El sol de septiembre calentaba el aire entre los edificios de ladrillos pardos de la universidad y brillaba sobre el patio cubierto de césped y baldosas, donde los estudiantes se sentaban o paseaban enfrascados en conversaciones serias, y sobre el profesor que cruzó la plaza a tal velocidad que la capa revoloteaba casi en horizontal a sus espaldas. Un par de estudiantes se apartaron apresuradamente al verle acercarse, hicieron una reverencia sin que él pareciera apercibirse de su presencia. Al llegar a la entrada, un profesor mayor de teología le saludó con una amplia sonrisa en la cara y empezó a comentar algo sobre una reunión que se celebraría aquella misma tarde, pero tanto su saludo como su intento de establecer una conversación quedaron sin respuesta cuando su colega pasó de largo sin levantar la vista.
El joven profesor avanzó calle arriba, se adentró en un portal, cruzó el gran patio del Trinity College, se metió por una puerta y siguió adelante por un pasillo. Al llegar al final del pasillo llamó a una puerta, dos veces dos golpes, y poco después, alguien desde dentro retiró el pestillo. Un hombre de complexión robusta abrió la puerta.
– ¿Tan temprano, profesor Newton?
– Se me ha ocurrido una idea, Mr. Wickins, que debo anotar.
Se apresuró hacia una mesa sin quitarse el sombrero y la capa y sacó un bloc de notas. Durante largo rato sólo se oyó el rasgar de la pluma sobre el papel. Cuando el profesor dejó la pluma de ave, Wickins carraspeó débilmente.
– ¿Ha vuelto a ser escasa la asistencia de estudiantes a su clase magistral, profesor Newton?
– ¿Pocos…? -Newton se quitó ausente el sombrero y la capa-; no creo que sea la palabra que mejor lo exprese.
– Entonces he de suponer que la sala estaba vacía.
– ¿Qué? Eh… sí, vacía. Es mejor así, Mr. Wickins, de todos modos, aunque hubieran venido, los estudiantes no habrían entendido nada. Pero dígame, ¿cómo va lo de…?
– Va muy bien, sir -dijo el ayudante, un poco demasiado deprisa-. El proceso ya ha terminado.
Newton frunció el ceño y se acercó a una puerta. Antes de abrirla, miró hacia atrás sorprendido.
– He cerrado la puerta con llave, sir -dijo Wickins.
Newton se fue al dormitorio. Era una estancia cuadrada con una cama estrecha encajada en una de las esquinas y una gran mesa de trabajo al lado de dos hornillos, uno de estaño y otro de hierro. Sobre el hornillo de hierro había un cuenco de cristal con un contenido plateado en una solución de color azul. Ayudándose de una larga cuchara de cristal el profesor sacó una parte de la sustancia plateada y la depositó sobre una placa de cristal que había encima de la mesa de trabajo.
– Me temo que obtendré el mismo resultado que antes -murmuró y distribuyó la sustancia sobre la placa con un cuchillo-. Tendré que hacer una prueba, pero creo que puedo afirmar con total seguridad que también esta vez se trata de mercurio puro y no de materia prima. -Suspiró y miró a Wickins, que se había colocado bajo el dintel de la puerta-. Ni con las recetas de Mr. Boyle para experimentos «húmedos» ni con las de experimentos «secos» he obtenido el resultado deseado. -Mr. Wickins asintió con la cabeza sin decir nada. Newton examinó pensativo la sustancia azul en el cuenco de cristal-. He pensado algo -dijo el profesor, y se levantó de la silla.
Desapareció por la puerta del salón sin acabar la frase. Poco después volvió con un libro entre las manos y lo abrió donde estaba el punto de libro. Wickins vio que había notas en los márgenes.
Newton se deshizo de la peluca antes de repasar la página del libro siguiendo las líneas con un dedo.
– Basilio Valentín escribió sobre el antimonio que no podía conducir a «la piedra filosofal», que los que creen que el régulo estrellado del antimonio es el camino a seguir van descaminados. Pero… tras esta información negativa, Valentín añade… déjame ver, aquí está: «sin embargo, se oculta una medicina grandiosa, una disolución sublime de lo espiritual…».
Newton levantó la cabeza como si buscase el aplauso de su ayudante. Wickins asintió con un gesto que daba a entender que lo comprendía todo. Sin embargo, su mirada vacilante, dirigida al libro, lo delató.
– No escribe a qué medicina se llega, pero si la medicina no es el objetivo en sí, es posible que me lleve más cerca de él. He decidido cambiar de rumbo -Newton se golpeó los muslos enérgicamente y se puso en pie- y explorar el antimonio desde el fondo. Por eso tendré que comprar antimonio, y más nitrato de potasio en la farmacia de Mr. Potter y… -De pronto se dio cuenta de que Wickins tenía una carta en la mano-. ¿Ha llegado hoy?
– Sí, Mr. Newton. Es de Mr. Boyle.
Newton la agarró, rompió el sello de cera, desdobló el solitario folio y leyó el breve texto.
– Mr. Boyle me invita a una reunión en el Colegio invisible de Ragley House, en Warwickshire, dentro de una semana -dijo, hablando para sí mismo-. Ha realizado unos experimentos con sales volátiles que cree que pueden interesarme. Además, Mr. E ofrecerá una conferencia sobre «la importancia secundaria del metal para la filosofía de la noble ciencia de la alquimia».
– ¿Qué es el Colegio invisible y quién es Mr. E? -preguntó Wickins.
Newton dobló la carta y se la metió en el bolsillo.
– ¿Podría usted ir a por antimonio y nitrato de potasio a la farmacia, Mr. Wickins?
– Naturalmente, Mr. Newton.
– Entonces yo iré a entregar las notas de la clase magistral de hoy al bibliotecario de la universidad.
Newton se puso en pie y abandonó la estancia con las notas en la mano. Wickins se quedó delante de la ventana viéndolo cruzar el patio y desaparecer detrás de un grupo de jóvenes estudiantes. «Ya me lo contará algún día», pensó y decidió ir a la farmacia inmediatamente, pues el cielo prometía lluvia para aquella tarde.
Cambridge, Inglaterra
13 de febrero de 1676
…aprecio, por supuesto, enormemente sus exposiciones, Mr. Newton, y me alegra ver que estas ideas que tengo desde hace tanto, pero que no he tenido tiempo de desarrollar, puedan ser promovidas y mejoradas por usted. Ha sido muy habilidoso corrigiendo, mejorando y llevando a buen término mucho de lo que yo empecé en mis años jóvenes, y no dudo que mis logros habrían sido muy inferiores a los suyos.
Respetuosamente, su gran amigo para siempre Robert Hooke.
– ¡Él ha tenido estas ideas! -Newton bufó enfurecido y arrojó la carta sobre la mesa-. ¡Mejorado lo que él inició! ¡Ese hombre está loco, es un perturbado! No ha tenido jamás, en toda su vida, una idea propia en su penosa y desagradable cabeza, todo lo roba de los demás, tal como pretende hacer con mis experimentos. -Se puso en pie y empezó a pasear arriba y abajo por el pequeño salón-. Nunca debería haber enviado mi Teoría de la luz y los colores a la Royal Society. Ese enano, ese retrasado mental, responsable de experimentos sin talento hará todo lo que esté en sus manos para ridiculizar mis observaciones y experimentos. ¿O qué dice usted, Wickins, acaso no tengo razón?
Wickins observaba a Newton, su mirada tranquila examinó un momento al compañero, hasta que se levantó y cogió una hoja de papel y una pluma y las dejó sobre la mesa. Desenroscó el tapón del tintero con un gesto suave, como para obligar al amigo a tranquilizarse y adoptar su misma cadencia, y lo colocó al lado de la pluma, de manera que el borde estuviera a ras con el papel.
– Tiene que escribir una carta de respuesta en la que desmonte de forma amable aunque rotunda todas sus afirmaciones inaceptables, tal como usted es capaz de hacerlo, estimado Isaac.
Newton se detuvo en medio del salón, miró el papel y luego dio un par de vueltas más por la estancia, aunque a un ritmo considerablemente más pausado. Inclinó la cabeza un par de veces, se acercó pensativo a la puerta, volvió sobre sus pasos y de pronto se dejó caer en la silla.
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