– ¿Qué es lo que se esconde detrás de su modesto «casi»?
– Admito la posibilidad de que también Líkov pudo ser el ladrón. Y ahora le está colgando todos los perros a Galaktiónov. ¿Por qué no? De aquí que usted, Míshenka, y yo intentaremos tirar de los hilos de los tres sumarios robados hasta atarlos a uno de esos dos, a Líkov o a Galaktiónov. Uno de los tres hilos tiene que dar de sí lo suficiente para que podamos hacer ese nudo. Y una cosa más, Misha. Vaya a ver a Sitova. A ésta la interrogó Lepioskin, por lo que le costará hacerla hablar, pero hay que ponerle algún remedio a esta situación. Haga lo que pueda.
Al principio, Nadezhda Sitova recibió a Misha Dotsenko con frialdad.
– Nadezhda Andréyevna -dijo él con delicadeza-, comprendo su dolor y me apena tener que atormentarla con conversaciones y recuerdos justamente ahora, cuando está viviendo una tragedia.
– ¿De veras? -contestó la mujer desabridamente-.Yo diría que es a mí a quien debería saberle mal llorar a Sasha, puesto que no tengo ningún derecho a hacerlo.
– ¿Por qué? Es muy duro lo que está diciendo.
– En efecto. Pero esto fue precisamente lo que tuvo a bien explicarme con meridiana claridad su compañero Igor Yevguenyevich Lepioskin. Según él, mi comportamiento induce al adulterio, con el agravante de que yo, por mi parte, soy incapaz de resolver mis propios problemas matrimoniales y comprender mis propias relaciones con mi marido. Al parecer, cree que el sello que le ponen a una en el pasaporte el día de su boda le impone un compromiso inquebrantable, que perdura aun cuando las relaciones conyugales ya han dejado de existir y los dos ya ni siquiera conviven bajo el mismo techo.
– Igor Yevguenyevich no quiso molestarla.
– Tonterías -respondió Sitova con dureza-. Escogió las palabras justas para hacerme el máximo daño. Se notaba que era lo que pretendía.
– Nadezhda Andréyevna, por favor, le ruego que volvamos a Alexandr Vladímirovich. Por reprobable que sea la actitud personal de Igor Yevguenyevich, hay que reconocer que también tiene algunos méritos: hace todo lo posible, e incluso lo imposible, por resolver el crimen y encontrar al asesino de su amigo. Tiene un carácter difícil, no se lo discuto, a veces sé muestra demasiado duro, pero es un gran profesional. Si le resulta desagradable tratar con él, me comprometo a hacer cuanto esté en mi mano por evitarle nuevos encuentros. ¿Le parece bien?
– De acuerdo -concedió Sitova ceñuda-. Adelante con las preguntas.
Era morena, guapa y llamativa, tenía veintiocho años y vivía en un magnífico piso de dos habitaciones. Pero la mujer que se sentaba delante de Misha Dotsenko estaba pálida, su aspecto delataba tormento interior y un prolongado sufrimiento causado por la reciente intervención quirúrgica. Fue un golpe duro, cuando, pocos días después de la operación, unos policías se presentaron en el hospital y empezaron a preguntarle sobre el posible paradero de Galaktiónov. Al enterarse de que su amigo tenía las llaves de su piso, le pidieron las suyas, y al día siguiente volvieron para comunicarle que habían encontrado a Galaktiónov muerto en su casa. Al salir del hospital, Nadezhda tuvo mucho miedo a regresar allí. Creía descubrir las huellas de la presencia de los extraños en cada rincón del piso, y en el salón vio los contornos del cuerpo sin vida, marcados con tiza, que los técnicos forenses no se habían molestado en borrar después de hacer las fotografías necesarias. Le daba miedo estar sola en aquel piso, sobre todo por las noches, cuando la asaltaba la idea de que Sasha había permanecido allí varios días muerto.
El corte practicado por el cirujano cicatrizaba mal, tenía muchos dolores, apenas conseguía caminar pero, a pesar de todo, al recibir la citación de Lepioskin, fue a la Fiscalía sin escudarse en su malestar. Salió del despacho del juez instructor humillada y tragándose las lágrimas, mientras su alma rebosaba odio hacia todo el sistema judicial. Durante las tres semanas siguientes no la molestó nadie más, y ahora ante ella comparecía ese simpático joven de ojos negros que, a pesar de los pesares, lograba derretir el hielo y hacerla hablar.
– Usted conocía a Alexandr Vladímirovich desde…
– Hace casi un año ya -susurró ella.
– Me interesa la gente que él le pudo haber presentado o que usted vio a su lado, incluso si no le dijo sus nombres. Sobre todo, aquellos con los que trató en las últimas semanas antes de morir.
– Una pregunta muy extraña -observó Sitova ajustándose la gruesa bata.
La herida no le permitía llevar los pantalones ceñidos ni las faldas estrechas a los que estaba acostumbrada.
– ¿Qué tiene de extraña?
– Lepioskin me preguntó sólo sobre la gente que yo conocía. Cada vez que intenté hablarle de aquellos que Sasha no me había presentado, el juez de instrucción me interrumpía diciendo que mis conjeturas no le interesaban.
«Demonios, cómo se las arregla ese hombre para estropear así todas las cosas -pensó Mijaíl con sorda irritación-. ¿Será posible que las emociones puedan llevar a olvidarse no sólo de las normas elementales del decoro sino también hasta de los intereses de la instrucción?»
– En aquella fase de la investigación era, en efecto, mucho más importante identificar a los que usted conocía con sus nombres y apellidos -dijo Misha en un intento de proteger la buena imagen del juez instructor-, para comprobarlos a ellos primero. Ahora ha llegado el momento de ocuparnos de los demás, de aquellos a los que todavía no se ha podido ni identificar ni localizar. Para esto necesito su ayuda, Nadezhda Andréyevna. Usted era la persona más próxima a Galaktiónov, y si tenía amistades que prefería mantener ocultas, es probable que alguna vez se sincerara con usted.
La actitud de Sitova había cambiado visiblemente. Misha le había dado a entender con toda claridad que reconocía su derecho a considerarse «esposa ilegítima», en contraste con el comportamiento de Lepioskin. Si alguien le hubiese preguntado en ese momento si había amado a Galaktiónov, hubiese contestado, sin vacilar un momento, que sí. Cada uno comprendía y experimentaba el amor a su manera, creía ella, y en su caso el amor significaba una existencia fácil y divertida al lado de un hombre que podía y quería satisfacer sus caprichos, ya fuese el viaje a un balneario de prestigio, ya un trapito nuevo, las entradas para el estreno de una película sonada o las reformas del piso completadas con alguna fantasiosa decoración de interior.
Los amigos de Sasha que había llegado a conocer no eran especialmente numerosos. Algunos aparecían en su casa con cierta regularidad, venían invitados por el propio Galaktiónov, a otros se los encontraban en los restaurantes, con motivo de alguna fiesta o en una rígida cena de negocios. Había unos que parecían existir con el único fin de prestarles los más diversos servicios: les llevaban comida, organizaban las reformas, ayudaban con las reparaciones del coche, iban a buscar los billetes de avión. Era cierto, Galaktiónov no pretendía mantener sus relaciones con estos últimos en secreto. La única diferencia era que a unos se los presentaba mencionando sus nombres, apellidos, y a veces incluso los cargos desempeñados, y en cambio de otros le decía que eran amigos de toda la vida y le daba sus nombres de pila; en cuanto al resto, para dirigirse a ellos los llamaba por motes o les decía sencillamente: «¡Tú!». Y tan sólo en una ocasión…
Ocurrió aproximadamente una semana antes de su muerte, el mismo día en que fue ingresada en el hospital. La fuerte hemorragia se había declarado cuando estaba en el trabajo, pidió permiso para marcharse y se fue corriendo a casa. Al entrar en el piso, se dio cuenta enseguida de que Sasha estaba allí, y de que no estaba solo. En el perchero del recibidor, junto a su cazadora, colgaba un abrigo. Estaba quitándose el abrigo cuando Galaktiónov salió al pasillo y cerró tras de sí con cuidado la puerta del salón.
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