Rosa Ribas - Entre Dos Aguas

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La comisaria Cornelia Weber-Tejedor, de padre alemán y madre española, investiga la muerte de Marcelino Soto. Todos en la comunidad española de Francfort afirman que era una bellísima persona. Entonces, ¿quién podría haber arrojado su cuerpo al río después de asesinarlo?. Cornelia se mueve en este caso entre su deber de policía alemana y la lealtad a la comunidad emigrante que le reclama su madre. Una comunidad en la que todos están dispuestos a hablar del pasado mitificado de la emigración y, sin embargo, no lo dicen todo. ¿Se encuentra entre alguna de estas historias la clave de la muerte de Marcelino Soto?

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– Éste es nuestro nuevo caso. Todavía no sabemos quién es el muerto, pero voy a poner a Müller en ello.

Fischer la miró con asombro.

– ¿Müller? ¿Quién es Müller?

– Leopold Müller.

– ¡No! ¿Ese Müller? ¿Leoncito Müller?

– ¿Qué es eso de Leoncito Müller?

Él pareció no haber escuchado la pregunta. Se reía para sus adentros como si se estuviera contando un chiste.

– ¿Por qué Leoncito Müller? -insistió Cornelia.

Fischer seguía risueño. De pronto, su sonrisa se cortó en seco. Las cejas abundantes, que antes dibujaban arcos espeso^ en su frente, se alinearon sobre los ojos apretados en un ceño.

– ¿Por qué Leoncito Müller?

– Eso te lo he preguntado yo, Reiner.

– Nada. Es una tontería.

Fischer fingió volver a la lectura.

– Entonces seguro que no te costará mucho contármela.

El subcomisario levantó la vista del papel y suspiró como si le supusiera un gran esfuerzo lo que le pedía.

– De verdad que es una tontería.

Cornelia no hizo caso, lo instó con la mirada.

– Es un mote que le pusieron durante la formación. Cuando empezó llevaba el pelo largo y rizado como un león, pero era más bien tímido y reservado. No llamaba la atención. Hasta que un día hubo una pelea en los vestuarios, después de un entrenamiento.

– ¿Por qué?

– Cosas de hombres -quiso esquivar Fischer.

Ella lo miró interrogante. Se imaginaba ya de qué se trataba, pero quería escucharlo de Fischer. Aunque a veces se decía que había algo de sadismo en ello, le divertía sobremanera observar los apuros que pasaba su compañero cada vez que se tocaba un tema escabroso. Sabía que lo que Reiner habría contado sin tapujos a un, hombre, era tabú ante ella, a pesar de que llevaban seis años trabajando juntos, compartiendo el mismo espacio durante horas, las mismas preocupaciones durante días, comiendo juntos casi cada mediodía. No era la jerarquía, que ella fuera comisaria y él subcomisario, no eran los diez años de diferencia. Simplemente había y habría siempre una barrera entre ambos que le vedaba el paso a partes del mundo de Fischer. Los chistes de los que se reía con otros compañeros, las palmadas en los hombros y los puñetazos amistosos que se daban, los temas de las conversaciones que intercambiaban mientras tomaban unas cervezas eran las partes de ese mundo al que ella no tenía acceso. Así que, no sabía si por crueldad o como pequeña venganza, miró a Fischer fingiendo ignorancia para ponerlo en el brete de darle detalles y ver cómo luchaba por seleccionar las palabras enrojeciendo como una novicia pudorosa.

– Cosas de hombres desnudos en un vestuario… -Se interrumpió, pero vio en la cara de Cornelia que tenía que continuar-. Cosas de hombres desnudos en un vestuario, que se miran y hacen comentarios.

– Entiendo.

– No, no -se apresuró a corregir Fischer-. No vayas a interpretarlo mal. No se metieron con él. Según he oído, Leoncito… Leopold Müller está más que bien dotado.

Aquí Fischer hizo una pausa significativa y la miró. -Ajá

Se le escapó a ella muy a su pesar en un tono a la vez ambiguo y admirativo. Intentó disimular su interés creciente ordenando unos papeles sobre la mesa.

– Lo que pasó es que alguien hizo una broma sobre otro colega que en ese momento acababa de meterse en la ducha y no podía oírlo y esto a Müller le sentó mal. Fue como si de pronto se le cruzaran los cables, saltó como una fiera sobre el otro, lo estrelló contra los armarios del vestuario de un puñetazo y le rompió la nariz.

Cornelia sintió el impulso de repetir un gesto que intentaba reprimir no siempre con éxito, tocarse el nacimiento de la nariz, allí donde empezaba a torcerse. Lo controló cogiendo un bolígrafo y apuntando con él a Fischer al preguntar:

– ¿Y no tuvo consecuencias para Müller?

– No porque estos asuntos no llegan arriba. Se-arreglan internamente.

– O sea que los amigos del otro le dieron una paliza después.

– Eso no lo sé -mintió Fischer-. Pero desde entonces le quedó el nombre de Leoncito Müller, aunque después de la formación se cortó el pelo.

– ¿Ha vuelto a haber conflictos de este tipo con él?

– Algo he oído.

Sin poder decir la razón, Cornelia no lo creyó.

Habían llegado al final de la historia. Ambos fijaron la vista en las pantallas de sus ordenadores.

Un par de horas más tarde, mientras intentaba localizarlo para que se presentara en su despacho, Cornelia se obligó a no pensar en la imagen de un Müller más joven, desnudo con una larga melena rizada y, ahora que lo pensaba, una nariz perfecta, sobreponiéndose al funcionario de policía más bien anodino que había visto esa mañana. Para su sorpresa fue Müller quien la localizó a ella.

– Comisaria, he identificado al muerto.

LUKAS, EL CANCERBERO

Leopold Müller se presentó en su despacho con unos papeles en la mano.

– Aquí lo tengo, comisaria Weber.

Entró en su despacho y se dirigió directamente hacia su escritorio, enfrente de la puerta, ignorando a Fischer, cuya mesa quedaba a un lado. Después de los comentarios burlones de Reiner, esa entrada del joven policía no auguraba un buen trabajo conjunto, así que, por más que deseara saber cuanto antes quién era la víctima, frenó el ímpetu de Müller e hizo las presentaciones de rigor.

– Señor Müller, éste es el subcomisario Reiner Fischer, con quien voy a llevar el caso.

Leopold Müller se volvió de inmediato a la izquierda y saludó a Fischer tendiéndole la mano. Éste, que ya estaba cruzando los brazos en actitud ofendida, los tuvo que descruzar antes de poder terminar el gesto. Müller se colocó en una posición equidistante antes de hablar:

– El muerto se llamaba Marcelino Soto. Es… era español.

– ¿Cómo lo ha averiguado?

– Por casualidad, estaba en la central y vi la denuncia por desaparición. He traído una copia. Todavía no estaba en el ordenador porque la familia de la víctima acababa de ponerla.

Cornelia le indicó que se sentara a su mesa. Fischer se acercó.

– ¿Desde cuándo lo echaban de menos?

– Desde ayer por la noche.

– Sólo un día. Mejor dicho una noche.

Müller le tendió la copia de la denuncia. Mostraba la foto de un Marcelino Soto diez años más joven y con quince kilos menos.

– ¿Por qué se empeñarán las familias de los desaparecidos en escoger fotos en las que aparecen guapos y felices en vez de fotos actuales?

Despegó la foto de la pantalla y la mostró a sus compañeros.

– ¿Diríais a primera vista que es el mismo hombre?

– Bueno, la cara del muerto está muy deformada.

– Por supuesto, pero no todo el volumen es agua y, por lo general, los muertos no sonríen.

– Pero, Cornelia, no puedes esperar que las familias piensen en esas cosas.

– Ya lo sé, lo que pasa es que entregan fotos demasiado viejas o que muestran a los desaparecidos en situaciones en las que seguro que no los vamos a encontrar. En el registro he visto la de un hombre tomada durante una barbacoa, con un gorro enorme de cocinero y un delantal de esos de «Aquí cocina el jefe». Lleva tres años desaparecido y no creo que se largara con el gorrito puesto.

Fischer se reía. Müller también pero con los ojos atentos de quien está almacenando y procesando informaciones. Y también con un atisbo de impaciencia.

– Usted tiene algo más, ¿verdad? -preguntó Cornelia.

– Me he enterado de que Soto era el dueño de dos restaurantes de cocina española en la ciudad. Uno es un local de tapas, el Alhambra. Está en el centro, cerca de la Bolsa. El otro, un restaurante más lujoso en el barrio Westend, es el Santiago.

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