Rosa Ribas - Entre Dos Aguas

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La comisaria Cornelia Weber-Tejedor, de padre alemán y madre española, investiga la muerte de Marcelino Soto. Todos en la comunidad española de Francfort afirman que era una bellísima persona. Entonces, ¿quién podría haber arrojado su cuerpo al río después de asesinarlo?. Cornelia se mueve en este caso entre su deber de policía alemana y la lealtad a la comunidad emigrante que le reclama su madre. Una comunidad en la que todos están dispuestos a hablar del pasado mitificado de la emigración y, sin embargo, no lo dicen todo. ¿Se encuentra entre alguna de estas historias la clave de la muerte de Marcelino Soto?

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Nunca había fumado en el escenario de un crimen, bastante lo distorsionaba la mera presencia de los investigadores, pero en esa ocasión, se dijo, la lluvia estaba encargándose de arrastrar río abajo cualquier ilusión de preservar intacto el lugar. Metió la mano en el bolsillo izquierdo de la chaqueta de cuero negro para recordar al momento que había dejado la cajetilla en el despacho.

Se acercó de nuevo el cadáver. Los rasgos de la cara se perdían en esa masa inflada por el agua. Buscó a uno de los agentes que sacaban instantáneas con una polaroid y le pidió una foto del rostro del muerto para que Reiner controlara las denuncias por desaparición. Mientras aún sacudía la foto en el aire intentando a la vez protegerla de la lluvia incesante, se acercó al forense para devolverle el anillo del muerto. Sentado en el asiento trasero de uno de los coches patrulla, con las piernas afuera, expuestas a la lluvia, Winfried Pfisterer tomaba notas en un bloc. Lo cerró de golpe al verla.

– ¿Qué hay, Winfried? ¿Escribiendo un poema? -le dijo bromeando

La cara de asombro del vienés fue una confesión.

– ¿Escribes poemas? ¿En la escena de un crimen?

Pfisterer chistó y la hizo callar con un gesto.

– No se moleste, jefe -intervino a un par de metros de ellos uno de los técnicos sin dejar de meter botellas y latas en bolsas del laboratorio-, es un secreto a voces.

V

Otro técnico, un muchacho joven con varios aros pequeños colgando de la oreja derecha, añadió:

– Es usted el Goethe de la policía criminal.

LEONCITO MÜLLER

Poco más tarde Cornelia llegaba de nuevo a la Jefatura de Policía. Si por un momento había olvidado su enfado por la ausencia de Fischer, constatar que tampoco estaba allí se lo recordó al instante.

No había señales de que hubiera permanecido allí cuando ella se marchó al río. Más bien parecía que había abandonado la habitación inmediatamente después. El ordenador estaba apagado, los papeles tal como los había dejado el día anterior y no se veía su chaqueta de cuero por ninguna parte. Una chupa de cuero de un color marrón difícil de definir que lo había acompañado desde que a los veinticuatro años, pronto haría treinta de ello, había entrado en la policía. Era a mediados de los setenta y en la televisión emitían Starsky y Hutch. En los años en que tuvo que llevar uniforme, Fischer reservó la chupa para su vida en ropa civil. En cuanto el grado le permitió dejar el uniforme en el armario, se presentó con ella en la Jefatura de Policía.

En ese tiempo su perímetro se había ensanchado, su cuerpo se había vuelto más cilindrico, pero era un cilindro compacto, que todavía entraba, aunque con algunos problemas, en la vieja chaqueta.

Fue al despacho contiguo y preguntó a los compañeros que lo ocupaban.

– Hoy no lo he visto.

– Yo tampoco.

– A mí me pareció verlo hablando por el móvil camino del aparcamiento.

– ¿Qué? Parece que tenemos caso, pero no compañero.

Esa última voz sonó a sus espaldas. Era la del comisario Sven Juncker. Cornelia sintió cómo se le encogía el estómago. Se volvió y se encontró con Juncker apoyado en el quicio de la puerta del despacho de enfrente con los brazos cruzados sobre el pecho. Contraía los labios en un rictus de asco, como si estuviera oliendo algo repugnante. Desde sus casi dos metros, exageraba el ángulo que daba a la nuca para mirarla, como si hablara con un ser minúsculo.

– Mal empezamos, Weber. Un muerto sin identificar y un equipo ausente. No le pronostico precisamente éxito.

Cornelia se había propuesto no reaccionar a las provocaciones de Juncker, de modo que se volvió de nuevo hacia los compañeros con los que había hablado, les dio las gracias por la información y se metió en su despacho sin cerrar la puerta. Sabía que eso exasperaba más a Juncker que una respuesta. Así fue.

– ¿Habéis visto cómo se pone? Ni se ha dignado a dirigirme la palabra. ¿Acaso he dicho algo ofensivo?

– Déjalo, Juncker -fue la respuesta del comisario Grommet, una puerta más allá-. A veces eres más bien cargante.

Murmurando entre dientes Sven Juncker se batió en retirada. El comisario Grommet era uno de los veteranos y gozaba de demasiado predicamento entre los colegas.

Cornelia disfrutó de la escena desde su escritorio con la vista fija en el paquete de cigarrillos que tanto había echado de menos en el río. Pero la observación de Juncker la inquietaba. Esperaba que no se repitiera lo sucedido no hacía ni dos semanas, cuando Reiner Fischer, al declarar ante el fiscal, confundió de tal manera los datos que casi echó por tierra el trabajo de tres meses de investigación. Confiaba en que esa situación no volviera a darse y que la amonestación que le había costado hubiera bastado para acabar con la patente dispersión, los despistes y el ensimismamiento de su compañero. Deseaba que la ausencia de esa mañana no significara nada, que no fuera una señal de que esos errores podían repetirse en el nuevo caso. Y ahora un muerto sin nombre. Tenía razón Juncker, por más que le irritara reconocerlo, un caso con un cadáver anónimo resulta en extremo difícil si no se da pronto con la identidad de la víctima.

Aunque tenía que escribir el informe del caso Merckele, empezó a trabajar en el nuevo asunto. Sacó la foto del muerto. Reiner seguía sin aparecer; tendría que empezar ella el trabajo de identificación. Lo poco que sabían del muerto era que quizás estaba casado y que podría tratarse de un español, una posibilidad que le causaba una sorda desazón. Buscó en el ordenador las denuncias por desaparición. Más de 6.500 personas en paradero desconocido en Alemania, algunas desde hacía años. Bastantes en la categoría de los que «habían salido a por cigarrillos» y no habían vuelto a aparecer, gente que quería huir de su vida cotidiana, que se evadía sin previo aviso, dejando curiosamente tras de sí una aureola de intocables entre los que habían sido abandonados, como los muertos. Sólo después de la desaparición, los familiares y los amigos percibían las señales que los podrían haber puesto sobre aviso, pero ya era demasiado tarde. Algunos de esos desaparecidos resurgían por desgracia como el muerto de esa mañana. Afinó la búsqueda, centrándose en los casos de hombres de más de cincuenta años. Muchos todavía. Eliminó a los alemanes. Pegó la foto del muerto en el marco de la pantalla del ordenador. Empezó a pasar fichas consciente de que se movía en un terreno que podía tocarla demasiado de cerca. ¿Cuánta distancia hay entre el hombre que aparecía sonriente en la pantalla del ordenador, dueño de una tienda de artículos de deporte, casado, con dos hijos, que salió un día supuestamente para ir a trabajar y nunca más volvió a ser visto y su propio marido, que llevaba ya un mes recorriendo Australia en motocicleta para «encontrarse a sí mismo»? Miró la cara del muerto para recordarse a quién se debía en esos momentos. Pasó a la siguiente ficha. Ningún parecido. Otra. Lo mismo. Llevaba ya una media hora sumergida en esta indagación cuando entró Fischer con expresión de mal humor. Antes de que Cornelia pudiera hacerle algún reproche, la atajó.

– No me preguntes.

Evitó mirarla al decirlo, se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla. La respuesta de Cornelia salió como un latigazo.

– No me interesa.

Fischer la observó confundido. No estaba preparado para algo así. Habría esperado o bien una bronca o una amonestación amistosa, pero no el tono frío con que ella le manifestó su indiferencia. Como si no hubiera desaparecido sin dar explicación, Cornelia le tendió las informaciones sobre el cadáver encontrado por la mañana. Fischer, seguramente aliviado por no tener que hablar de las causas de su ausencia, las leyó con una atención algo exagerada que no le pasó desapercibida. Ella aprovechó su fingida concentración para darle un vistazo. Realmente había engordado en los últimos meses. «El estar obeso aumenta el riesgo de muchas enfermedades, especialmente de enfermedades del corazón, de ataques cerebrales, de cáncer y de diabetes.» ¿Cuál debía de ser el perímetro de la cintura de Fischer? «El perímetro de la cintura indica la grasa que hay en el abdomen. Un perímetro abdominal superior a cien centímetros en los varones aumenta el riesgo de enfermedad del corazón y de otras enfermedades.»

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