Jerónimo Tristante - El Enigma De La Calle Calabria

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En su tercer caso, Víctor Ros llega a Barcelona donde debe investigar el extraño secuestro de Don Gerardo Borrás que, después de varios días en paradero desconocido, reaparece en su domicilio con signos de haber sido torturado. Además reacciona de forma violenta ante todos los símbolos religiosos, por lo que el cura de la familia considera que está poseído por el diablo. Para resolver el caso, el inspector sigue la pista de Elizabeth, un travesti, y de un misterioso enano que lo llevan a una red de secuestro y prostitución de jóvenes y a un selecto club aficionado al vampirismo. Pero cuando el gobernador civil da por cerrado el caso, Víctor Ros adopta una falsa identidad y debe utilizar toda su astucia para poder encontrar y arrestar a los culpables.

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– Sí, subió por su propio pie; el cochero, Ambrosio, cerró la portezuela, trepó de un salto al pescante y partieron.

– Le diría usted adiós con la mano al iniciar la marcha, ¿no? Vamos, que lo vio cuando se ponía en marcha el carruaje.

– Pues no.

– ¿Y eso?

– Justo cuando iban a iniciar la marcha oí gritos y giré la cabeza.

– ¿Por qué?

– Un borracho la emprendió a golpes con una dama que pasaba junto a él, al parecer quería quitarle el sombrero. Dos caballeros que caminaban por la calle lo agarraron al instante.

– ¿Y el coche de su marido?

– Inició la marcha en ese momento.

– ¿El cochero presenció el incidente?

– Sí, creo que sí.-Ya.

– Ese hombre, el borracho…

– ¿Sí?

– ¿Qué pasó con él?

– Los dos caballeros que lo sujetaban aguardaron a que viniera la fuerza pública. Acudieron dos guardias, lo esposaron y se lo llevaron a empellones.

– Muy bien. Ahora reflexione un momento, ¿tenía enemigos su marido?

– No, que yo sepa. Supongo que como cualquier hombre de negocios.

– ¿Vicios?

– Ninguno.

– Doña Huberta…

– Ninguno, mi Gerardo es un hombre pío. Asiste a misa diaria a las siete de la tarde en la iglesia de San Agustín, al salir del trabajo. Es un hombre muy recto, apenas se permite un vaso de vino en las comidas y vive dedicado a su oficio.

– Un hombre recto en todos los sentidos.

– En efecto.

– ¿Tiene su marido alguna «amiga»?

– ¡Víctor! -exclamó don Alfredo.

Ros miró a su amigo y dijo:

– Blázquez, hay que llegar al fondo del asunto.

– No pasa nada, no pasa nada… -lo tranquilizó doña Huberta alzando la mano izquierda mientras con la derecha se atizaba un buen trago de jerez-. Mi marido, don Víctor, no ha tenido ni tiene querida ni es amigo de visitar a coristas ni casas de mala nota. Es un santo.

– Ya. ¿Conoce la naturaleza de los negocios que lo llevaban a Madrid?

– Iba a comprar unos inmuebles para luego alquilarlos a través de un corredor que se encargaría de su mantenimiento, así como del cobro y de enviarle las rentas.

– ¿Sabe su nombre?

– Ni idea. Nunca me he metido en sus negocios.

– Salgamos -dijo Víctor poniéndose en pie de improviso.

Colocó a la dama en la puerta, en lo alto de las escaleras desde las que despidió a su marido, y mandó que viniera Ambrosio, el cochero. Le hizo sacar el elegante Brougham y aparcarlo donde el día de autos.

– Bien, bien -dijo en voz alta-. Doña Huberta, ¿está en el mismo sitio en que estaba aquel día?

– Sí -contestó muy resuelta.

Víctor subió los ocho escalones de dos en dos y se situó junto a ella, mirando hacia fuera.

– ¿Había alguien más en la calle?

– Sí, gente que pasaba arriba y abajo.

– ¿Algún otro coche?

– Sí, uno en la acera de enfrente, recogiendo a algún vecino.

– ¿Parado?

– Creo que… sí, pero enseguida partió, me parece, no estoy segura del todo…

– El borracho, ¿dónde estaba?

– Allí, a la derecha -dijo la dama señalando una farola de gas. Víctor se acercó al lugar y echó un vistazo en derredor.

– Bien -dijo-. Ahora necesito hablar a solas con Ambrosio. Pase dentro, doña Huberta, que enseguida volvemos. Alfredo, Juan de Dios, subid al coche, vamos a repetir el recorrido que hizo don Gerardo. De camino, abrid dos o tres veces la portezuela y la cerráis, e intentad no hacer ruido, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -respondieron los compañeros de Víctor.

Este subió al pescante con Ambrosio, que era joven, pelirrojo y buen mozo.

– Bien, Ambrosio, intenta recordar. Cuando subió tu señor, hubo un cierto revuelo por un tipo que gritaba.

– Sí, ahí a la derecha, donde se ha colocado usted antes.

– Bien. ¿No bajaste a socorrer a la dama?

– No, dos señores lo agarraron al instante.

– Ya. ¿Bien vestidos?

– Sí, con traje y bombín los dos.

– Aun así, ¿por qué no bajaste?

– No era necesario, el Tuerto había sido reducido. Además, íbamos con el tiempo justo.

– ¿El Tuerto?

– Sí, un tipo alto, delgado y tuerto, me suena de verlo por las Ramblas, creo que era carterista. Sé que lo llaman el Tuerto.

– Vaya.

– Había un coche parado ahí enfrente, ¿no?, en sentido contrario.

– Parado… no, venía lento y creo que, sí, que paró, no lo sé a ciencia cierta, pues quedaba detrás de mí, a la izquierda. Quizá llegó a parar, quizá no.

– Y tú, al azuzar al caballo, miraste a la derecha, donde el incidente del Tuerto, ¿no?

– Así es.

– Arrea, haremos el mismo recorrido que aquel día.

Ambrosio azuzó los caballos y el carruaje comenzó a andar. Víctor quedó en silencio durante unos minutos mientras pensaba.

– El coche ese… ¿era de alquiler?

– No me fijé, no puedo decírselo.

– Ya.

Se escuchó el ruido de la portezuela que se abría, un crujido característico, enseguida se escuchó un portazo. Víctor volvió a quedar en silencio. Miraba de reojo, hacia atrás. Pasaron unos minutos en los que Víctor se empapó del ambiente de las calles, colorista, laborioso: mujeres con amplios pañuelos en los que llevaban envuelta la comida para sus hombres, que vivían presos de sol a sol en las inmensas fábricas de ladrillo rojo; agricultores que arrastraban con esfuerzo carros repletos de hortalizas camino del mercado de la Boquería y pilludos de ropas raídas y enormes gorras que le recordaron a sí mismo cuando llegó de niño a Madrid.

Escucharon un crujido.

– La puerta de nuevo, se escucha con toda claridad -dijo Víctor por todo comentario.

Otro portazo Al rato, tras observar con detalle el recorrido y poco antes de llegar, el inspector Ros retomó la palabra:

– ¿Pudo saltar don Gerardo?

– Imposible, es un hombre mayor e íbamos a paso vivo. Además, lo hubiera notado.

– Y al llegar al apeadero te habrías encontrado la puerta abierta.

– Claro.

Llegaron a su destino.

Pararon. Sin bajar del pescante, Víctor dijo:

– Al llegar, ¿qué hiciste?

– Miré a la derecha. Allí había dos cocheros amigos míos aguardando a los viajeros que llegan a las nueve y media, y les hice una seña para almorzar en cuanto dejara a mi jefe.

– En ese momento, ¿aminoraste?

– Sí, un poco, porque pasaron varios transeúntes por delante.

– ¿Pudo bajar ahí tu señor sin que te dieras cuenta?

Ambrosio puso cara de pensárselo.

– No. Creo que no -dijo muy resuelto.

– Ese montón de tierra que hay ahí, en la esquina, ¿estaba aquel día? Pudo saltar sobre él.

– Sí, es de una obra de ahí al lado, creo recordar que sí estaba.

Víctor tomó nota:

– Y al llegar bajaste y no había nadie en el interior.

– Exacto.

– ¿Algún objeto? ¿Algún olor? ¿Algo que te llamara la atención?

El joven quedó en silencio.

– Sí, ahora que lo dice. Bajemos del coche.

El joven y Víctor bajaron del pescante y abrieron la portezuela. Don Alfredo y López Carrillo parecían algo sorprendidos.

– Ahí -dijo el cochero señalando un pequeño grabado en la cara interna de la portezuela.

– «Icaria» -leyó Víctor.

Aquella palabra había sido grabada con un objeto punzante, en letras mayúsculas.

– ¿Os suena esta palabra de algo? -preguntó Ros.

Sus amigos negaron con la cabeza.

– ¿Se fijó usted si este grabado fue realizado antes de la desaparición de don Gerardo? -preguntó Víctor al cochero.

– Pues no sabría decirle. Reparé en ello aquel día porque examiné el interior detenidamente.

Víctor quedó pensativo:

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