Even se puso en pie.
– Pero por Dios, si sólo estaba aquí sentado…
– ¡Fuera!
– De acuerdo, de acuerdo, relájate.
Finn-Erik cerró la puerta de golpe y los niños, que estaban sentados en el rincón de los juguetes con sus muñecas y su lego, los miraron con los ojos muy abiertos.
Se dirigieron a la cocina y Even tomó asiento mientras Finn-Erik preparaba el almuerzo visiblemente enfadado. Even cogió una rebanada de pan, y comió un poco antes de preguntar:
– ¿Qué ha dicho la policía?
Finn-Erik llamó a los niños y los sentó a la mesa antes de contestarle, y ni siquiera entonces le miró.
– Pues no han dicho gran cosa o, mejor dicho, el inspector de policía Molvik no dijo gran cosa. -Finn-Erik preparó unas rebanadas de pan para los niños mientras hablaba con Even-. Anotó todo lo que le conté y dijo que se pondría en contacto conmigo si tenía alguna pregunta que hacerme o hubiera alguna novedad.
– Ese Molvik, ¿has dicho que ahora es inspector jefe? ¿No le pareció que Mai fue obligada a hacer, ya sabes, lo que hizo? -Even se sirvió leche en un vaso y miró el contenido con asco. En realidad no le gustaba la leche, pero tenía necesidad de verter, ver que algo se movía, hacer algo con las manos-. Quiero decir, puesto que a mí también me metieron una bolsita en el equipaje, es obvio que la cocaína de Mai…
– Lo dije. Le dije que ella nunca… quiero decir… -Finn-Erik miró de reojo a Stig, que seguía la conversación atentamente mientras comía-. Le dije que ella jamás… si no era que la obligaban. Le dije que ella nunca sería capaz de drogarse. También le conté que -hizo un gesto con la cabeza en dirección a Stig, aunque sin mirar al niño-. Le conté que ella sabía lo que llevaba puesto el niño y que alguien debió de verle, pero…
– Pero ¿qué?
– Pero me temo que no entendió el fondo de la cuestión, ni siquiera creo que le diera ni la menor la importancia. La única vez…
– ¿Sí?
– La única vez que el inspector Molvik pareció más o menos interesado fue cuando le mencioné que tú habías encontrado una bolsita con un polvo blanco en tu bolsa de viaje y que la habías vaciado en el retrete. Me preguntó por qué no habías ido a la policía con lo que encontraste, me preguntó qué tipo de persona eras, dónde trabajas, tu relación con Mai-Brit, y cosas por el estilo. Cuando le dije tu nombre, murmuró que entonces ya se lo explicaba todo. -Finn-Erik miró a Even-. ¿Qué es lo que comprende?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? -le contestó Even secamente.
– Pero añadió algo… extraño, lo dijo casi para sus adentros, pero cuando se dio cuenta de que yo lo había oído, se retractó y dijo que no era más que una manera de hablar, algo que no debía tomar en serio.
Finn-Erik enmudeció, con el cuchillo hundido en la mantequilla, y se quedó mirando a Even pensativo.
– Bueno, ¿y qué fue lo que dijo? -Even notó cómo la irritación empezaba a despertarse debajo de la piel. Nunca iban a dejarle en paz. Era como si el pasado nunca se rindiera. Molvik seguía fisgando y siguiendo tozudamente su rastro como un maldito sabueso.
– Dijo que «no es la primera vez que ese bellaco tiene sangre en las manos». ¿Qué quiso decir con eso?
Even sintió un martilleo en la sien y se puso en pie para echar la leche y llenar el vaso de agua fría. La bebió lentamente en un intento de tranquilizarse.
– No sé lo que ha querido decir -respondió y volvió a sentarse-. Supongo que era, como él te dijo -añadió-, una forma de hablar, qué sé yo. Sólo espero que haga algo con respecto al sui… -Even vio dos pares de ojos infantiles que le seguían como cachorros persiguiendo un palo-, eh, al comportamiento independiente de Mai.
– Es posible que se ponga en contacto contigo. -Finn-Erik depositó una nueva rebanada de pan en el plato de Stig y se entretuvo un rato hablando con el niño del tipo de fiambre que quería para su pan.
– Eso espero -mintió Even dirigiéndose al pan en el plato. Agarró el tarro de cristal con la mermelada y untó la rebanada con una capa demasiado gruesa. Bebió un sorbo de café para poner el cerebro en marcha de nuevo-. ¿Estaba Mai trabajando en un libro sobre Newton?
– ¿Newton? Sí, es posible. Como ya te he dicho antes, tenía mil cosas entre manos. Estuvo leyendo y documentándose bastante sobre el siglo XVIII porque habían recibido un manuscrito, una novela negra histórica sobre un asesinato y un fraude de aquella época. Odin Hjelm le pidió a Mai-Brit que editase el manuscrito, es decir, que comprobase si contenía anacronismos o cosas por el estilo. Lo sé porque Mai-Brit me preguntó si entonces existían las compañías aseguradoras, para la gente normal, claro.
– ¿Y existían?
– No lo sé. No conozco la historia de las aseguradoras, sólo sé cómo son hoy en día.
Even bajó la mirada hacia la taza. ¿Realmente había sido, él, Even Vik, un cabrón tan grande que esa alternativa indolente e insensible que estaba sentado al otro lado de la mesa era preferible a él? Un agente de seguros que observaba pájaros en su tiempo libre, ¡voluntariamente!, en lugar de ayudar a su mujer cuando le hacía preguntas interesantes.
– En el siglo XVII, Pierre de Fermat trabajó duramente hasta llegar a las reglas de lo que luego sería la teoría de la probabilidad -dijo Even-. Es casi una necesidad vital para las compañías de seguros. La aplicáis cada día cuando tenéis que calcular los riesgos, se trate de un seguro de vida o de un seguro por enfermedad, o lo que sea.
– ¿De verdad? -contestó Finn-Erik; untó otra rebanada de pan para Line y preguntó a Stig si había terminado.
Después, Finn-Erik recogió la mesa y envió a los niños al jardín a jugar. Los dos hombres se trasladaron a la mesita del sofá con el café para así poder vigilarlos desde allí.
– He pensado una cosa -dijo Even y sacó la carta de Mai del bolsillo. Estaba ya tan gastada que había empezado a deshacerse por los pliegues-. Si te fijas en el texto, verás que la palabra «corazón» se repite cinco veces.
– Sí -dijo Finn-Erik mientras observaba un carbonero común que se había posado en una rama justo enfrente de la ventana.
– ¿No te parece extraño? Lo que quiero decir es que Mai era historiadora, y en los últimos años estuvo trabajando para una editorial. Eso quiere decir que se pasaba el día escribiendo, una parte importante de su trabajo consistía en redactar con claridad. Y también en mantener un ojo crítico sobre lo que otros escribían. Yo diría que evitar clichés y lugares comunes era su especialidad. No estoy diciendo que se trate de clichés -prosiguió rápidamente al descubrir que los ojos de Finn-Erik se estrechaban-. Al contrario, no dudo de que lo que escribió lo hiciera de todo corazón. Pero… entiéndeme, intento encontrar algún resquicio en la carta por donde meterme. Descubrir si hay algo que pueda explicarme qué pretendía decirme, sí, eso también. Y cinco veces «corazón» son muchas. -Even abrió los brazos-. Es lo único que he podido descubrir hasta el momento, bueno, si dejamos de lado el «sustraendo». Pero eso no me dice nada, aparte de que la carta también estaba dirigida a mí.
Finn-Erik cogió la carta y la sostuvo por una esquina; leyó un trozo y Even vio que los ojos se le llenaban de lágrimas.
– Disculpa -dijo el hombre y abandonó el salón.
Even oyó el crepitar de un rollo de papel de váter y después una nariz que se sonaba ruidosamente. Los rayos del sol de marzo entraban oblicuamente a través de la ventana y un sinfín de pequeñas partículas de polvo bailaban en la banda de luz dibujando unos movimientos plácidos, élficos. Como si el tiempo anduviera a cámara lenta. Even se dio cuenta de que era el último día de marzo. No porque importara; marzo o abril, qué más daba, el tiempo había estado parado desde el viernes de la semana pasada, se había detenido en su oficina, con el teléfono en la mano, escuchando hablar a Finn-Erik. El tiempo mundial sí andaba, pero su tiempo personal había quedado suspendido en una especie de vacío. No había muerto, simplemente esperaba. No sabía decir qué esperaba concretamente. Even se llevó la mano al estómago. Sólo él parecía seguir adelante con su propio ritmo habitual: tenía hambre, gruñía, producía gases, se vaciaba. Dolor. El dolor era nuevo. Le atacaba un par de veces al día, obligándole a doblarse en un gesto de impotencia. Se puso en pie y empezó a pasearse inquieto por el salón. De pronto, le entraron ganas de escuchar el saxo amortiguado de Stan Getz interpretando Misty. Así era como se sentía: amortiguado y nebuloso. Oyó que Finn-Erik tiraba de la cadena en el baño. Desde luego, no se podía esperar mucha ayuda de aquel tío, pensó, y se detuvo delante de la estantería. También ésta era estándar noruego. El televisor empotrado en un estante a la altura de la barriga, figuritas de porcelana y un par de fotos de la familia dispuestas sobre los estantes. Había una caja con un juego de parchís colocado oblicuamente encima de un juego de cartas con una goma elástica alrededor. Even levantó la caja y se llevó el juego de cartas a la mesa, movió el termo y empezó a montar un solitario. Eligió un solitario al azar, el primero que se le ocurrió. Colocó cuatro cartas boca abajo y luego cuatro cartas abiertas en la misma fila. Repitió el procedimiento. «El anónimo», se llamaba aquel solitario. Un nombre muy adecuado, ahora que perseguían a un saco de mierda anónimo que había…
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