– ¿A quién se lo iba a preguntar, si no había nadie? Además, no creo que fuera ninguno de los empleados. ¿Para qué iban a coger la aspiradora? Eso es trabajo mío, no de ellos. Pensé que a lo mejor había sido alguno de la compañía de limpieza, pero también sería extraño, porque traen todo el material que necesitan.
– Y la aspiradora, ¿estaba en el sitio de costumbre?
– Sí, exactamente. Y el cable estaba enrollado de la misma manera en que yo lo había dejado. Pero el mando no estaba en la misma posición.
– ¿Ve alguna otra cosa en el cuarto que le llame la atención?
– Bueno, falta el cordón de la ventana, ¿no? Supongo que lo habrán quitado ustedes. Ya empezaba a estar viejo y deshilachado. El lunes pasado, cuando asomé la cabeza, le dije al señor Dauntsey que habría que cambiarlo, y él me contestó que ya se lo diría a George. George se encarga de todas estas cosas. Es muy mañoso, este George. Cuando hablé con el señor Dauntsey, la ventana estaba medio abierta. Normalmente suele tenerla así. No me pareció que le diera mucha importancia, pero, como ya he dicho, pensaba hablar con George. Y esa mesa la han movido. Yo nunca la muevo cuando quito el polvo. Véalo usted mismo. Está unos cinco centímetros más a la derecha; se nota por esa línea tan fina de suciedad que hay en la pared donde antes estaba la mesa. Y no veo la grabadora del señor Dauntsey. Antes había una cama en este cuarto, pero la quitaron cuando la señorita Clements se mató. Otra cosa que tal. Ya hemos tenido dos muertes en esta habitación, señor Dalgliesh. Me parece que ya sería hora de que la cerrasen para siempre.
Antes de despedir a la señora Demery, Dalgliesh le pidió que no dijera nada a nadie acerca del posible uso que se había dado a su aspiradora, pero con escasa esperanza de que se guardara la noticia para sí durante mucho tiempo.
Cuando la mujer se hubo marchado, Daniel preguntó:
– ¿Hasta qué punto podemos fiarnos de esta declaración, señor? ¿Cree que de veras es capaz de advertir si han limpiado recientemente la habitación? Podrían ser imaginaciones suyas.
– Ella es la experta, Daniel. Y la señorita Etienne también se fijó en la limpieza de la habitación. La propia señora Demery ha reconocido que no suele molestarse en limpiar el suelo. Y ahora no hay ni una mota de polvo, ni siquiera en los rincones. Alguien lo ha limpiado hace poco, y no ha sido la señora Demery.
Los cuatro socios seguían esperando en la sala de juntas. Gabriel Dauntsey y Frances Peverell estaban sentados ante la mesa ovalada de caoba, cerca pero sin llegar a tocarse. Frances tenía la cabeza gacha y estaba absolutamente inmóvil. De Witt se hallaba ante la ventana con una mano en el cristal, como si necesitara apoyarse. Claudia, de pie, examinaba atentamente la gran copia del Gran Canal, de Canaletto, colgado junto a la puerta. La magnificencia de la sala disminuía y al mismo tiempo hacía más presente la carga de temor, pesar, cólera o culpa que cada uno soportaba. Parecían actores de una obra excesivamente elaborada, con un lujoso decorado en el que se había invertido una fortuna, pero cuyos intérpretes eran aficionados que no se sabían los diálogos y se movían con gestos rígidos y faltos de práctica. Cuando Dalgliesh y Kate salieron de la habitación, Frances había dicho: «Dejemos la puerta abierta», y De Witt, sin pronunciar una palabra, había vuelto atrás para dejarla entornada. Necesitaban la sensación de un mundo exterior, el sonido de voces lejanas, por leve y esporádico que fuese. La puerta cerrada sería demasiado semejante al sillón vacío en el centro de la mesa, la una esperando la entrada impaciente de Gerard, el otro su presencia dirigente.
Sin mirar a su alrededor, Claudia comentó:
– A Gerard nunca le gustó este cuadro. Creía que se sobrevaloraba a Canaletto, que era demasiado preciso, demasiado plano. Decía que podía imaginarse a los aprendices pintando cuidadosamente las olas.
– No era Canaletto el que no le gustaba -replicó De Witt-; era sólo este cuadro. Decía que le aburría tener que estar siempre explicándoles a las visitas que es una copia.
Frances habló con voz neutra:
– Le molestaba. Le recordaba que el abuelo vendió el original en un mal momento por la cuarta parte de lo que valía.
– No -replicó Claudia con firmeza-. No le gustaba Canaletto.
De Witt se apartó despacio de la ventana.
– La policía no se da prisa -observó-. La señora Demery debe de estar disfrutando, supongo, haciendo su imitación favorita de una mujer de la limpieza cockney, de buen carácter pero de lengua afilada. Espero que el comandante sepa apreciarla.
Claudia abandonó su concentrado examen del cuadro y se volvió hacia los demás.
– Puesto que eso es precisamente lo que ella es, no creo que sea apropiado llamarlo una imitación. Sin embargo, es cierto que se vuelve locuaz cuando se excita. Hemos de procurar que no nos suceda a nosotros. Me refiero a volvernos locuaces, a hablar demasiado, a decirle a la policía cosas que no tiene por qué saber.
– ¿En qué cosas estás pensando? -preguntó De Witt.
– En que no estábamos precisamente de acuerdo en cuanto al futuro de la empresa. La policía piensa de un modo estereotipado. Puesto que la mayoría de los delincuentes actúa de un modo estereotipado, ahí está probablemente su fuerza.
Frances Peverell alzó la cabeza. Nadie la había visto llorar, pero tenía la cara abotagada y macilenta, los ojos apagados bajo unos párpados hinchados, y al hablar su voz sonó quebrada y un tanto quejumbrosa.
– ¿Y qué importa que la señora Demery hable? ¿Qué importa lo que digamos? Ninguno de los que estamos aquí tiene nada que ocultar. Lo que ha ocurrido es obvio. Gerard murió de muerte natural o por un accidente, y alguien, la misma persona que ha estado gastándonos bromas pesadas, encontró el cuerpo y decidió darle un aire de misterio al asunto. Debe de haber sido terrible para ti, Claudia, encontrarlo de esa manera, con la serpiente enroscada al cuello. Pero sin duda hay una explicación lógica. Tiene que haberla.
Claudia se volvió hacia ella con tanta vehemencia como si estuvieran en mitad de una riña.
– ¿Qué clase de accidente? ¿Pretendes sugerir que Gerard sufrió un accidente? ¿Qué clase de accidente?
Frances se encogió en el asiento, pero respondió con voz firme:
– No lo sé. Yo no estaba allí cuando ocurrió. Sólo era una idea.
– Una idea muy estúpida.
– Claudia -intervino De Witt con voz más cariñosa que reprobadora-, no debemos pelearnos. Hemos de mantener la calma y permanecer juntos.
– ¿Cómo vamos a permanecer juntos? Dalgliesh querrá vernos por separado.
– No físicamente juntos. Como socios. Como equipo.
Frances prosiguió como si él no hubiera hablado.
– O un ataque al corazón. O una apoplejía. Podría haber sido cualquiera de las dos cosas. Le puede ocurrir al más sano.
Claudia replicó:
– Gerard tenía el corazón en perfecto estado. No se puede subir al Cervino si se tiene el corazón delicado. Y no me imagino a un candidato más improbable para una apoplejía.
De Witt habló en tono conciliador.
– Todavía no sabemos a causa de qué murió. Hay que esperar el resultado de la autopsia. Mientras tanto, ¿qué vamos a hacer?
– Seguir adelante -contestó Claudia-. Eso por descontado; seguir adelante.
– Siempre que nos quede personal. Puede que la gente no quiera seguir en la empresa, sobre todo si la policía da a entender que la muerte de Gerard no ha sido normal.
La risotada de Claudia fue áspera como un sollozo.
– ¡Que no ha sido normal! ¡Pues claro que no ha sido normal! Lo hemos encontrado muerto, medio desnudo, con una serpiente de juguete enroscada al cuello y la cabeza del animal metida en la boca. Ni el policía menos suspicaz diría que eso es normal.
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