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Rosa Ribas: Entre Dos Aguas

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Rosa Ribas Entre Dos Aguas

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La comisaria Cornelia Weber-Tejedor, de padre alemán y madre española, investiga la muerte de Marcelino Soto. Todos en la comunidad española de Francfort afirman que era una bellísima persona. Entonces, ¿quién podría haber arrojado su cuerpo al río después de asesinarlo?. Cornelia se mueve en este caso entre su deber de policía alemana y la lealtad a la comunidad emigrante que le reclama su madre. Una comunidad en la que todos están dispuestos a hablar del pasado mitificado de la emigración y, sin embargo, no lo dicen todo. ¿Se encuentra entre alguna de estas historias la clave de la muerte de Marcelino Soto?

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Cornelia y Reiner Fischer esperaban el coche en que venía la señora Erna Merckele. Querían entrar con ella en el cuarto, poder observar su reacción, si es que había alguna. Hasta entonces, aparte de la confesión del asesinato, no le habían sacado una palabra. Completamente ausente, había dejado caer sobre sí los interrogatorios con el fatalismo con que otros soportan una súbita tormenta. Cornelia tenía que admitir que esos interrogatorios también habían sido diferentes. No es lo mismo tener delante al cabecilla de una banda de matones o a un yonqui, que a un ama de casa que al ser detenida pidió antes que nada que le dejaran llevarse unas zapatillas para estar cómoda en la celda. Durante los interrogatorios, marcados por el mutismo de Erna Merckele, Cornelia no había podido apartar de su mente las zapatillas de pana granate con suelas anatómicas de goma.

El hombre del traje gris, visiblemente incómodo, intentaba darles conversación y les refería algunos datos sobre el edificio y la colección de arte que albergaba en sus plantas. Lo escuchaban con fingido interés, por deferencia ante el ingente esfuerzo que estaba llevando a cabo a fin de llenar una espera que para ellos formaba parte de la rutina, pero para él era a todas luces una tortura. Así que mientras aguardaban a que les trajeran a la asesina, Cornelia sonreía cortésmente cada vez que el hombre parecía necesitar un poco de ánimo para seguir con sus explicaciones. Aunque tenía que reconocer que lo que les estaba contando en ese momento empezaba a ser un poco más interesante, ya que el hombre, con la excusa de debatir con los policías la cuestión de la moralidad del artista, les estaba narrando con un detallismo morboso el caso del pintor alemán, cuyas obras colgaban de las paredes de una planta del banco, que había sido sorprendido en un hotel de lujo con siete prostitutas en plena orgía de coca. A Cornelia la cuestión de la moral del artista maldito le interesaba bien poco; lo que se estaba preguntando es qué hacía ese tipo con siete prostitutas. Pero el hombre del traje gris se interrumpió de súbito y la mirada de alarma que dirigió a un punto a sus espaldas les dio a entender que el coche patrulla con Erna Merckele ya había llegado. Se volvieron. El coche estaba aparcando justo delante de la puerta. Dos agentes, un hombre y una mujer, descendieron. La agente abrió la portezuela trasera y ayudó a la señora Merckele a salir, le tendió un brazo en el que ella se apoyó. Parecía aún más desgastada y cansada que en los días anteriores, durante los infructuosos interrogatorios. Las mejillas abultadas colgaban tan flácidas como los restos de la permanente que le cubría la cabeza. Llevaba un vestido oscuro bajo el anorak y se encorvaba sin necesidad debajo del paraguas que sostenía la agente con el brazo libre. Cornelia constató con alivio que no la habían esposado. Mientras el hombre del traje dirigía miradas asustadas a las recepcionistas y controlaba si los visitantes del banco habían percibido el coche patrulla, cosa que realmente había sucedido, Cornelia y Fischer salieron al encuentro de Erna Merckele. Algunos curiosos observaban ya dentro y fuera del banco. El hombre del traje gris estaba fuera de sí, pero no se atrevía a darles prisa para que desaparecieran de la vista. Cuando oyó que la comisaria ordenaba al agente que se quedara en el auto y a la policía que permaneciera delante de la puerta del cuartito mientras ellos estuvieran dentro, pareció entender que sus esfuerzos por disimular la situación eran inútiles y claudicó.

Resignado, les abrió la puerta de la habitación. Era una puerteci11a revestida de la misma madera que cubría el resto de la pared. Sólo la delgada línea oscura del contorno de la hoja delataba su presencia. Quizás esto explicaba por qué nadie, absolutamente nadie en el banco, se había interesado durante todos aquellos años por lo que pudiera esconderse detrás.

– Hemos tenido que hacer una copia de la llave del señor Merckele. Por más que buscamos, no conseguimos encontrar otra y la empresa que se encarga del mantenimiento del edificio ni siquiera tenía constancia de que existiera esta habitación.

Se quedó en la puerta. No quería entrar.

– Si me necesitan, estaré enfrente, en la recepción.

Entraron en la habitación sin ventanas y cerraron la puerta tras ellos. Cornelia ya conocía ese cuarto; Fischer lo visitaba por primera vez.

Jörg Merckele había trabajado durante tantos años allí que a nadie le había extrañado que dispusiera de esa pequeña habitación para él solo. Los otros vigilantes lo habían asumido como un privilegio del más veterano entre ellos, que, además, tenía el turno más duro y desagradecido, el nocturno. Anteriormente, hacía de eso ya más de diez años, Merckele recorría el edificio con otros compañeros. Después el banco había decidido que era mejor que hubiera siempre un vigilante visible sentado en la garita para que quedara bien claro que el edificio estaba vigilado. Y le tocó a Jörg Merckele quedarse ahí dentro mientras otros iban haciendo rondas por la torre. De ese modo, pasaba casi toda la noche a solas, exceptuando las visitas esporádicas de los compañeros. Ocho horas cada noche, de las once a las siete. Curiosamente, a nadie pareció llamarle la atención que siempre llegaran paquetes para el vigilante nocturno remitidos a la dirección del banco. Ya se sabe que los vigilantes nocturnos tienen sus rarezas. Tantas horas solos, tanto tiempo para pensar. Así que los encargados del correo dejaban los paquetes en el casillero de Merckele como dejaban a diario otros miles de envíos. Por lo que averiguaron después, los paquetes grandes se los hacía enviar a primera hora de la mañana, así que los podía recoger personalmente y meterlos en el cuartito. De lo contrario, ¿cómo podrían haber pasado desapercibidos los aparatos de gimnasia que había comprado?

Parecía que al principio había llegado a hacer uso de alguno de ellos. En el suelo yacía, esperando, una extraña estructura de acolchados y tubos metálicos que resultó ser un aparato gimnástico para hacer abdominales. Al lado, polvoriento y amarilleado, un folletito con fotos de muchachos y muchachas musculosos que mostraban sonrientes cómo realizar los ejercicios y unos estómagos planos en los que se marcaban con perfecta nitidez unos músculos modelados. Viéndolos, la figura de Jörg Merckele, un hombre más bien ablandado por la edad, aún se le aparecía más patética. ¿Qué habría imaginado mientras se torturaba un par de semanas balanceándose en esa estructura metálica, mirando quizás de reojo las fotos? ¿Pensaba acaso en la admiración de su mujer? ¿O tal vez soñaba con invitar a ese cuarto a algunas de esas chicas prodigiosas que se veían en el folleto? En veinte metros cuadrados se amontonaban tantos objetos que moverse significaba hacerse camino por un desfiladero de cajas y cartones que en unas partes llegaban hasta los hombros y en otras incluso sobrepasaban sus cabezas.

Una de las montañas estaba formada por trece aspiradores ordenados por tamaños. El mayor, un monstruo dotado de un depósito gigantesco para producir vapor de agua, en la base; el más pequeño, un disco de metal con ruedas, en la punta de la pirámide. Al lado se apilaban ollas como torres de metal, los productos químicos de limpieza alineados en filas estrictas y según su función: espráis para alfombras y para sofás, blanqueadores de visillos, quitamanchas para grasa, para tinta, para sangre, abrillantadores de madera, ceras para parqué, protectores para la plata. En un rincón, tubos con tabletas para desinfectar dentaduras postizas ordenados en rígida formación como los tubos de un órgano.

– Suficientes para cubrir las necesidades de un asilo de ancianos durante años -dijo Reiner Fischer tomando uno de ellos y colocándolo después con cuidado en el mismo lugar.

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