Víctor sonrió como diciendo: «Ahí lo tenéis. Un trabajo de profesionales».
– Me parece de perogrullo que a este fulano se lo quitaron de en medio. Es mucha casualidad que lo mataran nada más salir de la cárcel tras el incidente. Esta misma tarde espero poder hablar con su hijo, en un pequeño poblado de chabolas junto a la Sagrera -dijo Ros.
– No deberías ir por allí -repuso López Carrillo- Ni siquiera nosotros entramos en esos sitios, ¡ni la Guardia Civil!
– Descuida, lo tengo bien atado.
Juan de Dios dijo entonces:
– Esta tarde he recibido una esquela del gobernador civil, dice que quiere resultados, que tanta histeria no es buena y que ahora que están las cosas tranquilas no quiere complicaciones. La idea de que pueda ser un asunto de socialistas le pone los pelos de punta. Prefiere incluso lo del infierno.
– Ya -dijo Víctor.
Permanecieron en silencio, pensativos.
Ros tomó de nuevo la palabra:
– Os diré qué haremos, éste es el plan. Por cierto, este bacallà está de muerte…
– Víctor, el plan -dijo don Alfredo.
– Sí, sí -repuso Ros volviendo a entornar los ojos-. Alfredo, tú, con la familia, no te despegues de ellos. Por si el Endemoniado recupera la cordura. Observa mientras tanto por si ves algo raro. Vigila. Tu sobrino, ese…
– Alfonsín.
– … eso, no me gusta ni un pelo. Tú, Juan de Dios, a lo tuyo, sigue con tus cosas, Iremos necesitando que nos mires informes en comisaría, como ahora. Y yo, a lo mío, a patear la calle. Comenzamos a intuir el buen husmillo. Y ahora, amigos, disfrutemos de este placer, que enseguida vienen los postres y me han dicho que aquí hacen una crema catalana de impresión.
Madrid, 15 de junio de 1881
Querido Víctor:
Comienzo a escribirte estas líneas pese a que aún es pronto y no he recibido noticias tuyas. Aquí, en casa, todo va bien. Los niños preguntan por ti constantemente y yo les digo que su papá está persiguiendo a los hombres malos. La prensa recoge los detalles del caso que has ido a investigar: lo llaman «El caso del Endemoniado de la calle Calabria», y debo decir que los hechos que relatan me ponen los pelos de punta. Mantenme informada de todo, porque ardo en deseos de saber. Ni me planteo otra línea de investigación (conociéndote como te conozco) que el posible secuestro. Ten cuidado, me parece obvio que tratas con gente inmoral. ¡Hacerle algo así a un pobre hombre!
Nuria y Teodoro siguen bien, cumpliendo con los trabajos de la casa y viendo crecer a su retoño, que dicho sea de paso hace buenas migas con nuestro Victítor. Sé que te agrada que juegue con el hijo de los criados y no se lo recrimino. Tu «preferida», Blasa, sigue como siempre. Ahora que te has ido se empeña en cocinar tus platos favoritos. Al final será verdad que te tiene manía. Mi madre y su conde acaban de llegar de Lisboa de ver a mi hermana Aurora. ¡Parecen tan felices!
Espero que vuelvas pronto. Siempre tuya, te quiere,
Clara
Después de dormir una reconfortante siesta, don Alfredo acudió a la casa de la calle Calabria y Víctor se dirigió dando un paseo hacia la oficina de don Gerardo Borrás. López Carrillo tenía asuntos pendientes en la comisaría y había prometido averiguar algo más sobre la muerte del Tuerto.
La oficina de don Gerardo era amplia, bien iluminada y parecía funcional, moderna, propia de un hombre práctico. Allí trabajaban dos oficinistas más su secretario personal, Guzmán, un tipo con cara de roedor, fino bigote, pulcro y muy delgado.
Víctor le hizo saber que quería ver el despacho del desaparecido hombre de negocios y de inmediato lo llevaron a un despacho lujoso, con alfombras y amplias ventanas. Había una inmensa chimenea y las cortinas eran de terciopelo rojo. Se acercó a una gran estantería repleta de libros y extrajo uno: Ivanhoe. Era un libro de pega. Sólo tenía lomo, una excentricidad de nuevo rico que pretendía dárselas de hombre culto.
– Los cajones -dijo.
Guzmán abrió los dos primeros cajones de la mesa del despacho de su jefe: había dietarios, algún pagaré y cartas comerciales.
– Abra el tercer cajón, por favor.
– No tengo la llave, es de uso personal.
– Ya -dijo Víctor.
Entonces tomó una carta escrita de puño y letra del propio Endemoniado y sacó la copia del grabado hallado en su carruaje, el que rezaba: «Icaria», para comparar las escrituras.
Su cara dibujó al instante una amplia sonrisa. Se giró y dijo:
– ¿Podría aclararme la naturaleza de las actividades de su jefe?
– Pues, comenzar, comenzar… lo hizo como constructor. No crea, ha ganado mucho dinero con el asunto del Ensanche, pero últimamente hemos ido diversificando los riesgos y hemos invertido en textiles, en varias fábricas. También hemos adquirido varios barcos y traemos materias primas desde Filipinas y llevamos allí manufacturas.
– ¿Hemos?
El otro, algo azorado, repuso:
– Perdone, llevo catorce años en la empresa y me implico mucho en ella. Don Gerardo me consulta en casi todas sus transacciones y…
– ¿A qué iba a Madrid?
– A comprar tres inmuebles. Quería actuar como rentista. Creo que da dinero.
– ¿A quién se los compraba?
– A tres propietarios distintos. Lo hacíamos a través de un corredor.
– ¿Su nombre?
– Augusto de las Heras.
Víctor tomó nota:
– Haré que lo investiguen -dijo-. ¿Iba a hacer algo más su jefe en Madrid? No mienta.
Guzmán puso cara de pensárselo y entonces comentó en voz baja:
– Bueno, disponía de cierta información. Al parecer, se rumorea que hay un caballero en Barcelona, un gallego llamado don Eugenio Serrano, que ha tenido una idea para la que pretende recabar apoyos: realizar una Exposición Universal. Al principio la gente se lo tomó a broma. Aún hay quien hace chanzas al respecto, pero mi jefe, según me dijo, adquirió cierta información de primerísima mano que indicaba que la cosa saldrá adelante. Por eso iba a Madrid, a cerrar unos contratos con varias empresas que serán proveedoras. Quería hacerse con la exclusiva.
– ¿Qué empresas?
– No lo dijo.
– ¿En qué hotel iba a hospedarse?
– En el Londres.
– ¿Hizo usted la reserva?
– No, me dijo que la haría él aprovechando que iba a pasar por correos: envió un cablegrama. -Ya veo. ¿Hay caja fuerte?
El secretario, solícito, se giró y descubrió la caja de caudales, que quedaba tras un cuadro que había sobre la silla de don Gerardo. Giró varias veces la ruedecilla y abrió la gruesa puerta de pesado acero.
Enmudeció señalando hacia el interior de la caja.
– ¡Est… est… está vacía! -exclamó.
– ¿Cómo? -Víctor miró al interior-. ¿Qué falta? ¿Qué había dentro?
– Dinero, mucho dinero. ¡Y valores! Casi toda la fortuna del señor Borrás estaba invertida en acciones y bonos.
Víctor se aplicó al momento, impregnando tanto el interior como el exterior de la caja fuerte con unos polvos que sacó de una cajita que llevaba en el bolsillo de su chaleco, luego tomó una lupa y echó un vistazo detenidamente.
– No hay huellas -dijo-. ¿Quién conocía la combinación?
– Don Gerardo y yo mismo.
– ¿Se puede forzar esta caja?
– ¡No, por Dios! Es una Eagleston, es americana y es inviolable.
Víctor volvió sobre sus propios pasos. -Apártese -ordenó el detective empujando al secretario con el brazo.
Sacó una pequeña navaja del bolsillo y se agachó, introduciéndola en el cierre del tercer cajón de la mesa de despacho.
– Pero… ¡debo protestar! -exclamó Guzmán. Una sola mirada de Víctor, fría y plena de determinación, lo hizo apartarse.
Víctor dio un golpe seco y el cierre salló.
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