Jerónimo Tristante - El Enigma De La Calle Calabria

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En su tercer caso, Víctor Ros llega a Barcelona donde debe investigar el extraño secuestro de Don Gerardo Borrás que, después de varios días en paradero desconocido, reaparece en su domicilio con signos de haber sido torturado. Además reacciona de forma violenta ante todos los símbolos religiosos, por lo que el cura de la familia considera que está poseído por el diablo. Para resolver el caso, el inspector sigue la pista de Elizabeth, un travesti, y de un misterioso enano que lo llevan a una red de secuestro y prostitución de jóvenes y a un selecto club aficionado al vampirismo. Pero cuando el gobernador civil da por cerrado el caso, Víctor Ros adopta una falsa identidad y debe utilizar toda su astucia para poder encontrar y arrestar a los culpables.

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– Icaria -murmuró-. Me suena, ahora que lo pienso, y creo saber de qué. Un momento.

Entonces Ros extrajo un breviario del bolsillo.

– No irás a ponerte a rezar ahora, Ros -dijo López Carrillo en plan chistoso.

– No, no, es mi enciclopedia particular.

Don Alfredo sonreía mientras su amigo se afanaba en buscar la letra I en aquel pequeño libro que parecía un diccionario, y dijo:

– Yo lo llamo la «Victorpedia».

– Aquí está -repuso Ros.

– ¡Si está escrito en chino! -exclamó López Carrillo.

– Taquigrafía, Juan de Dios, taquigrafía. «Icaria», comuna socialista, ciudad ideal fundada en Estados Unidos por Cabet, socialista utópico francés, que fracasó rotundamente.

– Vaya. Sí que llevas información ahí -dijo López Carrillo.

– Apuntes, notas, dibujos. En casa tengo tres tomos ya, pero ésta es para viajar. Por eso está abreviada y además escrita con signos taquigráficos.

– No imaginaba que esto fuera asunto de socialistas -murmuró Blázquez.

– Tengo que hablar con alguno de ellos, de la ciudad -declaró Ros.

– Eso no es problema -contestó López Carrillo.

Entonces, en uno de sus extraños arrebatos, Víctor sacó un pequeño estuche de cuero del bolsillo interior de su chaqueta en el que llevaba su instrumental. Tomó un papel muy fino, semitransparente y, pasándole un lápiz por encima, obtuvo una copia del grabado.

– Vaya -dijo López Carrillo, sorprendido por el truco.

– ¿Volvió usted de inmediato a la casa? -preguntó Ros mirando al cochero.

– No, esperé un rato, a la salida del tren. Me puse nervioso, la verdad. No sabía qué iba a contar en la casa. Me volví en cuanto partió el convoy y lo conté todo. Al principio me tomaron por loco, la verdad.

– Ya. Me hago una idea del asunto. Ambrosio, volvamos a casa.

Capítulo 3

Cuando llegaron a la calle Calabria descendieron del carruaje. Ya en las escaleras de acceso a la casa y mientras golpeaba la recia puerta de roble con el pomo de cobre, Blázquez dijo:

– ¿Y bien?

– Creo que me he hecho una idea bastante aproximada del asunto. No pudo ser secuestrado durante el trayecto ni pudo saltar, porque la apertura y el cierre de la puerta se escuchan desde el pescante. Lo hicieron aquí, justo antes de salir, o al llegar al apeadero, cuando Ambrosio aminoró la marcha; hemos visto un pequeño montículo de tierra muy interesante.

Una de las doncellas les hizo pasar al salón, donde doña Huberta bordaba junto a la ventana.

– ¿Ha despertado su marido?

– Sí. Parece tranquilo.

– Quisiera verlo.

– El doctor ha dicho que nada de visitas.

– No lo importunaré, señora, pero necesito echar un vistazo, sólo eso.

– Sea. Acompáñeme. ¿Vienes, Alfredo?

Subieron la escalera y entraron en el cuarto, que parecía más grande. Habían abierto los postigos y entraba mucha luz. La enfermera estaba dando unas natillas a aquel pobre hombre que, con la mirada perdida en el infinito, permanecía sentado en la cama, con las manos quietas sobre los muslos.

– Al menos come bien -dijo don Alfredo. -Sí -dijo la enfermera-. Es el segundo tazón de natillas que ingiere.

– Don Gerardo, me llamo Víctor Ros y soy policía. Silencio.

El secuestrado seguía a lo suyo, abriendo la boca cuando la enfermera le acercaba la cuchara pero impertérrito, ajeno a cualquier otro estímulo.

Víctor chasqueó los dedos delante de su nariz, pero ni parpadeó siquiera.

– Su mente está lejos de aquí -dijo Ros.

Aquel hombre había sido torturado y su inteligencia y su mente habían volado hacia un lugar mejor. ¿Cómo había vuelto a casa? ¿Había logrado escapar o quizá había sido liberado?

Doña Huberta se abrazó a don Alfredo y comenzó a sollozar.

– Debe ser fuerte, señora. Su marido la necesita más que nunca -dijo Ros.

– Sí, tiene usted razón.

Salieron del cuarto y bajaron la escalera.

– Ya nos vamos -afirmó Víctor-. Esto no ha hecho más que empezar, tenga paciencia.

Ella lo miró esperanzada:

– Si necesitan alguna cosa…

– Pues sí -dijo Víctor-. Su marido, ¿tiene algún despacho u oficina?

– Sí, claro-contestó ella-. En la calle Fernando, número ocho, en el principal.

– Quiero verlo.

– Puede usted pasarse cuando quiera.

– ¿Mañana a las cinco de la tarde?

– Avisaré a su secretario, Guzmán, para que lo tenga todo a punto.

Un ruido le izo girarse y pudo contemplar a un tipo alto, espigado, con perilla y pelo demasiado largo tapándole media cara. Iba en camisón de dormir y llevaba un gorro con una borla. Tenía un zumo de tomate en la mano derecha.

– ¿Qué es todo este ruido? Me duele la cabeza.

– Este es mi hijo, Alfonsín -aclaró doña Huberta-. Aquí, el detective don Víctor Ros, que ha venido de Madrid para encontrar a tu padre.

– Ah -dijo el otro sin mostrar interés alguno en el asunto y perdiéndose escaleras arriba con su aparente resaca.

– Ayer no nos presentaron como es debido, joven. Por cierto, tenemos una entrevista pendiente -dijo Víctor, pese a que el otro ni lo escuchó-. Y usted, doña Huberta, quisiera que no hiciera caso a esas tonterías, me refiero a lo de la posesión demoníaca, ya sabe.

Ella lo miró con calma y sonrió:

– Hay cosas en este mundo que no se pueden explicar, es a lo que algunos llamamos fe. Usted no vio cómo reaccionaba mi marido al ver el Corazón de Jesús, o la cruz del párroco. Hemos tenido que ocultar todas las imágenes y, créame, mi marido es un hombre muy, muy religioso. No creo que unas oraciones le hagan mal, aunque tenga que atarlo a la cama para ello.

– Es un asunto familiar y usted decidirá al cabo. Tenga buenos días, señora.

Cuando salieron a la calle y ya a solas, Víctor le dijo a su amigo:

– Mal asunto, la superstición no va a ayudarnos y, ¿has visto al hijo? ¡Menudo moscardón!

– Sí, no se puede decir que mi sobrino sea un portento.

Había varios curiosos al pie de la escalera: la información aparecida en la prensa comenzaba a surtir efecto.

– Habrá que llamar a Jefatura -dijo López Carrillo-para que pongan de nuevo un guardia en la puerta. Decidieron volver al hotel dando un largo y reconfortante paseo, más que nada para abrir el apetito.

Barcelona, a 14 de junio de 1881

Querida Clara:

Acabo de llegar, como quien dice, y para variar ya me hallo metido en profundidades insondables. Dile a Mariana que Alfredo está bien. Esta mañana ha aparecido el secuestrado, que se encuentra, dicho sea de paso, en un estado lamentable. Ha aparecido como desapareció, por arte de magia, lleno de tierra y oliendo a azufre. Para más inri, el cura de la familia dice que ha estado en el infierno y, además, el asunto ha trascendido a la prensa. Supongo que en breve los periódicos de Madrid se harán eco del suceso. Nada podría importunarme más que este tipo de cortina de humo que, como en el caso gracias al cual te conocí, el misterio de la Casa Aranda, no hace más que ocultarnos la verdad, que siempre está ahí, dispuesta, esperando.

He encontrado la ciudad muy cambiada, pero en el fondo sigue igual: llena de energía comercial e intelectual. Hay muchas publicaciones, algunas de ellas en catalán, por lo que me cuesta entender bien lo que dicen. Algunas son muy satíricas, como La Esquella de la Torratxa o La Campana de Grácia, que no dan tregua, la verdad. Otras, más serias, como La Van guardia o el Diario de Barcelona. Los leo todos y procuro encontrar noticias de Madrid, de casa. Llevo apenas dos días fuera y ya os añoro. Cuéntame cómo están Cecilia y Víctor, y mantenme al tanto de todo. No os metáis en líos. Sí, me refiero a ti y a esas sufragistas suicidas a las que tan bravamente capitaneas. Te ruego que no hagas ninguna locura de las tuyas, al menos hasta que vuelva.

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