artista, se la regaló. Se cuenta que Pancaspe sirvió de modelo para la Afrodita Anadyomene, que traducido a nuestra lengua significa "surgente", pues emerge del mar, nacida de su espuma. Compré ese cuadro que todavía no encontró su igual en el mundo, a un precio que la decencia prohíbe mencionar, y lo expuse en el templo de mi divino padre. Tengo debilidad por los artistas, cuyas obras todavía despertarán admiración cuando sus cuerpos ya estén convertidos en polvo.
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