– Hola, ¿sigues ahí? Sí, acaba de marcharse. ¿Te haces cargo tú ahora? De acuerdo.
El conductor devolvió el móvil al bolsillo, puso el coche en marcha y se alejó del camión. Sin hacer ruido innecesario, el vehículo desapareció en sentido contrario, perdiéndose poco después por las innumerables calles de la ciudad, como si nunca hubiera existido.
La luz de las farolas se deslizaba por encima del parabrisas en oleadas rítmicas. Even miró en el retrovisor, redujo la marcha y giró a la izquierda sin poner el intermitente; no se acordó de él hasta después de girar. Hacía mucho tiempo que no conducía un coche. Se dio cuenta de que la calzada estaba resbaladiza por culpa del hielo y no aceleró. Su mirada volvió a buscar el retrovisor para ver si alguien le seguía. Las luces de una furgoneta se acercaron con rapidez, se pegaron a su coche y le obligaron a echarse hacia el arcén mientras seguía sus movimientos con una mirada tensa. De pronto, la furgoneta le adelantó levantando cascadas de nieve sucia mientras bajaba a toda velocidad por Sognsveien y desaparecía en la oscuridad. Ponía VG en uno de los costados de la furgoneta. El cuarto poder del Estado tenía que llegar a destino con sus noticias vitales. Even giró a la izquierda y, poco después, a la derecha sin detectar ningún faro que le siguiera.
Las ruedas rozaron el borde de la acera al aparcar. Cuando Even se montó en él, el coche estaba recién lavado. Pasó una mano por el techo antes de cerrarlo con llave, mientras se imaginaba a Finn-Erik un domingo por la mañana, antes de ir a misa, lavando y frotando los guardabarros. Vio a una Mai sonriente en la cocina con el delantal puesto preparando la comida, mientras los niños se vestían con traje de marinero y un vestido rosa de tul. La familia feliz. ¿A quién demonios se le ocurría conducir un Datsun voluntariamente?, pensó Even, mientras comprobaba que las puertas estuvieran bien cerradas justo antes de agarrar la bolsa de viaje y tomar el sendero enlosado. Después de una ducha se echó sobre la cama y se puso a mirar el techo. Su cuerpo estaba tenso y se negaba a descansar, se comportaba como si llevara un luchador de lucha libre en la espalda.
De repente, un despertador bramó en la casa de al lado, alguien lo apagó y no tardó en oír a su vecino panadero traqueteando y hablando con su esposa como a través de una capa de lana, ¿o era la radio la que estaba sonando? Después todo volvió a quedar en silencio, la puerta principal se cerró de golpe y un coche se puso en marcha al otro lado de la casa. Estuvo un rato zumbando sin moverse del sitio, seguramente mientras el panadero retiraba el hielo del parabrisas. Le dio gas, se oyó el breve chirrido de una correa floja y el coche desapareció, perdiéndose entre el sonido de su propia respiración.
De momento, los demás vecinos se mantenían en silencio y tranquilos. Al fin y al cabo, era día festivo.
Even levantó la mano y se llevó un dedo a la frente. Fue bajándolo lentamente hasta llegar a la boca, abrió los labios e introdujo la punta del dedo en las fauces. Lo notó descansar en el labio inferior como si fuera el frío cañón de una pistola, sintió cómo las náuseas se abrían camino, emitió un «puff» y se encogió hacia un lado, mientras el dolor se desplazaba del estómago a la garganta.
¿Por qué tuvo que morir? Si alguien se había merecido un tiro, ése era él. Ella había sido una persona cálida y buena. Casi demasiado buena para ser de verdad. Tan buena que Even, en los primeros tiempos, la consideró una ingenua. En su mente no cabía ni una sola idea perversa. Para ella la maldad era algo que pertenecía al diablo, algo que se hallaba en un mundo que mantenías alejado yendo a misa. Y rezando. Así de sencillo era para ella. Para ella, la maldad simplemente se encontraba en otro lugar. Mai no sabía que compartía casa con ella, que comía con ella, cenaba, dormía con ella cada noche.
Él nunca le había hablado de su pasado. Se había limitado a contarle que su madre había muerto cuando él era joven.
Del padre no sabía nada. O eso le dijo. Ella había comprendido que se trataba de algo de lo que él no quería hablar, y durante los primeros años habían evitado los temas conflictivos. Sin embargo, a medida que fue pasando el tiempo, ella quiso conocer los secretos profundos. Al fin y al cabo, Even era la persona con la que quería compartir el resto de su vida. No debía quedar nada por decir entre ellos, dijo. Mai empezó a hacer preguntas. ¿Cuándo había muerto la madre, cómo, por alguna enfermedad? ¿Dónde estaba enterrada? Y el padre, ¿sabía Even quién era, tenía nombre? Even se había negado a contestar, se fue dando un portazo, hizo añicos las preguntas entre la puerta y el marco de la puerta, hizo añicos el deseo de Mai de seguir profundizando en el asunto. Por un tiempo.
Porque las preguntas volvieron. Ella exigía saber, decía que ese silencio no era natural.
Sin embargo, él nunca había dicho nada. Ni siquiera cuando ella enmudeció, cuando él empezó a sentir que había algo que andaba terriblemente mal. Jamás.
No podía ser de otra manera.
Even se estiró, estuvo un rato echado hasta que acabó por rendirse. No podía dormir. Se levantó y se sentó en la cocina con un cigarrillo. Qué rápido había recuperado el viejo vicio. A Mai no le habría gustado. O ella o el tabaco, le había dicho.
Apagó el cigarrillo en el fregadero y se fue a un pequeño cuarto lleno de trastos. Después de haber revuelto unas cuantas cajas de cartón encontró lo que buscaba: un estuche de cuero con cinco pequeños cuchillos de hierro fundido. De lanzador de cuchillos. Los había comprado hacía muchos años, cuando se fueron por primera vez a pasar unos días con la familia de Mai a su casa de campo; le había asaltado la idea tenebrosa de que necesitaba algo con lo que defenderse contra la naturaleza, los osos, los glotones o lo que pudiera encontrar ahí. Él era un chico de la capital, de Oslo, del tipo urbano; el parque del castillo, Slottsparken, y un paseo por la ribera del río Akers era toda la naturaleza que necesitaba. Los viajes a Nord y Ostmarka no eran para él, él no era ningún pijo, eso era para los que seguían las tendencias, los que hacían lo que tocaba, ésa siempre había sido su postura. Sin embargo, la naturaleza lo había impresionado, había apelado a aspectos de su personalidad que hasta entonces desconocía, le había llevado a dar largos paseos sin un libro que leer, sin un walkman, sin papel y lápiz. Sin nada más que sus propios pensamientos y todo lo que brotaba a su alrededor en la naturaleza grandiosa de Rendalen. Todo aquello había tenido tal influjo sobre él que decía que la cabaña en el campo era su segunda musa y le hablaba de ella constantemente a Mai para que volvieran. Mai creyó que también era la compañía de la familia lo que le atraía, y se sintió aligerada y feliz al descubrir que lo que tanto temía, era todo menos un problema. A menudo intentaba que parte de su familia coincidiera con ellos en Rendalen cuando subían a la cabaña. Even no tardó en darse cuenta de que los cuchillos eran inútiles e innecesarios contra la ferocidad de la naturaleza, aunque tenían su utilidad contra la sociabilidad sonriente y cristiana de la familia Fossen. Cuando las bendiciones de la mesa, los cantos y los gorjeos se desmandaban, Even solía sentarse en la escalera que subía hasta la cabaña y lanzaba los cuchillos. Había un tocón a una distancia adecuada, a unos cinco o seis metros, y Even lanzaba los cuchillos una y otra vez, decía que sí a todo y seguía lanzando cuchillos cuando el suegro se sentaba a su lado para charlar, o la hermana de Mai, Karen, le preguntaba si estaba bien, y su horrendo marido se acercaba para hablar de la vida y de la muerte. Al fin y al cabo, no podía pasarse el día paseando, ni haciendo el amor con Mai al lado del mar, que era su segundo mejor pasatiempo durante aquellos fines de semana que pasaban en la cabaña. Por lo tanto, no paraba de lanzar los cuchillos, una y otra vez, y pronto Even adquirió tal destreza que un buen día seleccionó otro blanco, un tronco a ocho metros de distancia. Para su sorpresa, descubrió que era como volver a empezar.
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