Rosa Ribas - Entre Dos Aguas

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La comisaria Cornelia Weber-Tejedor, de padre alemán y madre española, investiga la muerte de Marcelino Soto. Todos en la comunidad española de Francfort afirman que era una bellísima persona. Entonces, ¿quién podría haber arrojado su cuerpo al río después de asesinarlo?. Cornelia se mueve en este caso entre su deber de policía alemana y la lealtad a la comunidad emigrante que le reclama su madre. Una comunidad en la que todos están dispuestos a hablar del pasado mitificado de la emigración y, sin embargo, no lo dicen todo. ¿Se encuentra entre alguna de estas historias la clave de la muerte de Marcelino Soto?

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– No soy tan tonta como creía mi marido. -Les dirigió una mirada interrogativa-. ¿Saben si me dejarán tener una tele en la celda? No tienen que comprarme ningún aparato nuevo, podría llevarme el de casa. O uno de ésos.

Señaló un par de embalajes que contenían aparatos de televisión.

– Seguro que son mejores que el de casa, que ya tiene sus añitos.

GOETHE EN HUELGA

Después de tomar declaración a la señora Merckele la dejaron de nuevo en manos de los dos agentes y regresaron silenciosos a la Jefatura de Policía. Cornelia no tenía ganas de hablar y Fischer no brilló tampoco por su locuacidad. El caso Merckele era demasiado sórdido.

El tráfico era espeso como un pudin. Escucharon por la radio que la situación se había agravado porque la lluvia había provocado un corrimiento de tierras en unas obras en los terrenos de la antigua estación de mercancías que había dejado al descubierto una bomba de la Segunda Guerra Mundial. Estos hallazgos eran relativamente frecuentes en todo el país, pero esta vez se trataba del centro de la ciudad y esto había obligado a desalojar la zona cercana, cortar varias líneas de tranvía y autobús y desalojar las viviendas colindantes. El caos a esas horas era total. Tardaron casi tres cuartos de hora en llegar, una eternidad cuando ninguno de los dos estaba de humor para conversaciones.

El edificio de la nueva Jefatura de la Policía de Francfort, un dado aplastado y macizo de piedra oscura, se levantaba en una zona bastante desangelada de la ciudad en el cruce entre el cinturón de avenidas que recorre la ciudad por lo que hasta el siglo XIX fue el límite norte de Francfort antes de que se fueran anexionando los pueblos cercanos y una de las calles que va subiendo hacia esos nuevos barrios, la Eckenheimer Landstraße, partida por la cicatriz de la línea de metro que poco más allá de la Jefatura de Policía sale a la superficie.

Al entrar en el edificio, Cornelia notó repentinamente que tenía hambre, pensó en pasar por la cafetería, pero temió que Fischer la acompañara. El silencio ya le había resultado bastante opresivo en el lento camino de vuelta como para aguantarlo ahora comiendo, donde lo más natural era que se conversara.

Subieron al despacho que compartían en el tercer piso. Cornelia aún no se había acostumbrado a su nuevo despacho en el flamante Polizeipräsidium de Francfort. Las plantas que colmaban su antigua oficina se veían esmirriadas en ese espacio enorme que compartían varios comisarios y subcomisarios separados por tabiques bajos y ventanas interiores. Se sentaron en silencio ante sus respectivos escritorios. Les tocaba escribir los informes y eso implicaba volver a diseccionar todos los detalles de esa historia.

No fue así. Al poco tiempo sonaba el teléfono. La comisaria tomó nota.

– Reiner, hay caso nuevo. Han encontrado el cadáver de un hombre presumiblemente apuñalado en el Alte Brücke.

La comisaria se puso la chaqueta con prisa. Reiner Fischer permanecía sentado.

– Venga, es urgente. La zona donde ha aparecido el cadáver está amenazada por la riada.

– Ve tú primero. Tengo que hacer un par de llamadas importantes. Tomaré mi coche.

– Está bien, pero no me tardes.

– Que no.

Otra vez tendría que luchar contra el colapso circulatorio. Llegar precisamente al río no iba a resultar fácil. Aunque no le gustaba demasiado, decidió usar la luz azul.

Mientras se aproximaba a la zona, se preguntó cuánto faltaría para que la riada alcanzara a la ciudad. Tendrían que darse prisa en recoger todo lo que pudiera ser importante antes de que el agua se lo llevara por delante. Desde la central se puso en contacto con los policías que ya estaban en la zona y comprobó que la hubieran acordonado. Cerrar el Alte Brücke suponía bloquear una de las vías más importantes entre las dos orillas del río, pero era necesario. La voz al otro lado de la línea se lo confirmó y le dijo que el forense ya estaba allí. Claro, sólo tenía que cruzar el puente.

Enfiló Untermainkai, la calle paralela al río. Todas las entradas de las casas a lo largo de las dos orillas aparecían cubiertas con montones de sacos de arena. Al otro lado del río, en el barrio de Sachsenhausen, las precauciones se habían extendido a las calles cercanas al Meno. Los más previsores subían a sus viviendas los objetos de cierto valor que pudieran albergar los sótanos.

Con todo, la riada no iba a ser la peor que había vivido la ciudad. Los pilares del Eiserner Steg, un puente más abajo, así lo constataban. Por cada gran riada, una marca y una fecha. La más alta el 27 de noviembre de 1882, cuando el nivel del agua alcanzó los 6,35 metros.

Cornelia aparcó el coche sobre la acera enfrente del puente. Seguía lloviendo. Justo al lado del pilar del Alte Brücke los agentes de huellas inspeccionaban el cuerpo, recogían muestras del suelo y de la ropa del muerto y las metían en bolsitas de plástico. Caminaban por la orilla embutidos en trajes blancos impermeables con capucha y guantes que sólo dejaban la cara al descubierto. Se movían con extrema lentitud para no borrar posibles huellas, parecían astronautas abandonados en un paisaje de matorrales raquíticos.

– Me temo que lo único que vamos a encontrar aquí son latas y botellas del chiringuito que hay al pie del puente. En mi opinión, el cadáver cayó al agua bastante más arriba.

La voz vienesa, cadenciosa y profunda del forense Winfried Pfisterer se le acercaba por detrás. Se volvió y se saludaron con un fuerte apretón de manos. Cornelia estiró el brazo para protegerlo con su paraguas. Encogido dentro de la gabardina, aún parecía más menudo de lo que era. Por lo visto llevaba ya un rato en la zona y todo ese tiempo había permanecido bajo la lluvia sin paraguas, el agua le había aplastado el pelo y la piel rosada del cráneo asomaba entre los mechones grisáceos que conservaban algunos pocos restos de color rubio oscuro. Viéndolo así, mojado y encorvado, Cornelia fue de pronto consciente de que los diez años que hacía que lo conocía habían dejado huella en el pequeño doctor, su cuerpo parecía haber menguado, como si se hubiera ido gastando lenta pero inexorablemente. Las manchas de envejecimiento se le extendían por las sienes y los pómulos formando pequeños archipiélagos oscuros en la piel blanquecina. «Lentigo. Melasma. Los lentigos surgen como consecuencia de la acción del sol, que favorece la producción excesiva de melanocitos, y los melasmas, que aparecen por el aumento de melanina y están más relacionados con el envejecimiento. Lentigo maligno. Melanoma.» Esa mañana en el baño había estado controlando con una lupa una peca en el hombro que parecía haber cambiado en las últimas semanas.

Cornelia se obligó a apartar la vista de la piel de Pfisterer, miró hacia un lado y señaló la zona en la que los asistentes del forense seguían con su paseo lunar.

– ¿Por qué lo crees?

– En primer lugar, porque es muy improbable que un cuerpo lanzado desde el mismo puente se enganche de ese modo en la argolla. El ángulo de caída que lo haría posible exige que el cuerpo cayera con absoluta verticalidad, como un saltador, caso que no se da aquí. Por otro lado, me sorprendería que quien lanzó el cuerpo al agua, porque una cosa está clara, ese hombre no fue asesinado en el puente, escogiera para hacerlo precisamente el Alte Brücke, uno de los puentes más transitados, donde no sólo podría ser visto por algún transeúnte, sino también por gente de las casas de las orillas o alguien que pasara por el siguiente puente. No parece muy lógico.

– Entonces, ¿por qué buscáis aquí?

– En los últimos tiempos se nos ha acusado de falta de escrupulosidad en el trabajo. Como no queremos que eso vuelva a suceder, estamos llevando a cabo una especie de huelga de celo. Además, puedo equivocarme. Quizás el asesino lanzó el cuerpo desde aquí y éste se enganchó en el pilar nada más caer al agua. Eso por lo menos aclararía por qué nadie lo vio flotando en el río, aunque te repito que lo considero más que improbable.

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