Aprovechando la minuciosidad de las matemáticas, empezó a analizar el proceso. La distancia, la velocidad de los cuchillos a través del aire y su rotación. Estos tres factores eran decisivos. En su cabeza montó una ecuación, calculó y dejó que el brazo lanzase el cuchillo una y otra vez, aprendió de los errores, volvió a lanzar y descubrió la capacidad de los músculos para darle la velocidad adecuada, y el leve giro de la muñeca para que la rotación fuera pequeña, pero suficiente. Cuanto mayor era la rotación, más difícil era calcular el blanco. Buscó otros blancos, otras distancias, más cortas y más largas, perfeccionando su lanzamiento hasta tal punto que su suegro llegó a afirmar que podría trabajar en un circo perfectamente. Se trataba de una broma, naturalmente. Nadie en aquella familia conocía a nadie que trabajara en un circo. Y tal vez era mejor así.
Dejó el estuche sobre la mesa y se puso a hacer café. Mientras la cafetera burbujeaba, Even sacó los cuchillos, uno detrás de otro, pasó el dedo por el filo. Estaban hendidos, pero aún podría afilarlos y dejarlos prácticamente como nuevos. Nueve años, quizá diez, calculó. La vida media de un visón. Ese era el tiempo que había pasado desde que los utilizó por última vez. Los viajes a la cabaña se fueron espaciando cada vez más, cuando adquirieron la casa adosada; poco a poco, Even se fue dando cuenta de que, de hecho, para encontrar la soledad de la naturaleza le bastaba con hacer un corto viaje en coche hasta Ostmarka. Olvidó los cuchillos, y Mai, a la que nunca le había gustado demasiado aquel pasatiempo, los guardó.
Even se sirvió café y fue a por una piedra de afilar en el trastero. Aprovechó para llevarse la vieja y ruinosa diana a la cocina y la colocó sobre la mesa de trabajo, llenó un vaso de agua y se puso a afilar los cuchillos. Había algo tranquilizador en el rechinar del metal contra la piedra y era fascinante ver cómo el filo mellado poco a poco se alisaba y empezaba a relucir. Se preocupó de no dejarlos demasiado afilados, sólo punzantes. Tardó lo suyo, y al final se conformó con afilar dos de los cuchillos. Luego se dio la vuelta y fijó la mirada en la diana.
Levantó la mano lentamente, apuntó y lanzó. El cuchillo dio contra la diana con el canto y cayó al suelo con un tintineo. Levantó el otro cuchillo y lo lanzó con un pequeño giro. El cuchillo se enganchó torcido en el círculo negro y acabó cayéndose. Recogió los dos cuchillos, y en lugar de sentarse se quedó de pie para seguir lanzándolos. El primero se clavó en la puerta, al lado de la mesa de cocina, justo encima de la diana. Even maldijo. El siguiente se clavó en el centro de la diana con tanta fuerza que luego le costó desengancharlo.
Siguió lanzando los cuchillos un rato, desplazándose por toda la cocina. Se fue al salón y lanzó un cuchillo a través de la puerta. Fue sintiéndose cada vez más seguro a la hora de medir las distancias y recuperó la vieja sensación de tener el control total.
También en el trastero encontró una vieja cinta para el pelo que mantenía cerrada una caja de zapatos.
Rambo. Se sintió como Rambo cuando se inclinó, se levantó la pernera y enrolló la cinta varias veces alrededor del tobillo. Le apretaba. Introdujo con mucho cuidado la punta del cuchillo por debajo de la cinta y lo empujó hacia el pie hasta que quedó bien sujeto. Se incorporó y empezó a pasearse por la estancia. Notó que la punta del cuchillo le pinchaba en el costado del pie. Si se caía o se veía obligado a desplazarse rápidamente hacia un lado, se pincharía, incluso podía llegar a clavarse el cuchillo. Se sacó el cuchillo y le dio la vuelta, lo dejó con la punta hacia arriba. Tendría que ir con mucho cuidado al agarrarlo si no quería cortarse la mano. Cuando fue al baño para orinar, ya no notaba el cuchillo.
Miró la hora en el reloj. Había llegado el momento de dirigirse a casa de Finn-Erik y hacer de canguro de los niños.
Menos mal que Finn-Erik no le había pedido ver el carné de conducir, pensó Even al aparcar el coche.
Finn-Erik se había afeitado, pero seguía teniendo el mismo aspecto miserable de hacía unas horas. Even obvió preguntarle si había dormido. Line y Stig lo miraban desde su escondite detrás del padre. Even se sentía terriblemente grande y lúgubre. Intentó sonreírles.
– He hecho gachas para los niños. Si se las das, luego podrán jugar. Acabo de cambiar a Line, y sólo le tendrás que cambiar el pañal si se hace caca.
Even levantó la cabeza asustado.
– Pero no creo que lo haga -dijo Finn-Erik y sonrió cansado-. Lleva unos días estreñida -se quedó unos segundos sin saber muy bien si quedaba algo más por decir-. Bueno, pues me voy. He hablado con Stig y le he explicado que tú los cuidarías. Tengo la impresión de que le parece divertido. Estaba muy intrigado por saber si sabías jugar a Lego. -Finn-Erik señaló en dirección a una puerta en el pasillo-. Recuerda, Stig, que no puedes bajar al sótano. -El niño asintió enérgicamente-. Las escaleras son muy empinadas y no te puedes fiar demasiado de la barandilla -le explicó Finn-Erik a Even.
Finn-Erik recuperó las llaves del coche, abrazó a los niños y se fue.
Even desplazó el peso de un pie a otro, los niños lo miraban fijamente. Entonces Stig lo cogió de la mano.
– Venga, señor -dijo y se llevó a Even a la cocina. Even miró a Line, que no se movía.
– Supongo que debería llevarme… -murmuró, volvió atrás y quiso coger a la niña en brazos. Ella prorrumpió en un chillido, Even trastabilló y se llevó las manos a la espalda.
– Line ya vendrá -dijo Stig con una madurez que no se correspondía con sus años y se lo llevó. Se sentaron a la mesa y Stig sopló sobre sus gachas y empezó a comer-. ¿Quiere comer, señor? Papá dice que hay más en la olla.
– Even. Me llamo Even -dijo Even y sacó un plato del armario-. Puedes llamarme Even.
– Sí. Hay cucharas allí -dijo Stig, señalando hacia un cajón.
Line apareció en el vano de la puerta y se puso a mirarlos. Poco a poco fue acercándose a su sillita y terminó por subirse a ella. Even le acercó el plato con las gachas y se puso a comer él también. Pensó que si no abría la boca, a lo mejor ella no se asustaba.
– Mamá está de viaje -dijo Stig, mirando a Even con ojos muy grandes-. Está de viaje y ya no volverá a casa nunca más. Se ha ido muy lejos, pero no es porque nosotros hayamos sido malos, sino porque se ha muerto. -Se metió una cucharada grande en la boca y señaló la nevera-. ¿Podemos tomar un poco de leche, señor?
– Even -dijo Even, sintiéndose como un idiota. Sacó la leche de la nevera y fue a por vasos en el armario.
– Line tiene su propia taza -dijo Stig-. Es de color azul.
Even encontró la taza azul. Tenía el fondo pesado para que no fuera fácil tumbarla.
Se pasaron un buen rato comiendo sin decir nada. Los niños masticaban ruidosamente y bebían. Line no dejaba de mirar a Even con aquellos ojos azules y serios, le seguía constantemente con la mirada, como si tuviera que vigilarlo para que no hiciera nada malo. Even se preguntó cómo se esperaba que tenía que conversar con aquellas personitas. Mai había empezado a hablar de tener hijos pronto y él había evitado hablar del asunto siempre que pudo. Cuando finalmente la pregunta surgió de forma directa: «¿cuándo?», él habló de la situación económica y le recordó que ambos estaban estudiando.
Antes debían tener un trabajo fijo, dijo, y se sintió terriblemente burgués. Acabaron los estudios y ambos consiguieron un trabajo, relativamente fijo, y lo bastante interesante como para que Mai, por un tiempo, olvidara lo de tener hijos. Sin embargo, transcurrido un tiempo, volvió a hablar de ello.
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