Loudres Miguel - La llamada de La Habana

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– ¡Caramba! ¡Qué compañeros de Universidad tan importantes tenéis! -dijo Paco comiéndose otro bombón.

– Entonces tú, Miguel, te ocupas de Juárez y su partido.

¿Y tú Paco?

– Yo puedo hablar con el Inspector Gil. Lo conozco un poco. No es mala persona pero no le gustan las «defectivas» -dijo Paco mirándome a mí.

– El clásico machito español, vaya.

– Eso.

– Pues, vale, de acuerdo, habla tú con él. Será lo mejor.

– Hay que saber que ha dicho el médico forense. Tenemos que saber a qué hora murió y si fue o no un suicidio. Yo voy a hablar con la secretaria, con Blanca Fanjuí, y con la mujer de Zabaleta -dijo Miguel.

– La rica heredera… -comentó Paco.

– Mucho dinero, ¿no? -añadió Miguel.

– Sí, muchísimo. Y un seguro de vida muy alto, según me ha dicho Alberto -dije yo.

– ¿Crees que puede haber sido la mujer? -preguntó Miguel.

– Estaba en La Habana…

– ¿Seguro?

– Creo que sí.

– Tengo una idea -dijo Paco de pronto-. Yo tengo una amiga en La Habana, una bailarina: Ifigenia López. ¡Qué mujer! Inteligente, guapa…

– ¿Fabricante de chocolate? -pregunté yo.

– No, eso no. La conocí el pasado año cuando estuve de vacaciones en Cuba [16].

Paco suspiró. Se pone romántico cuando se acuerda de alguno de sus amores.

– Vale. Entonces tú. Paco, te pones en contacto con la bailarina cubana…

– Ifigenia.

– Eso, con «tu» Ifigenia.

– Seguro que puede ayudarnos.

9

Luego, como muchos días, fuimos a comer al restaurante de la esquina. Dan el típico menú de restaurante barato; aquél día, cocido o acelgas, de primero, bistec o pollo, de segundo, y flan o helado. Bebida y pan, incluidos. Y todo por setecientas cincuenta pesetas [17]. No es caro y es cocina casera, hecha por la patrona, doña Casilda, casi para los clientes. Después de comer, los tres nos pusimos a trabajar.

Yo volví a «Publimagen». Quería hablar con Blanca Fanjuí, la secretaria de Zabaleta.

Blanca no estaba en «Publimagen» pero Alberto, sí.

Parecía cansado y muy preocupado.

– Alberto, ¿puedo ver el despacho de Zabaleta?

– Claro, si puede ser útil…

– Todo puede serlo.

– Ven por aquí.

Al final de un pasillo, había una gran puerta. En la puerta una placa dorada: 1. Zabaleta, DIRECTOR. Los dos entramos en silencio. Para los dos no era un momento agradable.

De pronto, en el suelo, algo me llamó la atención: unpequeño punto que brillaba. Fui a recogerlo: era un brillante no muy grande.

– ¿Qué es eso? -me preguntó Alberto.

– No lo sé -respondí yo.

Saqué del bolso un pañuelo para guardarlo. Entonces no sabía que era muy importante.

– La policía no lo ha visto… ¿Vas a dárselo?

– De momento, no. Primero quiero saber de quién es y desde cuándo está aquí. ¿A que hora limpian la oficina?

– Normalmente sobre las siete, creo. Ayer no sé… Como Zabaleta estaba trabajando… Podemos preguntárselo a Digna, la señora de la limpieza. Me parece que hoy ya ha llegado. Vamos.

10

Digna era una mujer bajita pero fuerte, con aspecto de mujer de campo. Hablaba despacio y con mucho acento gallego [18].

– Digna, esta señorita quisiera hacerle unas preguntas… -le dijo Alberto amablemente.

– Usted dirá -respondió ella.

– ¿A qué hora limpió usted el despacho del Sr. Zabaleta?

– ¡No seré yo sospechosa! -respondió Digna como lo hacen en las películas de la televisión.

– No, mujer, por Dios…

– Ah, bueno. Pues verá… Normalmente el Sr. Zabaleta se iba a las siete, más o menos, y yo limpiaba a las siete y cuarto, siete y media, según. Pero ayer él estaba trabajando y…

– ¿No limpió?

– Sí, verá: es que el Sr. Zabaleta, que en paz descanse [19], era muy bueno. Muy bueno, muy bueno. Un señor de verdad, un caballero. Y tan amable… ¿Quién habrá sido? No lo entiendo.

Yo empezaba a ponerme nerviosa. Digna hablaba realmente muy despacio. Y mucho.

– Pero Digna, ¿limpió o no limpió la oficina?

– Ah, eso… ¡Sí…!

– ¿A qué hora?

– A las siete y cuarto, como siempre. Él me dijo: «Pase, pase. Digna, no me molesta». Todo un señor, de verdad. «Se ha caído un cenicero y esto está horrible», me explicó luego.

«Puedo venir más tarde, Sr. Zabaleta», le dije yo. «Nada, nada, mujer. Yo voy a tomarme un cafetito y vuelvo.

Mientras, usted limpia un poco esto», dijo él.

– O sea que limpió…

– Sí, sí. Pasé el aspirador, quité el polvo… El Sr. Zabaleta era un señor de verdad y muy limpio. Sí señor, muy limpio.

¡Qué crimen tan espantoso!

Otra frase oída en la televisión.

– Vamos un momento a la oficina, ¿quieren? -les dije yo entonces.

Los tres entramos de nuevo en el lugar del crimen.

11

– Digna, vamos a ver, haga memoria. Es importante.

¿Limpió bien esta alfombra?

Era la alfombra donde yo había encontrado el brillante.

– ¿Cómo? Señorita, yo siempre limpio bien. Para eso estoy, ¿no? -me respondió enfadada.

– Claro, claro, mujer. Pero ayer, en particular, ¿pasó bien el aspirador por aquí?

– Sí, muy bien. Había un cenicero en el suelo y la alfombra estaba muy sucia, toda llena de ceniza y colillas…

– Gracias, Digna -dijo Alberto.

– Pero… No entiendo. ¿Qué relación tiene el aspirador con…?

– Todavía no lo sabemos. Digna, pero gracias por todo.

Digna volvió a su trabajo muerta de curiosidad.

– Lola, ¿qué quieres saber? -me preguntó entonces Alberto-. Yo tampoco lo entiendo muy bien.

– Pues, muy fácil. Quiero saber si alguien perdió anoche ese brillante.

– Entiendo… Pues parece que sí, ¿no?

– Eso parece. Y a lo mejor fue el asesino.

12

Por la noche llegué a casa muy cansada. Vivo sola en el Madrid de los Austrias [20], en la Plaza de la Paja. Me gusta Madrid y me gusta mi barrio, un barrio céntrico pero tranquilo. En el balcón estaba mi vecina y amiga Carmela.

Carmela es una mujer mayor, vasca y, como buena vasca, muy buena cocinera [21]. Ella y yo nos llevamos muy bien. Es casi como una segunda madre. Muchas noches me invita a comer porque sabe que, si estoy sola, no como casi nada.

– ¿Subes a cenar?

Me gritó desde el balcón.

– Tengo bacalao al pil pil [22].

– Vale, de acuerdo, ahora subo. Me doy una ducha y subo.

Cuando tengo un caso difícil, me gusta explicárselo a Carmela. Siempre me da buenas ideas.

El bacalao y hablar con Carmela me fueron muy bien.

Después de cenar ya estaba más tranquila.

– Oye, y ese pobre chico, Alberto, y tú no… -me preguntó Carmela que siempre quiere casarme.

– No, Carmela. No hay nada. Ya te he dicho que fuimos novios en la Universidad pero ahora, nada…

– Pues por lo que dices, es un chico estupendo, con un buen trabajo y…

– ¡Carmela…!

– Vale, vale, me callo. ¿Y por qué dejasteis de ser novios?

– No le gusta comer. Sólo come hamburguesas.

– Ah, bueno, si es así… -respondió Carmela.

Carmela piensa que la cocina es una cosa sagrada y las hamburguesas un motivo de divorcio muy serio.

13

El jueves por la mañana llamé a Alberto.

– ¿Ha llegado ya la Sra. Zabaleta? -le pregunté.

– Sí, ya está en Madrid.

– ¿Cuándo puedo verla?

– Yo ya le he dicho que vas a ir a verla. Te espera. Esta mañana está en su casa.

– Magnífico. ¿Tienes la dirección?

– Sí, toma nota…

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