Rosa Ribas - Entre Dos Aguas
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– No seas bruto.
El subcomisario entendió al momento. Había olvidado la presencia de la señora Merckele, que durante todo ese tiempo había permanecido en la puerta sin querer avanzar hacia el interior de la habitación. Pidió disculpas.
Al fondo se amontonaban en un equilibrio inestable paquetes con sábanas para camas pequeñas, dobles y extralargas, de algodón, lino y raso, blancas, de colores o estampadas. Varias cuberterías, tazas de motivos que iban desde los modelos nostálgicos hasta el diseño futurista, varias colecciones de libros, clásicos, más de sesenta volúmenes de las obras completas de Konsalik, veinte de Agatha Christie, unos ochenta de Karl May, equipos de alta fidelidad, cedés:
– La colección de los éxitos de los setenta la tiene… -se corrigió-, la compró incluso dos veces.
Cornelia observó las cajas de cedés que había señalado Fischer. Ya había encontrado un par de cosas repetidas y todas tenían algo en común: eran las pocas de las que podía imaginarse que reflejaban los verdaderos gustos e intereses de Jörg Merckele. La música que realmente escuchaba cuando volvía a su casa, los libros que leía, las herramientas que usaba. Eran los únicos objetos que parecían usados, pero sólo uno de los ejemplares. Los otros, como todos los objetos en los que durante años había despilfarrado los ahorros de la pensión, estaban incluso envueltos en el celofán original.
La mayor sorpresa se la llevaron cuando abrieron una gran caja de madera que se sostenía en un equilibrio inestable sobre una miscelánea de utensilios de cocina, paquetes de ropa interior y productos cosméticos.
– Parece el tesoro de Alí Babá -se le escapó a Fischer.
Y así era. Dentro de ese cajón encontraron por lo menos un centenar de estuches con joyas: corazones con brillantes para San Valentín, anillos simples o con piedras, colgantes para el día de la madre, pendientes con perlas, en oro, plata o platino, broches, pulseras…
– Y yo en bata toda la vida.
Oyeron la voz de la señora Merckele, que los había estado observando todo el tiempo apoyada en la puerta cerrada. Se volvieron hacia ella. Se tambaleaba peligrosamente. Buscaron un lugar para que pudiera sentarse, pero era imposible en esa confusión de paquetes y envoltorios. Cornelia la sostuvo mientras Fischer pedía a la agente que vigilaba la puerta que les trajera una silla y un vaso de agua.
La señora Merckele bebió un par de sorbos y fijó la mirada en un montón de sábanas para cunas de bebé.
– ¿Está pensando en su nieta?
– Mi hija la ha tenido que dejar en casa, en Estados Unidos. Me habría gustado ver a la niña. La trajeron el año pasado por Navidades. Pero no creo que en estas circunstancias fuera una buena idea venir con la pequeña. Pobrecita, no sé cómo le explicará mi hija que se ha muerto su abuelito.
Lo dijo como si ese abuelito del que hablaba no fuera el marido al que había abierto el cráneo un par de días atrás. Cornelia la miró e intentó imaginar el estupor de esa mujer cuando visitó a su marido en esa misma habitación el viernes de la semana anterior. De eso hablaba ahora:
– No lo había hecho nunca en todos los años en que él trabajó aquí. Me presenté de madrugada porque la sospecha de que me estaba engañando no me dejaba dormir.
– ¿Por qué creía usted que su marido la engañaba?
– En realidad fue por mi culpa. Nunca debería haber mirado en sus cajones.
Cornelia apuntó en la dirección más habitual aunque Merckele no le parecía ni el autor ni el destinatario de cartas de amor.
– ¿Encontró usted cartas de otra mujer?
– No, los extractos del banco. De la cuenta corriente y de nuestras libretas de ahorro. Él guardaba todos esos papeles bajo llave. Era la primera vez en años que los veía. Yo no entiendo de esas cosas, pero sí que vi enseguida que las libretas de ahorro estaban a cero y la cuenta corriente en números rojos.
– Señora Merckele -preguntó Fischer, que estaba apoyado en una columna de cajas de pequeños electrodomésticos-, ¿qué quiere decir con que era la primera vez que los veía?
– Pues justamente eso. Que no los había visto nunca. Sabía que Jörg los guardaba en esos cajones, pero siempre estaban cerrados con llave.
– No lo entiendo, señora Merckele -intervino esta vez Cornelia-, ¿cómo administraba usted entonces el dinero?
– Yo no administraba nada, sólo la semanada que me daba mi marido para los gastos de la casa. Él nunca me dejó que tocara las cuentas del banco. Decía que yo no tenía cabeza para eso. Cada lunes me daba el dinero para los gastos de la casa. Los extras se los tenía que pedir aparte. Si quería unos zapatos, tenía que decirle cuánto costaban exactamente y me daba el dinero; si necesitaba ir a la peluquería, si se estropeaba algo en la casa, si quería comprarle algo a la niña o después a nuestra nieta, se lo pedía. Él decía que llevar las cuentas sería demasiado para mí, que no lo entendería. Por eso los extractos los guardaba en un cajón para que no me calentara la cabeza con asuntos que no eran para mí. Pero tan tonta no he salido, ¿verdad? -Les sonrió con cierta picardía-. A fin de cuentas, los extractos los entendí a la primera. Aunque más me hubiera valido seguir tan ignorante como siempre.
– ¿Por qué sospechó que su marido podía tener una amante?
– ¿Qué habría pensado usted, señora comisaria, si hubiera descubierto que el dinero de toda una vida de trabajo y ahorro ha desaparecido? Pensé que sólo podía haber una explicación, que había gastado el dinero en otra. Como no podía dormir, la otra noche decidí cantarle las cuarenta. Me levanté de la cama, tomé un taxi y me planté aquí.
Erna Merckele había llegado al edificio a las tres de la mañana. A esa hora esa parte de la ciudad, en la que sólo hay bancos y oficinas, estaba desierta. El taxista le había preguntado si estaba segura de la dirección y al llegar incluso le había dicho que si quería que la esperara, pero ella lo había despedido. Durante el viaje había leído en las tarifas pegadas en la ventanilla el precio del minuto de espera.
En cuanto el taxi se hubo marchado, la señora Merckele se acercó al edificio y miró a través de los cristales. Podía ver la caseta acristalada, su marido estaba dentro. Golpeó con fuerza y esperó a que, superada la confusión inicial, le abriera la puerta. Erna Merckele les contó que lanzó a su marido sus acusaciones de infidelidad a bocajarro y que éste por toda respuesta se limitó a reír y a empujarla suavemente a la habitación. Llevaba la llave en un estuche especial del que nunca se desprendía. Le abrió la puerta y con un amplio gesto del brazo le mostró todo lo que había acumulado en la habitación.
– Todo para ti -había dicho sin dejar de sonreír-, para nuestra vejez.
Durante una hora larga, ella escuchó sin entenderlas las explicaciones que le iba dando sobre los objetos que le mostraba. Le había comprado incluso fajas para controlar la figura en diferentes colores, tónicos para el pelo, diez pares de zapatillas para la casa. Después ella decidió marcharse.
– Creo que incluso le di las gracias.
Abandonó el edificio, paró un taxi por el camino y regresó a casa.
Eso había sucedido la noche del viernes al sábado. Cuando su marido volvió del trabajo, ella fingió dormir. Él se acostó también y se levantó para comer con ella.
– Desde que él era vigilante, se comía a las dos.
El resto del día cada uno se ocupó de sus cosas, sin mencionar la visita nocturna. A las seis, como siempre, él puso la televisión para ver los resúmenes de la jornada de fútbol. A las seis y cuarto ella lo mató. Un martillazo seco, duro y brutal en la cabeza. En la calva blanquecina por la falta de luz de tantos años, que sobresalía del respaldo del sillón como un huevo gigantesco. Erna Merckele esperó incluso a que su marido dejara la cerveza, que como buen cervecero estaba bebiendo a morro de la botella, encima de una mesita baja al lado del sillón, así que las únicas manchas fueron las de la sangre que manó abundantemente del cráneo abierto. Después del golpe, la señora Merckele se sirvió una cerveza en un vaso, se sentó en su sillón al lado del que ocupaba su marido muerto, se alegró de que ganara el Borussia Dortmund, de que perdiera el Stuttgart, su marido era de allí, y de que también perdiera el Hertha Berlín. Erna Merckele era muy federalista y le molestaba que después del paso de la capital de Bonn a Berlín, todo se estuviera centralizando en esa ciudad. Que el Bremen se impusiera al Rostock la alegró también, sobre todo porque les tenía manía a los del Este. Esperó el resultado del Eintracht Francfort. Empate. Siempre había sido un equipo de los que hacen sufrir a los seguidores. El resto le daba más o menos igual. Cuando se terminó la cerveza, llamó a la policía y denunció su crimen.
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