– Tiene razón, como de costumbre, Wickins -dijo, y sumergió la pluma de ave en el tintero-. Le contestaré de tal forma que nunca se olvide de mí. Ese estúpido enano.
La pluma empezó a correr por el papel y Wickins oyó a Newton murmurar en voz baja:
– Mi muy estimado Mr. Hooke. Gracias por sus interesantes comentarios. Tengo que darle toda la razón: lo que se hace en presencia de testigos, a menudo se hace con otros objetivos que el de sencillamente encontrar la verdad. Aquello que se intercambia con amigos en la privacidad merece ser calificado más como consulta que como disputa. Espero que así sea entre nosotros…
Wickins sonrió para sus adentros. No había nada que Newton hiciera mejor que ser infame de una manera educada; o, mejor dicho, que pareciera considerado. Newton había enmudecido y Wickins se levantó para leer por encima de su hombro: «Lo que hizo Descartes significó un paso importante. Usted, Mr. Hooke, ha contribuido con muchas cosas diferentes de muchas maneras distintas, sobre todo trayendo a colación y observando los colores sobre finas placas. Si yo luego he visto más allá es porque he podido subirme a los hombros de un gigante…»
Wickins gruñó para no reírse abierta y sonoramente. Fue a por el balón y se sirvió una copa de vino. Los hombros de un gigante. Eso al profesor Hooke, que apenas levantaba cinco pies del suelo sin zapatos, no le gustaría.
Royal Society, Londres, Inglaterra
27 de abril de 1676
… es por lo que para mí es un placer y una gran alegría poder trasladarle la respuesta de Mr. Robert Hooke.» El presidente de la Royal Society, lord Brouncker, hizo un gesto dirigido a su vecino, un caballero encorvado y pálido que a simple vista parecía cualquier cosa menos un científico: el profesor Hooke, que es el excelente responsable de experimentos de la sociedad científica, ha llegado a la conclusión, después de muchos y concienzudos exámenes, de los cuales hemos visto varios hoy, de acuerdo con la dirección de la sociedad, que las hipótesis de Mr. Isaac Newton sobre la luz y los colores concuerdan con los experimentum crucis presentados. Desde este momento, la hipótesis se considerará una teoría demostrable.
Lord Brouncker sonrió al auditorio formado por nobles caballeros y advirtió que el secretario de la sociedad, Mr. Barrow, había empezado a aplaudir. Mr. Oldenburg, Mr. Wren y Mr. Boyle lo siguieron y luego se añadieron algunos más; aunque ni mucho menos fueron todos. El responsable de experimentos, el profesor Hooke, se levantó con un gesto grave y abandonó la sala de reuniones sin más, lo que no sorprendió a nadie: todo el mundo sabía que él y Mr. Newton mantenían grandes discrepancias. Otros tres hombres se pusieron en pie y siguieron a Mr. Hooke.
Trinity College, Cambridge, Inglaterra
21 de abril de 1616
Exactamente a la misma hora en que tenía lugar la reunión de la Royal Society, el profesor Newton se inclinaba sobre el hornillo de hierro y contemplaba con ojos atentos el desarrollo en el crisol. Tras la última combustión había quedado una sustancia blanca que parecía polvo. Cuando la sustancia se hubo enfriado, extrajo con mucho cuidado el crisol del hornillo con las manos, lo ladeó y raspó la sustancia blanca dejándola caer en un tarro de cristal. Pesó una cantidad parecida a la que cabía en la uña de un dedo meñique en la balanza, y con una cuchara de cristal diluyó la sustancia en una mezcla turbia y ligeramente líquida que había preparado previamente y que había dejado lista en un matraz sobre la mesa de trabajo. A continuación, Newton colocó el matraz en un soporte y encendió un hornillo, controló la intensidad de la llama y la situó debajo del matraz.
Newton miró su reloj de bolsillo y anotó algo en una libreta.
Dos horas más tarde retiró el matraz del soporte. El contenido había adquirido un brillo fluorescente, la mezcla turbia había solidificado y cristalizado en algo que parecía formado por pequeñas estrellas doradas, no mayores que un grano de sal. Con manos temblorosas abrió el matraz y vertió el contenido en un pequeño tarro.
– Estimado Dios…-murmuró febrilmente-. Me estoy acercando. ¡Realmente me estoy acercando!
De pronto oyó la puerta que se abría en el salón y se incorporó, nervioso. Tapó el tarro de los cristales estrellados a toda prisa y se lo metió en el bolsillo de la levita. Juntó todas las notas de un manotazo y colocó un par de libros encima, justo cuando Mr. Wickins apareció en la puerta del laboratorio.
– Qué delicia volverle a ver, Mr. Wickins -dijo con una sonrisa que resultaba extraña en aquel rostro por lo demás siempre frío-. ¿Qué tal está su honorable madre? ¿Ha tenido un viaje agradable?
Wickins lo miró sorprendido, complacido por la pregunta. A la pobre señora Wickins le había salido un sarpullido en la espalda y sólo podía acostarse boca abajo, apoyada en el estómago, que ya estaba dolorido por culpa de una mala digestión. Se sentaron a hablar de todo un poco. Newton propuso que la madre lo intentara con una mezcla qué él mismo había probado con buenos resultados y después pasó a contarle con gesto abatido que el rector de la universidad le había preguntado cuándo tendría lista una nueva tesis.
Mr. Wickins asintió al oírlo y dijo que se había encontrado con un estudiante de Oxford que le había contado que había varias personalidades destacadas de los círculos científicos que, puesto que no llegaban resultados de sus últimas investigaciones, se preguntaban cómo era posible que un genio como el profesor Newton se pasase aparentemente el día tumbado en la cama durmiendo.
– El tiempo que dedico a la sagrada alquimia, el tiempo que persigo la llave de la sabiduría, es un tiempo que no puedo exponer al público -dijo Newton y golpeó la mesa de trabajo con la mano. Estaba sentado, pensativo, se llevó la mano al bolsillo de la levita y murmuró-: Tengo que encontrar una explicación.
Wickins lo miró extrañado y luego fijó la mirada en el abultado bolsillo. Newton se percató de su mirada, pero no le ofreció ninguna explicación. Hizo un gesto en dirección a la puerta y dijo:
– Me imagino que necesitará deshacer las maletas, Mr. Wickins. No le robaré más tiempo.
Mr. Wickins se puso en pie lentamente, como si en realidad hubiera preferido quedarse un rato más en el salón. A sus espaldas oyó al profesor cerrar la puerta del laboratorio, una puerta que siempre permanecía abierta cuando no tenían invitados.
Trinity College, Cambridge, Inglaterra
4 de enero de 1678
La gran mesa estaba cubierta de libros, notas y dibujos. En medio del desorden ardía una vela solitaria.
– Éste no… -el hombre que estaba al lado de la mesa retiró un bloc de notas-.Y tampoco éstos -añadió y desechó un par de dibujos-. Pero éstos no valen nada, y este libro… ya su propia existencia es un bochorno.
Estaba solo en la estancia, hablaba consigo mismo mientras ordenaba los papeles. Había dejado un par muy cerca de la vela.
– Tres cuartas partes vacías… -con una regla midió la distancia hasta la llama y subió el papel ligeramente-. Ya está. Una hora y quince minutos.
Asintió un par de veces, se retiró lentamente dándole la espalda a la mesa, agarró el sombrero y la capa que había dejado en la silla, abrió la puerta y salió. La llama solitaria se ladeó mimosa al cerrarse la puerta, se oyó un chasquido en la cerradura y, al instante, unos pasos que se alejaban por el pasillo y desaparecían. La llama se enderezó y empezó a arder con una pequeña lengua afilada dirigida al techo.
Una hora y dieciséis minutos más tarde.
La llama seguía erguida y firme en toda su brillante majestuosidad entre los papeles. Se había abierto camino a un ritmo tranquilo y regular a través de la cera de la vela y ahora estaba manchando de marrón el borde del pedazo de papel más cercano. El papel se arrugó un poco alejándose así un poco de la llama, aunque no lo suficiente. Pronto el calor se intensificó y de repente el papel ardió, arrojando una débil nube de humo. Una lengua de fuego se estiró hacia un lado y prendió una nueva hoja de papel. El calor la arrugó alejándola de la llama hasta que cayó sobre un enorme montón de notas. De pronto, el fuego se extendió velozmente por toda la mesa, los libros empezaron a arder y el calor en la estancia aumentó. Se oyó un crujido en la cerradura y el mar de llamas rugió cuando la puerta se abrió para dar paso a una nueva provisión de oxígeno.
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