– ¿Qué haces aquí a esta hora? -le preguntó, y por algún motivo en su voz resonó la contrariedad.
– Me encuentro mal y me han permitido marcharme a casa. ¿Quién está contigo?
– No le conoces -contestó vagamente-. Tenemos que discutir un asunto importante, no entres en el salón y no nos molestes.
Era la primera vez que le hablaba en ese tono, y Sitova se sintió molesta pero no dijo nada, en parte porque la repentina hemorragia la estaba preocupando mucho más.
– ¿Os apetece un café? -le ofreció la mujer.
– No. Se irá dentro de nada.
Sasha retornó al salón y volvió a cerrar la puerta. Nadezhda no llegó a ver a su visita.
Entró en el dormitorio, se quitó el traje que llevaba en el trabajo, se puso la bata y se echó en la cama. Pasado un rato, decidió tomarse un té, se levantó y sintió un fuerte mareo. El malestar fue en aumento, volvió a sentarse en la cama y, haciendo acopio de fuerzas, le llamó:
– Sasha…
Creía que estaba muñéndose. Galaktiónov entró en el dormitorio corriendo. Seguramente ofrecía un aspecto deplorable, porque el hombre se asustó en serio.
– ¿Qué tienes, Nadiusa? ¿Quieres que te traiga algo? ¿Validol? ¿Valocordín?
No pudo contestarle, sólo gimió. Nunca antes le había ocurrido nada semejante y no tenía ni idea de cuáles eran los síntomas de un ataque al corazón. Por su parte, también Sasha gozaba de buena salud, por lo que en casa no había las medicinas adecuadas.
– ¡Nadiusa! -la llamaba él, fuera de sí de miedo-. Vamos, dime qué tengo que hacer, cómo puedo ayudarte, por favor, dímelo…
Galaktiónov salió corriendo de la habitación y a los pocos instantes volvió acompañado de su visita. Nadezhda seguía tumbada con los ojos cerrados, se encontraba muy mal y no los abrió al sentir una mano posarse sobre su muñeca.
– ¿Por qué ha venido a casa? -preguntó una desconocida voz masculina-. ¿Qué es lo que le duele?
– No lo sé -contestó Sasha-. Ha dicho que no se encontraba bien pero lo que tiene en concreto… no me lo ha dicho.
– ¿No será que está embarazada?
– No creo. Hace poco tuvo algún problema, fue a ver al médico, y le dijeron que no lo estaba.
– Nadezhda, ¿me oye? -le habló el desconocido-. ¿Cuál fue el motivo de aquella consulta? ¿Pensaba que estaba embarazada?
Entreabrió los ojos con dificultad y enseguida volvió a cerrarlos. Incluso la luz mortecina del atardecer invernal le resultaba irritante. Al desconocido, se podía decir que no lo vio, y además en aquel momento era lo último que le preocupaba.
– Tenemos que llamar a una ambulancia -dijo éste-. Es muy probable que se trate de un embarazo extrauterino. Hay que llevarla a un hospital cuanto antes. Alexandr, pida una ambulancia, deprisa, deprisa, no se quede ahí parado.
– ¿Acaso es usted médico?
La voz de Sasha, que le llegaba como a través de la niebla, estaba teñida de sorpresa.
– No soy médico pero en nuestra oficina hace poco hubo un caso parecido. Una compañera se empezó a encontrar mal, al principio también pensaron que era el corazón, llamaron a la ambulancia y resultó ser un embarazo ectópico. Luego los médicos le dijeron que, quince minutos más, y no habría llegado viva al quirófano. Cuando el tubo se rompe, la sangre anega la cavidad abdominal. ¡Pero qué hace ahí parado! ¡Corra, deprisa, llame a la ambulancia!
El mareo empezaba a remitir y al cabo de un rato Nadezhda abrió los ojos, pero Sasha estaba solo en la habitación. Después llegó la ambulancia y la llevaron al hospital.
– Dígame una cosa, Nadezhda Andréyevna, ¿iba Galaktiónov a verla al hospital?
– No.
– ¿No le pareció extraño?
– En realidad, no. Sasha odiaba los hospitales y las clínicas, ver a gente enferma le sacaba de quicio. Además, visitar a alguien ingresado en ginecología… hubiese sido como… En fin, no lo sé. ¿Comprende lo que quiero decir?
– Claro que sí. Así que, cuando la ambulancia vino a recogerla, fue la última vez que vio a Alexandr Vladímirovich.
– Sí.
Los ojos se le llenaron de lágrimas pero se dominó enseguida.
– Perdone.
– Vamos a intentar recordar todo cuanto sea posible sobre aquel hombre.
– Pero si no le recuerdo en absoluto. Apenas le vi medio segundo.
– Estupendo, es más que suficiente -declaró Misha con una sonrisa jugándole en los labios-. Empecemos por el abrigo.
– Pero qué dice, no recuerdo nada. Ni siquiera le presté atención.
– Pero ha dicho que al entrar se percató enseguida de que Sasha no estaba solo. ¿Qué pensó en aquel momento?
– Que no estaba solo. ¿Qué, si no, iba a pensar?
– Nadezhda Andréyevna, qué poco se esfuerza -dijo Dotsenko afectando un gesto de reproche-. Si yo, al llegar a casa, veo en el perchero del recibidor un abrigo de señora, me digo: «Mi madre tiene visita porque ESTE abrigo no es de mamá. Pero la que está aquí no es su hermana porque su abrigo es gris y éste es azul. Su amiga, que vive en la casa de al lado, también tiene un abrigo azul pero es un poco diferente, tiene el cuello de piel. En cambio, ESTE abrigo me resulta del todo desconocido». Por supuesto, al contarle así lo que me pasa por la cabeza en ese momento, parece que son pensamientos largos. Pero en realidad el proceso de identificación dura un instante. Intentemos restablecer ese proceso tal como lo realizó en aquel momento. ¿Comprende lo que pretendo?
– Más o menos… -contestó Sitova titubeando-. Entré, vi la cazadora de Sasha y a su lado, un abrigo, y pensé que el abrigo no era de Gosa porque Gosa lleva un chaquetón de piel vuelta.
– ¿Por qué pensó en Gosa?
– Porque si Sasha venía aquí por la mañana, casi siempre traía a Gosa. Gosa es abogado, y Sasha me decía que necesitaban un lugar tranquilo para revisar los contratos.
– Gosa es… ¿Se refiere a Sarkisov, el jefe del Departamento Jurídico del banco?
– Sí.
– Muy bien. ¿Qué pensó luego?
– Creo que… No lo sé. Recuerdo perfectamente que pensé en mi cumpleaños.
– ¿Qué es lo que pensó de su cumpleaños?
– Dios mío, ¿qué importa eso ahora? Pensé que seguramente Sasha se había olvidado de su promesa. Me había dicho que vendría a celebrar mi cumpleaños conmigo y con mis amigos.
– ¿Por qué decidió que se había olvidado?
– Porque cuando participaba en alguna fiesta mía, se encargaba siempre de dar órdenes a Stásik para que trajese comida y licores.
– De manera que, al ver aquel abrigo que no le resultaba familiar, comprendió enseguida que la visita no era Stásik.
– Desde luego que no. Stásik tiene un abrigo negro, y aquél era gris.
– Ya lo ve, Nadezhda Andréyevna, y usted me aseguraba que no se acordaba del color del abrigo.
– Huy -exhaló la mujer sorprendida-. Es increíble lo bien que le ha salido. Ni me he dado cuenta de cómo me acordé. Es cierto, es cierto, el abrigo era gris, seguro.
– Sigamos -anunció Misha satisfecho-. ¿El desconocido era un negro?
– ¿Un negro? ¿Por qué? -balbuceó atónita-. ¿De dónde lo ha sacado?
– ¿Qué pasa? ¿No era negro? -dijo Misha sonriendo con socarronería.
– Claro que no. Era un hombre normal, de típico aspecto europeo.
– Y ahora es mi turno de preguntarle: ¿de dónde lo ha sacado? ¿Por qué ha decidido que era un hombre de aspecto europeo?
– No le entiendo -contestó Nadezhda encogiéndose de hombros-. Tenía aspecto europeo, eso es todo.
– ¿Pero tal vez parecía del Cáucaso?
– No era moreno ni tenía el pelo negro… Mire, de verdad, no sé cómo explicárselo.
– ¿Lo ve, Nadezhda Andréyevna? Usted recuerda perfectamente que ni era moreno ni tenía el pelo negro. ¿Sabe cuál es su problema? Se ha convencido a sí misma de que no se acuerda de nada, de nada en absoluto, y con esto ha bloqueado su mecanismo del recuerdo. Si alguien considera que no es capaz de tocar el violín, ni se le ocurrirá coger el arco e intentar tocarlo, ¿cierto? No sé tocar, se dice, y punto. Su caso es idéntico. Cree que no recuerda nada y que por eso tratar de recordar no tiene ningún sentido. Y, sin embargo, resulta que algo sí recuerda.
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