Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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– ¿Qué es eso? -le preguntó Stig y Even se llevó la mano al ojo.

– Una cicatriz, me hice daño y me salió sangre -dijo Even, recordando la cómoda del pasillo.

Recordó cómo había gritado su madre al ver la sangre saliendo a borbotones. El médico le había dado cuatro puntos y se había reído de la historia de la bicicleta que le había contado la madre: «Los niños de nueve años tienen que caerse de la bicicleta -había dicho-. Forma parte de la infancia». Even había murmurado algo, la madre le había dicho «ssshhhh» y lo había agarrado del brazo, el médico había sonreído y le había dicho que debía tomarse dos pastillas contra el dolor antes de irse a dormir y…

– Yo también he sangrado -dijo Stig, se levantó la pernera con dificultad y le mostró una rodilla cubierta de viejas magulladuras y costras.

Cuando los niños se acabaron las gachas, los tres se trasladaron al salón. La estancia era alargada, con una mesa de comedor que daba a la cocina y un rincón con sillones y un sofá y el televisor en el otro extremo. Estándar noruego. Even se sentó en el sofá y alargó el brazo para coger el mando a distancia.

– ¿Jugamos? -dijo Stig.

Even se puso en pie y lo acompañó hasta un rincón donde había una mesa y dos sillas para niños. Al lado de la mesa había una estantería con cajas de juguetes. Stig cogió una de las cajas y sacó unos juegos de duplo.

– Podríamos construir un castillo -dijo Stig-.Y así tú te puedes quedar con el dragón y los cerdos, y yo vivo en el castillo y te lanzo piezas de duplo.

– ¿Y Line? -dijo Even y miró a la niña, que se mantenía a cierta distancia de ellos.

Stig hizo caso omiso de la pregunta y empezó a construir un castillo mientras seguía hablando y sin preocuparse de si alguien le escuchaba o no. Even agarró una muñeca de un estante y se la mostró a la niña.

– ¿Es tuya, Line?

La niña se acercó, le arrancó la muñeca de las manos y desapareció por la puerta. Even esperó, pero la niña no volvió a aparecer. Even salió del salón y asomó la cabeza por la puerta de una estancia que parecía un estudio. Había un escritorio con un ordenador al lado de la ventana. Line estaba sentada debajo del escritorio con la muñeca debajo del mentón y con unos ojos que no parpadeaban. A sus pies había un libro infantil: El gran día del caos, del que había arrancado una página. Even cruzó el umbral con cautela, inseguro ante la posible reacción de la niña, pero ella se limitó a abrazar la muñeca con fuerza mientras Even examinaba el estudio.

Había una pequeña mesa de café y dos butacas gastadas alineadas contra una de las paredes; contra la otra había una estantería de Ikea repleta de libros, revistas especializadas, carpetas de anillas, un viejo reproductor de CD y una pequeña selección de CD.

Even se acercó: l0 cc, Billy Idol, Duran Duran, Sigvart Dagland, Sissel Kirkjebo. Even se echó las manos a la cabeza. Definitivamente, no era música de Mai, ni siquiera ese Dagland. А ella nunca le había interesado la música que Even solía llamar pop cristiano. Si bien era cierto que había contribuido con un disco de Oslo Gospel Choir al matrimonio, Even nunca había tenido que soportar que lo pusiera. Tenía que ser Finn-Erik el responsable de aquel batiburrillo del mal gusto musical.

En un tablón de anuncios sobre de una de las butacas, las fotografías se solapaban: Finn-Erik rodeando con sus brazos a una Mai embarazada. Mai y un pequeño Stig en la playa. Finn-Erik y Mai en la escalinata de una iglesia, vestidos de novios, felices y recién casados. Sin duda, llegaban un poco tarde a la boda, porque Mai estaba visiblemente embarazada, pensó Even. Una última fotografía se escondía detrás de las otras y Even la descolgó: toda la familia, los cuatro riéndose, delante de la cabaña de Rendalen. Even sintió un malestar físico al ver la cabaña al fondo y soltó la fotografía, que cayó sobre la mesa del escritorio. Le dio la espalda a la familia feliz. Pensó que Mai a lo mejor había cambiado de gustos musicales en los últimos cinco años. De Beethoven, Schubert y Chopin a los clásicos del pop, como Bon Jovi, Rod Stewart o Phil Collins.

Un Jesús sufriente le miraba desde lo alto de un crucifijo de plástico que colgaba en el tablón y Even apartó la vista con un gemido reprimido.

Line lo siguió de cerca cuando él se inclinó con una sonrisa preventiva para apretar el botón de on/off del ordenador, al lado de la rodilla de la niña. El disco duro crujió y zumbó y, acto seguido, regresó a la vida.

Acercó la silla de oficina y empezó a rebuscar en el escritorio y «Mis documentos» del PC, por si encontraba el nombre de Mai por algún sitio, pero no había nada. Ni tampoco nada con el nombre de Phönix. Ni «historia». La mayoría eran archivos con cartas relacionadas con el trabajo de Finn-Erik en la aseguradora, o eran extractos de la economía familiar, pagos de la casa, del coche, etcétera. Even miró a su alrededor en busca de disquetes y CD, encontró algunos, pero también éstos parecían pertenecer al hombre de la casa o a su trabajo.

Cuando buscó el icono del Outlook Explorer, Even descubrió sorprendido que el ordenador no estaba conectado a la red. Apagó el aparato y se sentó en una butaca. Sobre la mesa había dos montones de libros. Agarró el primer libro de uno de los montones.

– ¡Jesús! -murmuró. David Brewster, Memoirs of the Life, Writings, and Discoveries of Sir Isaac Newton, tomo 1.

Cogió otro libro.

– ¡Diablos! -exclamó, y se quedó mirando atónito.

– ¡Palabrotas no! -dijo la niña en un tono de voz serio desde debajo de la mesa del escritorio. Even asintió con la cabeza, igual de serio y volvió a fijar la mirada en el libro. David Castillejo. The Expanding Force in Newton 's Cosmos: As Shown in his Unpublished Papers. Even repasó todo el montón de libros. Había dos más sobre Newton, y luego había una obra antigua manuscrita titulada: Origins of Gentile Theology . El resto eran, por una parte, libros de historia de alrededor del año 1700 y, por otra, libros sobre las aves en Noruega, sobre todo las de los condados de Akershus y Ostfold.

Even hojeó los libros de Newton. Había frases subrayadas en varias páginas, y algún que otro comentario escrito al margen con la letra clara y fácil de entender de Mai: bm!, alc!, not. Pers , etcétera. ¿Había pensado Mai en publicar alguno de ellos? Poco probable, eran demasiado secos, demasiado especializados y demasiado ingleses. Pero ¿a lo mejor se trataba de lecturas complementarias para preparar un nuevo libro que había que traducir, o tal vez incluso escribir?

Una sensación de enojo oprimió el pecho de Even. La sensación de haber sido arrinconado e ignorado. Era extraño que Mai no se hubiera puesto en contacto con él, si realmente trataba de sacar algún libro sobre el viejo gigante.

Encontró una página con cálculos sobre los movimientos orbitales de los cuerpos y cerró los ojos de pura nostalgia ante las anotaciones sin precedentes y trascendentales de aquel genio. Hacía ya trescientos años que habían sido escritas, y el mundo seguía dependiendo de ellas si se trataba de entenderlo. Lo que Newton hizo por las matemáticas y la física se correspondía a lo que Jesús había hecho por el cristianismo, ¡no incluso más!, pues a los indios y los chinos Jesús podía importarles un comino, pero no pudieron eludir los descubrimientos de Newton…

– ¡¿Qué estás haciendo aquí?!

Even parpadeó febrilmente para aclarar la vista.

– ¡Vaya! Me temo que me he quedado dormido.

– No tienes nada que hacer aquí, no tienes derecho a fisgonear entre nuestras cosas. -Finn-Erik se dio una palmada en la pierna airado y se fue hacia el escritorio, agarró la fotografía de Rendalen y la devolvió al lugar que había ocupado en el tablón-. ¡Sal de aquí inmediatamente!

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